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– ¿Ha pasado algo? -preguntó Sivving.

Rebecka asintió con la cabeza.

– No es nada grave -dijo-, pero no podemos quedarnos aquí. Si vienen los padres de Sanna preguntando por nosotros, tú no sabes dónde estamos.

– Vale -dijo Sivving-. Tengo monos de invierno para ti y las niñas. Y os llevaréis también comida y leña seca. Bella y yo subiremos mañana por la mañana. Pero no dejaré que os vayáis con el estómago vacío.

Rebecka entró en el salón. Lova y Sara habían esparcido hojas de periódico por toda la mesa abatible y estaban de lo más concentradas pintando piedras. En medio de la mesa había una piedra con un dibujo ya pintado que utilizaban como referencia. Era de un tamaño un poco más grande que un puño y representaba un gato acurrucado con unos ojos grandes de color turquesa.

– Mis nietos hacían eso en verano -dijo Sivving desde la cocina-. Y, bueno, pensé que les podría gustar también a Lova y Sara.

En la cocina Bella ladró nerviosa.

– Calla ya -la regañó Sivving-. No sé qué le pasa -le dijo a Rebecka-. Hace media hora que se ha puesto a ladrar así. Será un zorro o algo. ¿Te ha despertado?

Rebecka negó con la cabeza.

– ¡Mira, Rebecka, estoy pintando a Chapi! -gritó Lova.

– Mmm, qué bonito -respondió Rebecka, ausente-. Después tendréis que recoger las piedras y las pinturas; esta tarde nos vamos con la moto de nieve a dormir a la cabaña de mi abuela.

A las seis y cuarto de la tarde, Rebecka conducía por el camino de Sivving hacia el río. Se había puesto un pasamontañas y un gorro de piel, pero aun así tenía que parpadear con fuerza por la nieve que le saltaba a la cara. Los copos de nieve que estaban cayendo reflejaban la luz de los faros de la moto y le impedían ver más allá de un metro. Sara y Lova estaban metidas dentro del remolque, tapadas con mantas de viaje y pieles de reno junto con el equipaje. Apenas se les podía ver la punta de la nariz.

Al pasar por el jardín de la abuela detuvo la moto delante de la casa. En realidad debería subir a coger los pijamas de las niñas, pero sólo faltaría que los padres de Sanna aparecieran justo en ese momento. No, lo mejor sería no entretenerse. Si podía mantener a las niñas alejadas hasta el día siguiente, sería suficiente para que el psicólogo pudiera hablar con ellas. Después ya se ocuparían los de servicios sociales o quien fuera. Entonces ya habría hecho por ellas todo lo que estaba en sus manos.

Aceleró y empezó a bajar hacia el río. La oscuridad se iba cerrando a su espalda como un telón. Y el viento borraba de inmediato las huellas de la moto.

En la cocina de la abuela está Curt Bäckström como una sombra aguardando. Está junto a la ventana, apoyado en la pared, observando los faros de la moto mientras desaparecen de camino al río. En la mano derecha tiene un cuchillo. Desliza con cuidado el dedo índice por el filo para sentir una vez más lo afilado que está. En uno de los bolsillos de su mono de invierno tiene tres sacos negros de plástico. En el otro tiene las llaves que le cogió a Rebecka de su abrigo. Lleva mucho rato esperando en la oscuridad. Ahora deja caer los párpados un momento. Le resulta agradable. Tiene los ojos secos y el calor le quema. Los zorros tienen madrigueras y los pájaros tienen nidos, pero el Hijo de Dios no tiene dónde descansar la cabeza.

Anna-Maria Mella iba por la autovía de Österleden hacia Lombolo. Eran las diez y cuarto de la noche. Conducía demasiado deprisa. Sven-Erik se asía de forma refleja a la parte superior de la guantera cuando el coche patinaba sobre las partes nevadas de la calzada. La mano metida en el grueso guante no tenía dónde agarrarse.

A la derecha, a través del telón de nieve, aparecían los débiles puntos de luz del supermercado OBS. Stop antes de la rotonda, chirrido de ruedas al pisar el acelerador. A la izquierda se alzaba el Museo del Espacio, como una nave extraterrestre plateada que hubiera encallado. El cartel en rojo brillante. La zona de casas unifamiliares, las avenidas Sten, Klipp, Block, con sus senderos bien limpios de nieve y llenos de comida para los pajaritos.

