El recuerdo le dibujó media sonrisa y luego continuó:
– En cualquier caso, alquilé una habitación en la calle Arent Grape y mi madre consiguió una línea de teléfono para mí. Y me apuntó para que apareciera mi título en el listín. Civ. ing., es decir, ingeniero civil. Puedes imaginarte cómo sonaba al principio: «Vaya, si es el mismísimo civ. ing. que viene de visita.» Pero con el tiempo la gente se fue olvidando de dónde venía el nombre y al final todo el mundo me llamaba Sivving. Y yo me acostumbré. Hasta Maj-Lis me llamaba Sivving.
Rebecka lo miraba estupefacta.
– Vaya sorpresa.
– ¿No tenías prisa? -preguntó Sivving.
Rebecka dio un respingo y salió disparada por la puerta.
– No vayas a matarte por la carretera -le gritó Sivving a través del viento.
– No me metas deseos inconscientes en la cabeza -respondió ella entrando en el coche.
«Dios, qué pinta llevo», pensó mientras iba recorriendo la carretera de curvas que llevaba a la ciudad. «Si hubiese tenido media hora para ducharme y ponerme otra cosa…»
Ya empezaba a saberse el camino hasta la ciudad. No necesitaba concentrarse al cien por cien, podía dejar libres sus pensamientos.
Rebecka está tumbada en la cama, con las manos apretadas contra el vientre.
«No ha sido tan grave -se dice a sí misma-. Y ahora ya ha pasado.»
Gente desconocida en bata blanca con manos blandas e impersonales. («Hola, Rebecka, sólo voy a ponerte una cánula en el brazo para el goteo», un trozo de algodón frío en contacto con la piel, los dedos de la enfermera también están fríos, a lo mejor se ha escapado un minuto para fumarse un cigarrillo en el balcón bajo el sol primaveral, «notarás un pinchazo, vale, ya está».)
Había estado mirando por la ventana; el sol que deshacía la nieve y que hacía que el mundo brillara tanto casi molestaba. La felicidad le llegaba a través de un tubito de plástico directa al brazo. Todo lo pesado y triste se desvanecía y al cabo de un rato llegaron dos personas más que iban de blanco y se la llevaron en la camilla al quirófano.
Fue ayer por la mañana. Ahora está aquí tumbada y el dolor la quema por dentro. Se ha tomado varios analgésicos, pero no sirven de nada. Tiene mucho frío. Si se ducha, entrará en calor. Quizá mengüe el dolor del vientre.
Cuando está en la ducha empieza a desprender una sangre grumosa. Observa asustada cómo se le va deslizando a lo largo de la pierna.
Tiene que volver al hospital. Más goteo en el brazo y debe quedar ingresada durante la noche.
– No te pasa nada grave -le dice una enfermera cuando ve que Rebecka mantiene los labios apretados-. A veces, con el aborto, puede ser que haya una infección posterior. No se debe a falta de higiene ni nada que hayas hecho tú. Los antibióticos que te vamos a dar ahora le pondrán remedio.
Rebecka intenta corresponder amablemente a la sonrisa, pero lo único que consigue es una mueca extraña.
«No es un castigo -piensa-. Él no es así. No es un castigo.»
Sanna Strandgård pasó a prisión preventiva el viernes 21 de febrero a las 10:25 horas, sospechosa del asesinato de su hermano Viktor Strandgård. La gente de los periódicos y la televisión engulleron el fallo como una manada de zorros hambrientos. El pasillo al que daba la sala del tribunal quedó iluminado por los flashes de las fotos y los focos de las cámaras que enfocaban al fiscal jefe en funciones, Carl von Post, mientras hablaba con los medios.
Rebecka Martinsson estaba junto a Sanna en una habitación situada detrás de la sala del tribunal. Había dos agentes esperando para meter a Sanna en el vehículo que la llevaría de vuelta a la comisaría.
– Recurriremos, no lo dudes -dijo Rebecka.
Sanna, ausente, jugaba con un mechón de pelo que tenía sujeto entre el índice y el pulgar.
– Dios, cómo me miraba aquel chico joven que se encargaba de levantar acta -dijo-. ¿Te has fijado?
– Quieres que recurra, ¿no?
