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Rebecka apoya las manos en el extremo de la mesa y se levanta de la silla.

– ¡Siéntate! -le ordena Thomas, y ella se sienta de golpe como un perro apaleado.

Sara gime pero no se despierta. Se da la vuelta en la cama y su respiración vuelve a ser profunda y tranquila.

– ¿Fuiste tú? -ruge Rebecka-. ¿Por qué?

– Fue el mismo Dios, Rebecka -responde Thomas, serio.

Ella reconoce el tono serio y la postura. Es así el aspecto y la forma de hablar que tiene cuando quiere demostrar a sus oyentes que lo que dice es importante. Todo su ser se transforma. Es como si fuera una roca que surgiera a la superficie. Con las raíces en el centro de la tierra. Completamente serio, fuerte, poderoso. Y a la vez, humilde ante Dios.

«¿Por qué este espectáculo? No, no es por ella. Es Curt. Lo está… manipulando.»

– ¿Y las niñas? -pregunta.

Thomas agacha la cabeza. Hay algo frágil en su tono de voz. Algo quebradizo. No parece que la voz le vaya a aguantar las palabras.

– No sé… -balbucea-… no sé cómo voy a poder perdonarte por haberme obligado a hacer esto, Rebecka.

Como a una invisible señal, Curt se quita el guante de la mano derecha y saca una cuerda de cáñamo del bolsillo de su mono.

Al volverse hacia Curt, Rebecka se traga el nudo que le bloquea la garganta.

– Sé que amas a Sanna -le dice-. ¿Cómo puedes quererla y matar a sus hijas?

Curt cierra los ojos. Continúa balanceándose hacia adelante y hacia atrás, como si no la oyera. Después mueve los labios sin decir nada y luego responde:

– Son hijas de las sombras -declara Curt-. Tienen que ser apartadas.

«Si pudiera hacerle hablar. Ganar tiempo. Tengo que pensar. Aquí puede haber tema. Thomas le deja hablar, no se atreve a hacer otra cosa.»

– ¿Hijas de las sombras? ¿Qué quieres decir?

Inclina la cabeza hacia un lado dejando descansar la mejilla contra su mano, de la misma forma que suele hacerlo Sanna, esforzándose en que la voz le salga tranquila.

Curt habla sin dirigirse a nadie, con la mirada fija en la lámpara de gasóleo. Como si estuviera solo. O como si hubiera un ser dentro de la luz que lo estuviera escuchando.

– Tengo el sol en la espalda -declara-. Delante de mí va mi sombra. Va delante pero, cuando entro yo, se tiene que doblegar. Sanna tendrá más hijos. Me dará dos hijos varones.

«Estoy a punto de vomitar», piensa Rebecka, sintiendo que le está subiendo por el cuerpo el sabor del picadillo de carne de alce mezclado con bilis.

Se levanta. Tiene la cara blanca como la nieve. Las piernas le tiemblan. Siente el cuerpo como si le pesara varias toneladas, las piernas como si fueran unos delgados palillos.

En un instante, Curt se ha puesto a su lado. Tiene la cara distorsionada por la furia. Le grita con tal fuerza que tiene que coger aire tras cada palabra.

– ¡Tenías… que… quedarte… sentada!

Con mucha fuerza le da un puñetazo en el estómago y ella se dobla hacia adelante como accionada por un muelle. Sus piernas pierden las pocas fuerzas que le quedaban. El suelo se le viene a la cara. Siente la alfombra de la abuela en la mejilla y un insoportable dolor en el estómago. Encima de ella, unas voces alarmadas.

«Tengo que cerrar los ojos un momento. Sólo un momento. Después los volveré a abrir. Lo prometo. Sara y Lova. Sara y Lova. ¿Quién está gritando? ¿Es Lova la que grita así? Sólo un momento…»

El cerrajero Benny, de Lås & Larm, abre la puerta del piso de Curt Bäckström y se va de allí. Sven-Erik Stålnacke y Anna-Maria Mella están a oscuras en el rellano de la escalera. Sólo la luz de la calle entra por la ventana que da al patio interior. Todo está en silencio. Se miran y asienten con la cabeza. Anna-Maria ha quitado el seguro a su pistola, una Sig Sauer.

Sven-Erik entra y Anna-Maria oye cómo dice débilmente «¿hola?». Ella se queda fuera, de guardia.

«Debo de estar loca», piensa.

