Выбрать главу

Curt. Curt Bäckström estaba sentado en su moto debajo de la ventana mirando a Sanna.

Rebecka se levanta y mira a su alrededor.

«El hacha -piensa presa del pánico-. Voy a coger el hacha.»

Pero ya no oye el ruido de ningún motor.

«Serán imaginaciones. Tranquila -se anima a sí misma-. Siéntate. Estás agobiada, tienes miedo y has oído mal. Ahí fuera no hay nadie.»

Se sienta pero no puede apartar la mirada de la manilla de la puerta. Debería levantarse y cerrar con llave.

«No empieces otra vez -piensa como haciendo un conjuro-. Ahí fuera no hay nadie.»

De pronto se mueve la manilla de la puerta. Se abre. El rugir de la tormenta entra junto a un torrente de aire frío. Un hombre vestido con un mono de invierno entra rápidamente. Cierra la puerta tras de sí. Primero ella no puede ver quién es. Después se quita la capucha y el pasamontañas.

No es Curt Bäckström. Es Vesa Larsson.

Anna-Maria Mella está soñando. Sale de un coche de policía y corre con sus compañeros por la carretera E 10, entre Kiruna y Gällivare. Van hacia los restos de un coche accidentado que está volcado diez metros hacia abajo. Le cuesta correr. Los compañeros ya están al lado del coche aplastado y la llaman a gritos.

– ¡Date prisa! Tú tienes la sierra. ¡Tenemos que sacarlos!

Continúa corriendo con la motosierra en la mano. En alguna parte oye a una mujer gritando de tal forma que te rompe el corazón.

Por fin ha llegado. Pone en marcha la motosierra. Chirría a través de la plancha del coche. Fija la vista en una sillita para niños que está colgada boca abajo pero no puede ver si hay algún crío sentado. La motosierra sigue emitiendo su ruido metálico, y de pronto algo suena penetrante y escandalosamente. Como un teléfono.

Robert empuja a Anna-Maria hacia un lado y vuelve a dormirse en cuanto ella levanta el auricular. Al otro lado de la línea se oye la voz de Sven-Erik.

– Soy yo -le dice-. Oye, que luego volví a casa de Curt Bäckström pero no ha aparecido por allí en toda la noche, por lo menos nadie ha abierto.

– Mmm -murmura Anna-Maria.

La molestia de la pesadilla sigue ahí. Mira el reloj de la radio, que está al lado de la cama. Las cinco menos veinticinco. Se inclina hacia atrás en la cama y se sienta apoyando la espalda contra el cabezal.

– ¿No habrás ido allí solo? -pregunta.

– No discutamos ahora, Mella. Escúchame. Como parecía que no estaba en casa o que no abría, qué sé yo, fui a la Iglesia de Cristal para comprobar si habían preparado algún montaje de los suyos durante la noche, pero no había nadie. Entonces llamé a los pastores, Thomas Söderberg, Vesa Larsson y Gunnar Isaksson, en ese orden. Pensé que quizá sabían qué hacían sus ovejas y dónde solía descansar Curt Bäckström si no era en su casa.

– ¿Y?

– Thomas Söderberg y Vesa Larsson no estaban en casa. Sus esposas me dijeron que seguramente estarían todavía en la iglesia por la conferencia, pero te aseguro, Anna-Maria, que en la iglesia no había nadie. Bueno, claro que podrían haber estado allí escondidos en la oscuridad, callados como zorras, pero no lo creo. El pastor Gunnar Isaksson estaba en casa, contestó a la décima llamada y estaba más dormido que despierto.

Anna-Maria se quedó pensando un momento. Se sentía aturdida y un poco indispuesta.

– Me pregunto si será suficiente para hacer un registro de la vivienda -replicó-. Nos iría bien entrar en el piso de Curt Bäckström. Llama a Von Post y pregúntale.

Sven-Erik suspiró al otro lado de la línea.

– Él está convencido de que ha sido Sanna Strandgård -respondió-. Y nosotros no tenemos nada que aportar, pero de todas formas… Tengo un mal presentimiento respecto a ese chico y voy a entrar.

– ¿En su casa? Venga ya.

– Voy a llamar a Benny, el cerrajero de Lås & Larm. Ése no hace preguntas si le digo que envíe la factura a la policía.

– Qué poca vergüenza tienes.

Anna-Maria puso los pies en el suelo.