– Me miraba como si nos conociéramos, pero yo a él no lo había visto nunca.
Rebecka cerró el maletín de golpe.
– Sanna, eres sospechosa de asesinato. Todos los que estaban en la sala te estaban mirando. ¿Quieres que recurra por ti o no?
– Claro que sí -dijo Sanna mirando a los agentes-. ¿Nos vamos?
Después de que se fueran, Rebecka se quedó mirando la puerta que llevaba al aparcamiento. La puerta de la sala del tribunal se abrió a su espalda y, al volverse, se topó con la mirada escrutadora de Anna-Maria Mella.
– ¿Cómo va eso?
– Así, así -reconoció Rebecka con una mueca-. Y ¿tú?
– Bueno…, así, así.
Anna-Maria se sentó en una de las sillas. Se bajó la cremallera del anorak y dejó la barriga un poco más libre. Después se quitó el gorro de lana grisáceo, sin arreglarse luego el pelo.
– Sinceramente, estoy deseando volver a ser una persona.
– Persona, ¿qué quieres decir? -preguntó Rebecka con media sonrisa.
– Pues meterme un cigarrillo en la boca y tomar café como hace todo el mundo -dijo Anna-Maria riéndose.
Un chaval que rondaba los veinte apareció en la puerta con una libreta en la mano.
– ¿Rebecka Martinsson? -preguntó-. ¿Tiene un minuto?
– Dentro de un rato -dijo Anna-Maria amablemente.
Se levantó y se acercó a cerrar la puerta.
– Vamos a hablar con las niñas de Sanna -dijo Anna-Maria sin rodeos cuando volvió a la silla.
– Pero… estás bromeando, ¿no? -se quejó Rebecka-. Si ellas no saben nada. Estaban durmiendo cada una en su cama cuando asesinaron a Viktor. ¿Qué pasa, que el id… que Von Post quiere probar su técnica de interrogatorio de machito con dos niñas de once y cuatro años o qué? ¿Quién se va a ocupar después de ellas? ¿Lo vas a hacer tú?
Anna-Maria se reclinó en la silla y se presionó con la mano derecha justo debajo de las costillas.
– Entiendo que reaccionaras por su manera de hablar con Sanna…
– Sí, pero en serio, ¿tú no…?
– … intentaré que el interrogatorio con las niñas se haga de la mejor manera posible. Nos acompañará un psicólogo infantil.
– ¿Por qué? -preguntó Rebecka-. ¿Por qué hay que interrogarlas?
– Seguro que entiendes que tenemos que hacerlo. Una de las armas homicidas ha aparecido en casa de Sanna, pero no hay pruebas técnicas que la vinculen a ella. La otra no la hemos encontrado. O sea, sólo tenemos indicios. Sanna nos ha contado que Sara estaba con ella cuando encontró a Viktor y que Lova estaba durmiendo en el trineo. Puede que las niñas hayan visto algo importante.
– ¿Te refieres, por ejemplo, a su madre asesinando a Viktor?
– Por lo menos debemos poder descartar eso en la investigación -dijo Anna-Maria.
– Quiero estar presente -afirmó Rebecka.
– Por supuesto -respondió Anna-Maria complaciente-. Se lo diré a Sanna, ya que tengo que pasar por comisaría. Me ha parecido verla bastante entera.
– Ni siquiera era consciente de dónde estaba -contestó Rebecka con gravedad.
– Supongo que es difícil imaginarse por lo que está pasando. Estar entre rejas.
– Sí -dijo Rebecka.
Se han reunido en casa de Gunnar Isaksson. Los pastores, el Consejo de Ancianos y Rebecka. Ésta es la última en llegar, aunque lo hace diez minutos antes de lo fijado. Oye cómo se van silenciando las conversaciones en la sala cuando Gunnar abre la puerta.
Ni la mujer de Gunnar, Karin, ni los niños están en casa, pero en la cocina hay dos termos grandes sobre la mesa redonda. Uno con café y el otro con agua caliente. En una bandeja redonda, plateada, hay bollos y otros dulces cubiertos con una servilleta de tela a cuadros blancos y amarillos. Karin ha sacado tazas, platitos y cucharillas. Incluso ha puesto leche en una jarrita. Pero el café lo tomarán más tarde. Primero van a hablar.