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Rebecka lo miró.

– No te vayas -le dijo-. Cuéntame algo de la abuela.

Sivving se acercó al armario, sacó otra manta de lana y se la puso por encima a Rebecka. Después le quitó el teléfono y lo dejó sobre la mesilla de noche.

– La gente de por aquí nunca pensó que Albert, tu abuelo, llegara a casarse. Cuando iba a casa de alguien siempre se quedaba callado en un rincón y con el gorro en la mano. Fue el único de todos los hermanos que se quedó en la granja con su padre. Y su padre, tu bisabuelo Emil, era un tipo duro de roer. Los chavales le teníamos un miedo tremendo. Joder. Una vez que nos pilló jugando al póquer en la cantera de arena, creí que me iba a arrancar la oreja de cuajo. Era un laestadiano devoto. Bueno, a lo que iba. Albert se fue a un entierro en Junosuando y cuando volvió le había pasado algo. Seguía callado, como antes, pero era como si estuviera sonriendo para sí mismo, aunque sin hacer el menor gesto con la boca. No sé si me explico. Había conocido a tu abuela. Y aquel verano se fue varias veces a visitar a la familia en Kuoksu. Emil se puso hecho una furia cuando Albert desapareció en plena temporada de siega. Al final ella vino de visita. Y ya sabes cómo era Theresia. Cuando se trataba de trabajo no había quien le hiciera sombra. En cualquier caso, no sé cómo fue la cosa, pero de pronto ella y Emil se pusieron a segar cada uno medio campo donde pastaban las ovejas, ya sabes, el prado entre el campo de patatas y el río. Fue como una especie de competición. Lo recuerdo como si fuera ayer. Era a finales del verano, los mosquitos ya habían llegado y era justo antes de la cena, así que picaban de lo lindo. Los chavales fuimos a mirar. Isak, el hermano de Emil, también estaba con nosotros. No llegaste a conocerlo. Una pena. Emil y Theresia iban segando en silencio cada uno con su guadaña. Nosotros también estábamos callados. Lo único que se oía eran los insectos y el piar de las golondrinas al atardecer.

– ¿Ganó ella? -preguntó Rebecka.

– No, pero en cierto modo Emil tampoco ganó. Fue el primero en terminar, pero no le llevaba mucha ventaja a tu abuela. Isak se rascó la barba y dijo: «Bueno, Emil, creo que tendremos que soltar al carnero en tu mitad.» Emil había pasado la guadaña como una fiera, pero no le había quedado muy igualado, que digamos. En cambio, la mitad de tu abuela…, parecía como si lo hubiera segado de rodillas y con cortaúñas. Bueno, ahora ya sabes cómo se ganó tu abuela el respeto por parte de tu bisabuelo.

– Cuéntame más -dijo Rebecka.

– En otro momento -contestó Sivving sonriendo-. Ahora duerme un poco.

Al salir, cerró la puerta.

«¿Cómo voy a poder dormir?», pensó Rebecka.

Tenía la sensación de que Anna-Maria Mella le había mentido. O quizá no mentido, pero sí ocultado algo. Y ¿por qué Sanna se mostraba tan reacia a que interrogaran a las niñas? ¿Era porque ella tampoco confiaba en Von Post? ¿O era porque había un psicólogo infantil de por medio? ¿Por qué alguien le había escrito a Viktor una postal diciendo que no habían hecho nada malo a los ojos de Dios? ¿Por qué la misma persona había amenazado a Rebecka? ¿O quizá no fuera una amenaza sino un aviso? Intentó recordar qué ponía exactamente en la nota.

«Cielo santo, cómo voy a poder dormir así», pensó con la mirada fija en el techo.

Pero acto seguido estaba sumida en un profundo sueño.

Se despertó con una idea que le vino a la mente, abrió los ojos en la oscuridad de la habitación y se quedó totalmente quieta para no ahuyentarla.

Era algo que le había dicho Anna-Maria Mella. «Sólo tenemos indicios.»

– Si sólo hay indicios, ¿qué hace falta? -susurró mirando el techo.

Motivos. Y ¿qué motivos se podían descubrir interrogando a las hijas de Sanna?

Cayó en la cuenta igual que una moneda cae en el pozo de los deseos y atraviesa el agua hasta posarse en el fondo. Las ondas en la superficie cesaron y la imagen quedó claramente definida.