– Espérame -añadió-. Robert tendrá que quitar la nieve para que pueda salir.

– Tranquila, Rebecka -dice Vesa Larsson-. Sólo queremos hablar. No hagas ninguna tontería.

Sin quitarle la vista de encima, palpa con la mano a su espalda para coger la manilla y bajarla.

«¿Queremos? -se pregunta-. ¿Quiénes?»

De pronto se da cuenta de que no ha venido solo. Ha entrado primero para asegurarse de que la situación estaba bajo control.

Vesa Larsson abre la puerta y dos hombres más entran en la cabaña. Cierran la puerta tras ellos. Van vestidos de oscuro. No se les ve ninguna parte del cuerpo. Llevan pasamontañas y gafas de sol.

Rebecka intenta levantarse de la silla pero le fallan las piernas. Es como si el cuerpo no le respondiera. Sus pulmones son incapaces de aspirar aire. La sangre que le corre por las venas desde que nació se ha detenido. Como un río después de la construcción de una presa. En el estómago siente un enorme nudo.

«No, no, joder.»

Uno de los dos últimos en entrar se quita el gorro y deja a la vista unos rizos oscuros y brillantes. Es Curt Bäckström. Su mono de invierno es de color negro. Lleva puestas unas buenas botas para ir en moto, con duras protecciones. Sobre el hombro carga una escopeta, de dos cañones. Tiene dilatadas la nariz y las pupilas como un caballo preparado para la guerra. Lo mira fijamente a los ojos, que le brillan. Los tiene enfebrecidos.

«Con este tipo tienes que ir con mucho cuidado», piensa.

Mira a las niñas por el rabillo del ojo. Duermen profundamente.

Sabe quién es el otro antes de que se quite el pasamontañas y las gafas de sol. ¿Qué importa lo que lleve puesto? Lo reconocería en cualquier parte. Thomas Söderberg. Sus movimientos. La forma de dominar el lugar donde se encuentra.

Es como si lo hubieran ensayado. Curt Bäckström y Vesa Larsson hacen guardia cada uno a un lado de la puerta de la pocilga.

Vesa Larsson la mira de pasada. Pero quizá no tan de pasada. Es la misma mirada que los padres de niños pequeños tienen en la tienda de comestibles. Con los músculos de la cara rendidos. Como si ya no pudieran ocultar el cansancio. La mirada muerta. Llevan el carro de la compra entre los estantes como si fueran asnos apaleados, sordos al llanto de los críos y a las conversaciones de alrededor.

Thomas Söderberg da un paso hacia adelante. Primero no la mira. Con movimientos tensos y alertas se baja la cremallera del mono de invierno y se quita las gafas. Son nuevas, al menos desde la última vez que lo vio, pero de eso hace ya mucho tiempo. Observa a su alrededor, en la habitación, donde están como un comando militar en una película de ciencia ficción. Lo registra todo, las niñas, el hacha del rincón y a ella, junto a la mesa de la cocina. Después se relaja. Baja los hombros. Sus movimientos se vuelven más suaves, como un león paseando por la sabana. Y se gira hacia Rebecka.

– ¿Recuerdas aquella Semana Santa que me invitaste a venir aquí con Maja? -pregunta-. Es como si fuera otra vida. Por un momento creí que no lo encontraría en esta oscuridad y con la tormenta que hay.

Rebecka lo observa. Él se quita el gorro y los guantes, y los mete dentro de los bolsillos del mono. No tiene el pelo más ralo. Algunas hebras blancas entre el resto, de color castaño. Por lo demás está igual que siempre. Como si el tiempo se hubiera detenido. Quizá haya aumentado un poco de peso, pero es difícil verlo.

Vesa Larsson se apoya en el marco de la puerta. Respira con la boca abierta y mantiene la cara un poco levantada, como si estuviera mareado por el viaje. Va pasando la mirada de Curt a Thomas y después la mira a ella, pero no mira a las niñas.

«¿Por qué no las mira?»

Curt se balancea hacia adelante y hacia atrás. Clava la mirada a veces en Rebecka y a veces en Thomas.

¿Qué va a pasar? ¿Cogerá Curt la escopeta que le cuelga del hombro y la matará? Uno, dos, tres y ya está. Todo oscuro. Tiene que ganar tiempo. «Habla, mujer. Piensa en Sara y en Lova.»