– Imagino que te preguntas por qué te hemos pedido que vinieras.
Frans Zachrisson es el que empieza. Es del Consejo de Ancianos. Normalmente apenas la mira. No le caen bien ni Sanna ni Rebecka. Pero ahora tiene una mirada preocupada y tierna. Su voz está llena de calor y consideración, y eso hace que Rebecka esté aterrada. No responde, se limita a tomar asiento cuando él se lo pide.
Otros miembros del Consejo de Ancianos la miran con seriedad. Todos son de mediana edad o mayores. Vesa Larsson y Thomas Söderberg son los más jóvenes. Tienen unos treinta años.
Vesa Larsson tiene la mirada clavada en la mesa. Thomas Söderberg está sentado en la silla, inclinado hacia adelante, con los codos en las rodillas. Tiene las manos unidas y apoya en ellas la frente mientras mantiene los ojos cerrados.
– Thomas ha presentado su dimisión -dice Frans Zachrisson-. Después de lo que ha pasado no le parece que pueda seguir siendo pastor en la misma congregación que tú, Rebecka.
Los hermanos asienten para corroborar sus palabras y Frans Zachrisson sigue hablando:
– Me parece muy grave lo que ha ocurrido. Pero también creo en el perdón. El perdón tanto de Dios como de las personas. Sé que Dios ha perdonado a Thomas y por mi parte también lo he perdonado. Todos lo hemos hecho.
Se queda callado. Quizá reflexione un segundo sobre cómo debe hablar del perdón de Rebecka. Pero es un capítulo engorroso. Ha abortado a pesar de las súplicas desinteresadas de Thomas Söderberg, y no muestra ninguna señal de arrepentimiento. ¿Puede haber perdón sin arrepentimiento?
Rebecka intenta forzarse a sí misma a alzar la mirada y cruzarse con la de Frans Zachrisson. Pero es incapaz. Son demasiados. La intimidan.
– Hemos intentado convencer a Thomas de que retire su dimisión, pero no lo ha hecho. Es difícil que siga aquí, porque se le recordaría constantemente el error que ha cometido…
Se vuelve a quedar callado y el pastor Gunnar Isaksson aprovecha la oportunidad para decir unas palabras. Rebecka echa un vistazo hacia él. Gunnar está reclinado en el sofá de piel. Su mirada es, sí, casi ansiosa. Parece como si en cualquier momento fuera a alargar su rechoncha manita para agarrarla y comérsela entera sin dejar rastro. Rebecka ve que a Gunnar le gusta que Thomas Söderberg esté en un aprieto. Thomas es demasiado intelectual para su gusto. Sabe griego antiguo y siempre está hablando de lo que pone el texto original. Ha hecho la carrera de Teología. Gunnar sólo ha hecho la primaria. Estos últimos días debe de haber disfrutado como nunca sentado con los otros hermanos para discutir la «debilidad» de Thomas Söderberg.
Gunnar Isaksson señala que él también ha sido expuesto a tentaciones, pero que es entonces cuando la relación con Dios se pone a prueba. Cuenta que, cuando los hermanos del Consejo de Ancianos le preguntaron si todavía confiaba en Thomas Söderberg, les pidió un día de reflexión antes de darles el «sí». Quería que su decisión estuviera bien afianzada en Dios. Esperaba que Rebecka comprendiera que lo estaba.
– Creemos que Dios tiene grandes planes para Kiruna -interrumpe Alf Hedman, otro hermano del Consejo de Ancianos-, y creemos que Thomas tiene un papel destacado en ese proyecto.
Rebecka entiende perfectamente por qué le han pedido que vaya. Thomas no se puede quedar en la congregación si ella sigue participando, porque entonces su pecado le será recordado constantemente. Y todos quieren que Thomas siga allí. Ella les complace de inmediato.
– No hace falta que se vaya de aquí -dice-. De todos modos, yo iba a pedir mi cese en la congregación porque me voy a estudiar a Uppsala.
La felicitan por la decisión. Además, en Uppsala hay una congregación muy buena de la que puede formar parte.
Ahora quieren rezar por ella. Rebecka y Thomas se sientan en dos sillas que están juntas y los demás se colocan en círculo a su alrededor, cogiéndolos de las manos. De inmediato las palabras se deslizan por la ventana en dirección al cielo.
