Выбрать главу

«Vale ya -se dice a sí misma-. No hay nadie ahí fuera. ¿Quién iba a salir a la calle con esta oscuridad y esta tormenta?»

El fuego chisporrotea y en el tubo de la chimenea el aire emite un tono largo y desolado, acompañado por el viento, que va en aumento afuera y el sonido sordo de la lámpara de gasóleo. Se levanta y añade dos troncos. Cuando hay tormenta hay que mantener el fuego con vida. Si no, la cabaña estará helada mañana por la mañana.

El implacable viento busca paso entre las grietas de las paredes y el marco de la vieja puerta de color ocre. Hubo un tiempo, antes de que Rebecka naciera, que aquella puerta estaba en la pocilga. Se lo había explicado su abuela. Y antes había estado en otra parte. Era una puerta demasiado bonita y estaba demasiado bien hecha para la pocilga. Probablemente primero estuvo en una vivienda que habría sido derribada. Y fue entonces cuando la puerta se aprovechó.

En el suelo están las alfombras de trapo de la abuela, en varias capas. Aíslan y no dejan pasar el frío. La nieve que se ha amontonado contra las paredes también aísla. Y la pared que da al norte está más resguardada por un montón de leña cubierto por un toldo para protegerlo de la nieve.

Al lado de la chimenea está el cubo esmaltado para el agua con un cazo de acero inoxidable y un gran cesto para la leña. Justo al lado están las piedras en las que Sara y Lova han pintado un gato, encima de unos números antiguos de las revistas Allers y Land, para no manchar. Aunque naturalmente el de la piedra de Lova parece un perro. Está enroscado con el hocico entre las patas, mirando a Rebecka. Para mayor seguridad, Lova ha escrito «Chapi» sobre su espalda pintada de negro. Las dos niñas están durmiendo en la misma cama, con los dedos manchados de pintura y tapadas hasta las orejas con dos edredones. Antes de acostarse, las tres estuvieron desenrollando los colchones, sacando el aire frío que había en ellos. Sara duerme con la boca abierta y Lova se ha metido entre los brazos de su hermana mayor. Las dos tienen las mejillas rojas. Rebecka coge uno de los edredones y lo pone en la litera de arriba.

«No es mi trabajo protegerlas -se convence a sí misma-. A partir de mañana no hay nada más que pueda hacer por ellas.»

Anna-Maria Mella está sentada en la cama con la lámpara encendida. Robert duerme a su lado. Tiene dos almohadas en la espalda y se apoya en el cabezal. En las rodillas tiene el álbum de Kristina Strandgård con recortes de prensa y fotografías de Viktor. El niño se le mueve en el vientre. Siente uno de sus pies.

– Eh, bicho -le dice masajeando el duro bulto que forma el pie-. No le des patadas a tu madre, que está mayor.

Mira una foto de Viktor Strandgård sentado en la escalera delante de la Iglesia de Cristal, en pleno invierno. En la cabeza lleva un indescriptiblemente feo gorro verde hecho a ganchillo. El pelo largo le cuelga sobre el hombro izquierdo. Le enseña su libro a la cámara, El Cielo, ida y vuelta. Ríe. Parece sincero y relajado.

«¿Le hizo algo a las hijas de Sanna? -piensa Anna-Maria-. Es sólo un crío.»

Se empieza a angustiar por lo que va a pasar al día siguiente. El interrogatorio a las hijas de Sanna Strandgård.

«Sea como sea, tú tendrás un buen padre», piensa dirigiéndose al niño que lleva en el vientre.

De pronto se siente muy conmovida. Piensa en aquella pequeña vida. Completamente hecha y capaz de vivir, con diez dedos en las manos y en los pies, y una personalidad totalmente propia. ¿Por qué siempre le da por llorar y por exagerar? Ni siquiera puede ver una película de Disney sin que se ponga a llorar con desconsuelo justo en el momento más triste, antes de que al final todo se arregle. ¿De verdad que hace catorce años estaba embarazada de Marcus? ¿Y de Jenny y Petter? También son ya muy mayores. La vida pasa tan tremendamente deprisa. De pronto se ve invadida por una profunda gratitud.

«Realmente no tengo de qué quejarme -piensa dirigiéndose a algo allá fuera, en el universo-. Una familia maravillosa y una buena vida. Tengo más de lo que tengo derecho a pedir.»