Viktor y las niñas. Rebecka intentó quitarse la idea de la cabeza. Imposible. Y aun así era terriblemente posible.

Empezó a recordar cosas de cuando había llegado a Kurravaara. Lova embadurnándose a sí misma y a la perra con detergente. ¿No había dicho Sanna que siempre hacía lo mismo? ¿No parecía la típica actitud que adoptan los niños que…?

No se atrevía a terminar la frase.

Se puso a pensar en Sanna. Su ropa provocadora. Y su padre, influyente y peligroso.

«¿Cómo no he podido verlo? -pensó- La familia. El secreto de familia. No puede ser, pero tiene que ser eso.»

Pero, aun así, Sanna no asesinó a Viktor. Sanna no habría podido hacerlo aunque quisiera.

Le vino a la memoria aquella vez que Sanna compró una tostadora que no funcionaba.

«No se atrevió a devolverla -pensó-. Si no hubiese ido yo, se la habría quedado sin rechistar.»

Se sentó en la cama y se quedó un rato pensando. Si Sanna no quería que interrogaran a las niñas, probablemente sus padres ya estarían de camino para llevárselas. Sin duda, ya habrían intentado abrir la puerta en casa de la abuela. Y seguro que volverían en cualquier momento.

Cogió el móvil y llamó a Anna-Maria Mella a su número del trabajo. Respondió de inmediato. Parecía cansada.

– No te lo puedo explicar -dijo Rebecka-. Pero si de verdad quieres interrogar a las niñas puedo llevártelas mañana mismo. Más tarde lo tendréis difícil.

– Bien -fue lo único que le dijo-. Yo me ocupo.

Quedaron para el día siguiente y Rebecka prometió ir con las niñas.

«Una cosa menos -pensó Rebecka levantándose de la cama-. Lo siento, Sanna, pero no escucharé el buzón de voz hasta mañana por la tarde, así que aún no sé que quieres que tus padres se queden con las niñas.»

Tenía que evitar que la localizaran hasta el día siguiente. No podía quedarse allí con las niñas porque Sanna había estado en casa de Sivving.

En la comisaría, Anna-Maria Mella estaba sentada delante del ordenador repasando una a una las fotos de los participantes en la conferencia. El pasillo que daba al despacho estaba a oscuras. Al lado en la mesa le quedaba media pizza de atún, fría, dentro del cartón. Era sorprendente la cantidad de participantes que aparecían tanto en el registro de criminales como en el registro de sospechosos y en otros registros por el estilo. En la mayoría se trataba de delitos por drogas combinados con robos y delitos con violencia.

«Drogadictos y canallas y ahora conversos», pensó Anna-Maria.

Se había apuntado el nombre y el DNI de algunos que le había parecido que valía la pena controlar.

Justo cuando había pensado en llamar a Robert se fijó en una nota sobre un asesinato. El veredicto era del tribunal de Gävle doce años atrás. Sentencia: «internamiento con atención psiquiátrica». Ni una nota más desde entonces.

«Vaya -pensó-. ¿Está aquí de permiso o le han dado el alta? Tengo que echarle un vistazo a éste.»

Descolgó el teléfono y llamó a casa. Marcus contestó. Pareció decepcionado cuando oyó que era su madre y no otra persona.

– Dile a papá que llegaré tarde -le encargó su madre.

Rebecka bajó a la cocina. Sivving estaba poniendo la mesa para la cena. Sacó los mismos vasos de duralex, los cubiertos con mango de baquelita negra y los platos de porcelana con flores amarillas que recordaba de cuando era pequeña. Había pasado muchos ratos sentada en esa cocina hablando con Maj-Lis y Sivving.

– Hay albóndigas.

– Estoy a punto de desmayarme del hambre que tengo -dijo Rebecka-. Huele muy bien.

– Dos tercios de carne de alce y un tercio de cerdo.

– ¿Dónde están las niñas?

Sivving hizo un gesto hacia el salón.

– Oye -dijo Rebecka-, ¿podría coger tu moto y el remolque? Quiero ir a Jiekajärvi hoy mismo con las niñas.

Sivving dejó la cazuela de hierro sobre la mesa. Como salvamanteles puso un trapo de cocina doblado que tenía las iniciales de Maj-Lis bordadas en rojo, a punto de cruz.