– Se llama Curt Bäckström -dijo Anna-Maria-. Fue juzgado por asesinato hace doce años y lo ingresaron en el psiquiátrico, como se llamaba entonces. No hay más datos.

– De acuerdo. ¿A quién asesinó?

– Se cargó a su padrastro. De varias cuchilladas. Su madre lo vio y testificó en su contra. En el interrogatorio dijo que le tenía miedo al chico.

– ¿El chico?

– Entonces sólo tenía diecinueve años. Y, bueno, no es que fuera uno de los invitados a la conferencia. Vive allá abajo, en Lompis. Tallplan, 5B. Una de las compañeras de Gävle conocía a alguien de la oficina de los juzgados. Fue allí después de salir del trabajo y me envió un fax con las sentencias. A veces es fácil que la gente te ayude.

Giró para entrar en el garaje. Largas filas de aparcamiento. Una casa de viviendas de dos plantas, de madera, construida a finales de los sesenta. Salieron del coche y echaron a andar. No se veía a nadie, a pesar de que era viernes por la noche.

– La justicia lo dejó salir hace dos años -continuó Anna-Maria-. Tenía que recibir atención médica, así que mantenía contacto con Gävle. Con regularidad le inyectaban un antidepresivo, Depot, y se portaba bien en el trabajo. Sin embargo, según el padrón se vino a vivir a Kiruna en enero del año pasado. El médico de guardia del psiquiátrico de Gällivare explica que en Kiruna no ha solicitado tratamiento.

– Así que…

– Así que no sé, pero probablemente hace un año que no recibe la medicación que necesita. ¿Y eso es raro? Quiero decir, tú mismo has visto las cintas de la comunidad. «¡Tira las pastillas! ¡Dios es tu médico!»

Se quedaron de pie un momento delante de la puerta de la escalera. Las dos viviendas estaban a oscuras. Sven-Erik asió la manilla de la puerta. Anna-Maria bajó la voz.

– Le pregunté al médico de guardia qué le pasaría a una persona que debe inyectarse Depot y no lo hace.

– Y…

– Pues ya sabes lo que pasa… No pueden pronunciarse en casos específicos…, varía de individuo a individuo… Pero al final dejó caer que quizá, eventualmente, probablemente, era posible que pudiera empeorar. Bueno, incluso ponerse mal de verdad. ¿Sabes lo que dijo cuando le expliqué que había una iglesia donde opinaban que se debían tirar los medicamentos?

Sven-Erik negó con la cabeza.

– Dijo: «La gente débil acostumbra a sentirse atraída por la Iglesia. Y la gente que quiere tener poder sobre la gente débil, también.»

Se quedaron callados unos segundos. Anna-Maria vio que el viento llenaba con nieve las huellas que habían dejado en la escalera de la entrada.

– Vamos a entrar -dijo.

Sven-Erik abrió la puerta y entraron en el oscuro zaguán. Anna-Maria le dio al interruptor de la luz. A la derecha, en un pequeño tablón se indicaba que Bäckström vivía en el primer piso. Subieron andando. Muchas veces los dos habían estado en edificios en los que los vecinos habían llamado por cuestión de peleas. En aquellas puertas olía como era habitual. A meados debajo de la escalera, detergente y hormigón.

Llamaron pero no abrió nadie. Escucharon a través de la puerta; todo lo que se oía era la música del piso de enfrente. Habían visto desde fuera que las ventanas estaban a oscuras. Anna-Maria abrió la rendija del buzón insertada en la puerta para intentar ver algo. El piso estaba a oscuras.

– Tendremos que volver.

ATARDECIÓ

Y AMANECIÓ: DÍA SEXTO

Las cuatro y veinte de la madrugada. Rebecka está sentada junto a la pequeña mesa de la cocina en la cabaña de Jiekajärvi. Mira sus ojos reflejados en el cristal de la ventana. Justo allí fuera alguien podría estar mirándola sin que ella lo pudiera ver. De pronto aquella persona podría poner su cara contra el cristal y la imagen de su rostro mezclarse con la suya.