La espalda le duele poco pero de forma continua. Se apoya en la pared y respira hondo. «Imagina que está ahí dentro, a oscuras. Igual está muerto. O escondido en algún sitio. Igual sale, me da un empujón y me tira escaleras abajo.»

Sven-Erik enciende la luz del recibidor.

Ella mira hacia adentro. Sólo hay un ambiente. Desde el recibidor se ve la sala de estar, donde también está el dormitorio. Es un piso raro. ¿De verdad vive alguien allí?

En el recibidor no hay ni un solo mueble. Ninguna cómoda con cajones y el correo del día encima. Ni alfombra. Montado en la pared hay un perchero con estante, pero allí no hay nada colgado. La sala de estar se encuentra también vacía. Casi. Directamente sobre el suelo hay algunas lámparas y de la pared cuelga un gran espejo. Las ventanas están tapadas con sábanas negras. Tampoco hay nada en los alféizares. Ni cortinas. Contra otra pared hay arrimada una cama individual de pino. El cubrecama es acolchado, sintético y de color azul claro.

Sven-Erik sale de la cocina. Niega con la cabeza de forma casi imperceptible. Sus miradas se encuentran. Llenas de preguntas y malos presentimientos. Va hacia el baño y abre la puerta. El interruptor de la luz está en el interior. Alarga el brazo. Ella oye el clic pero la lámpara no se enciende. Sven-Erik se queda de pie en el umbral de la puerta. Ella lo ve de lado. Le ve la mano sacando el llavero. Allí lleva una pequeña linterna. El fino haz de luz pasa a través de la puerta. Achica los ojos para ver mejor.

Quizá ella hace un movimiento que él ve por el rabillo del ojo, porque levanta la mano y le hace un gesto para que se pare. Él da un paso hacia adentro y mantiene un pie en el umbral. A ella le vuelve a doler la rabadilla. Se presiona los riñones con los puños.

Él sale del baño. A paso rápido. La boca abierta. Los ojos como platos y la cara desencajada.

– Llama -dice, afónico.

– ¿A quién? -pregunta.

– ¡A todos! ¡Despiértalos a todos!

Rebecka abre los ojos. ¿Cuánto tiempo ha pasado? En lo alto se cierne la cara de Thomas Söderberg. Parece un eclipse de sol. La cara descansa en la sombra y la lámpara de gasóleo está colgada, inclinada encima de su cabeza, formando una corona alrededor de sus castaños rizos.

Todavía le duele el estómago. Más que antes. Y además del dolor, por fuera, hay algo caliente y mojado. Sangre. Muerta de miedo supone que Curt no le ha pegado.

Le ha clavado el cuchillo.

– Esto no es lo que hemos planificado -dice Thomas, dominándose-. Tendremos que pensar un poco.

Gira la cabeza. Sara y Lova están tumbadas sobre la cama. Una a los pies de la otra. Tienen las manos atadas a las patas del cabezal con una cuerda de cáñamo. De la boca asoman trozos de tela blanca de algodón. Sobre el suelo, a su lado, hay una sábana rota. De ahí han sacado los trozos de tela que tienen en la boca. Rebecka puede oírles respirar enérgicamente para conseguir suficiente aire a través de la nariz.

Lova está resfriada. Pero respira.

«Tranquila, está respirando. Joder, joder.»

– La idea era -dice Thomas Söderberg, pensativo-, la idea era que le prendiéramos fuego a la cabaña. Y a ti te daríamos la llave de la moto de nieve y te irías de aquí en camisón o con una camiseta. Naturalmente, aprovecharías la ocasión. ¿Quién no lo haría? Pero con la tormenta y el frío cuando se va en moto, creo yo que como máximo te hubieras alejado cien metros. Después te hubieras caído y te hubieras quedado helada en pocos minutos. Para la investigación policial sería un accidente bastante sencillo. Se produce un fuego en la cabaña, te invade el pánico, dejas a las niñas y sales casi desnuda. Intentas irte con la moto y mueres helada a pocos metros de aquí. Una investigación poco complicada. Sin preguntas. Ahora será más difícil.

– ¿Pensáis dejar que las niñas se quemen dentro?

Thomas se muerde el labio, como si no la hubiera oído.

– Creo que te llevaremos con nosotros -dice-. Aunque tu cuerpo se quemara, igual quedan marcas de la puñalada. No puedo arriesgarme.