Sus manos son como insectos que le recorren el cuerpo. Por todas partes. No, como planchas incandescentes que la queman atravesándole la ropa y la piel. Por ahí supura su alma. Está mareada. Quiere vomitar. Pero no puede. Está atrapada entre todos esos hombres que tienen las manos apoyadas en su cuerpo. Sólo hace una cosa. Deja de cerrar los ojos. Hay que mantenerlos cerrados cuando rezan por ti. Hay que abrirse. Hacia dentro y hacia arriba. Pero ella se queda con los ojos abiertos. Se aferra a la realidad fijando la mirada en su regazo, en una mancha prácticamente imperceptible de la falda.
– Te quedas para el café, me imagino -dice Gunnar Isaksson una vez que han terminado.
Y lo hace, obediente. Los pastores y el Consejo de Ancianos comen con placer los bollos caseros que ha preparado Karin. Excepto Thomas, que desaparece en cuanto acaban de rezar. Los demás hablan del tiempo y de los encuentros previstos para Semana Santa.
Nadie habla con Rebecka. Es como si no estuviera allí. Se está comiendo una magdalena de coco. Está seca y no se le deshace en la boca, por lo que tiene que ir sorbiendo té para poder tragarla. Cuando se la ha terminado, deja la taza en la mesa, murmura algo parecido a un adiós y se escabulle por la puerta de entrada. Como un ladrón.
Anna-Maria Mella dio los últimos pasos por la nieve hasta su casa. La rampa del aparcamiento había quedado cubierta otra vez y el coche estaba atrapado entre los postes de la valla.
Apartó la nieve de la puerta de una patada y entró con un grito:
– ¡Robert!
No obtuvo respuesta. Desde la habitación de Marcus se oía la música a todo volumen. No valía la pena pedirle que saliera a ayudarla. Sólo conseguiría enzarzarse en una discusión de media hora. Le resultaría más fácil hacerlo ella misma con la pala, pero no le quedaban fuerzas. Se había metido nieve en el marco de la puerta y tuvo que cerrarla con un golpe para que no se volviera a abrir. Robert habría ido a algún sitio con Jenny y Petter. Puede que a casa de su madre.
Marcus había llevado amigos a casa. Probablemente serían los del equipo de hockey. Su bolsa de entrenamiento estaba en el recibidor, flotando en un charquito de nieve derretida que había entrado pegada a los zapatos, y había otras dos bolsas que no reconocía. Pasó por encima de los palos y metió las mojadas bolsas en el baño. Sacó la ropa de Marcus, pasó la fregona por el recibidor y colocó los zapatos y los palos al lado de la puerta.
De camino al lavadero, con la ropa de deporte húmeda bajo el brazo, pasó por la cocina. En la mesa había un cartón de leche y un bote de chocolate instantáneo. ¿De esta mañana? ¿O de Marcus y sus amigos? Agitó con cuidado el cartón de leche y olfateó la ranura abierta. Estaba bien. Lo guardó en la nevera. Le echó una mirada cansada a la encimera, rebosante de platos por fregar, y se dirigió al sótano. Detrás de la puerta todavía había dos cajas llenas de motivos navideños. Robert debería haberlas llevado al trastero.
Bajó al sótano. Fue empujando con los pies la ropa sucia que la familia había ido dejando por la escalera y al final la recogió con un suspiro. Hacía mil años que no tenía fuerzas para ponerse a planchar y a doblar ropa. La montaña de ropa limpia, alta como el pico Tolpagorni, estaba al lado del banco de trabajo, y la ropa sucia, amontonada en el suelo, delante de la lavadora. Las pelusas de polvo en las esquinas eran cada día más grandes y alrededor del desagüe había una espuma oscura y mugrienta.
«Cuando me den la baja -pensó-. Entonces tendré tiempo.»
Metió un montón de calcetines de deporte, ropa interior, algunas sábanas y toallas en la máquina. La puso a sesenta grados y giró la rueda hasta el programa B. La lavadora se puso en marcha con un rugido. Anna-Maria se quedó esperando el habitual clic, como si se tratara de un breve código morse, que se producía cuando el programa daba comienzo, acompañado del sonido del agua llenando el tambor. Pero no pasaba nada. El aparato seguía con su rugido monótono.