– Gracias -dice Anna-Maria sin dirigirse a nadie.

Robert cambia de postura, se pone de lado y se envuelve completamente con el edredón.

– De nada -responde Robert en sueños.

SÁBADO, 22 DE FEBRERO

Rebecka se sirve café de un termo y se sienta junto a la mesa de la cocina.

«¿Y si Viktor abusó de las niñas de Sanna? -pensó-. ¿Puede ser que Sanna estuviera fuera de sí, que llegara a matarlo? Quizá lo fue a buscar para pedirle explicaciones y…

»¿Y qué? -se interrumpe-. ¿Que se indignó y por arte de magia sacó un cuchillo de caza de ninguna parte y se lo clavó hasta matarlo? ¿Además de darle en la cabeza con algo bien duro que casualmente llevaba en el bolsillo?

»No. No puede ser.

»¿Y quién le escribió a Viktor aquella postal que estaba en su Biblia? "Lo que hemos hecho no está mal a los ojos de Dios."»

Coge los tarros con los colores que las niñas han utilizado y despliega un viejo periódico sobre la mesa. Dibuja a Sanna. Más bien parece una bruja de cuento con el pelo largo y rizado. Debajo escribe «Sara» y «Lova». Al lado dibuja a Viktor. Alrededor de la cabeza le dibuja una aureola que le queda un poco inclinada. Después une los nombres de las niñas y el de Viktor con una línea. También dibuja una línea entre Viktor y Sanna.

«Pero aquella relación está ahora rota», piensa tachando las líneas que unen a Viktor con Sanna y las niñas.

Se reclina en la silla y deja correr la mirada sobre el austero mobiliario. La litera de color verde, hecha a mano, la mesa de la cocina con sus cuatro sillas, todas distintas, la encimera con el barreño rojo de plástico y el taburete que está justo en el rincón, detrás de la puerta.

En otros tiempos, cuando usaban la cabaña como caseta de caza, su tío Affe solía poner la escopeta sobre aquel taburete, inclinada contra la pared. Recordaba que su abuelo fruncía el ceño porque no le gustaba que lo hiciera. El abuelo siempre ponía el arma con cuidado en su funda y la metía debajo de la cama.

Actualmente sobre el taburete está el hacha y de un gancho, encima, cuelga la sierra.

«Sanna», piensa Rebecka, y vuelve a mirar hacia el dibujo que ha hecho.

Dibuja pequeñas espirales y estrellas encima de la cabeza de Sanna.

«Sanna-chito-cabeza de chorlito. Que no puede hacer nada sola. Un montón de idiotas le han hecho las cosas a lo largo de toda su vida. Ella misma es una maldita idiota. Ni siquiera tuvo que pedirme que viniera. Yo misma vine como un jodido cachorrito.»

Le quita los brazos y las manos a Sanna pintando encima con color negro. Así ahora está impedida. Después se dibuja a sí misma y escribe encima: idiota.

El dibujo la hace comprender. El pincel repasa temblorosamente las figuras que ha pintado sobre el periódico. Sanna no puede hacer nada sola. Ahí está, sin brazos y sin manos. Cuando Sanna necesita algo, alguien aparece como un idiota y se lo soluciona. Rebecka Martinsson es un ejemplo de ese tipo de idiotas.

Si Viktor abusa de las hijas de Sanna…

… y si se pone tan furiosa que quiere matarlo. ¿Qué pasa entonces?

Entonces aparece algún idiota y mata a Viktor por ella.

¿Puede ser así? Debe ser así.

La Biblia. El asesino puso la Biblia de Viktor en el cajón del sofá de la cocina de Sanna.

Naturalmente. No para que acusaran a Sanna. Era un regalo para ella. El mensaje, la postal con el estilo caligráfico enmarañado, estaba dirigido a Sanna, no a Viktor. «Lo que hemos hecho no está mal a los ojos de Dios.» Matar a Viktor no era pecado a los ojos de Dios.

– ¿Quién? -dice Rebecka para sí misma dibujando un corazón vacío al lado de la figura de Sanna. Dentro del corazón dibuja un interrogante.

Escucha atentamente. Intenta escuchar un sonido a través de la tormenta. Un sonido que no forma parte de aquello. Y de golpe lo oye, el ruido de una moto de nieve.