– Intentad recogerle el pelo para que no se os enrede con la cremallera. Poned plástico alrededor de toda la camilla e id con cuidado cuando la levantéis para que los intestinos se queden dentro del cuerpo. Anna, busca una bolsa de papel para la mano.
«Un asesinato -pensó Von Post-. Y un asesinato de cojones. No la triste historia de un alcohólico que al final mata a su mujer borracha, más o menos por error, tras una semana de embriaguez. Una muerte horripilante. Aún mejor. El horripilante asesinato de un famoso.»
Y era todo suyo. Le pertenecía. Era sólo cuestión de coger el timón, dejar que el mundo entero encendiera los focos y… a navegar hasta la fama. Después se podría ir de aquella cueva. Nunca pensó en quedarse pero, al finalizar los estudios, las notas sólo le habían alcanzado para un puesto en los juzgados de Gällivare. Luego le salió el trabajo de la fiscalía. Había pedido plaza en Estocolmo un montón de veces pero nunca se la habían concedido. Sin darse cuenta, habían pasado los años.
Dio un paso hacia un lado y dejó pasar a los chicos que llevaban la camilla con el cuerpo en la bolsa gris, perfectamente cerrada. El médico jefe, Lars Pohjanen, iba detrás, arrastrando los pies, con los hombros un poco encogidos, como si tuviera frío, y mirando hacia el suelo. El cigarrillo le colgaba todavía de la comisura de los labios. El pelo, como siempre, peinado sobre la calva brillante, le caía lacio por detrás de las orejas. Su asistente, Anna Granlund, lo seguía. Apretó los labios cuando vio a Von Post. Éste los saludó cuando salían.
– ¿Y? -preguntó con tono exigente.
Pohjanen parecía que no entendía nada.
– ¿Qué puede decir hasta el momento? -preguntó Von Post con impaciencia.
Pohjanen cogió el cigarrillo entre el pulgar y el índice, y le dio una buena calada antes de permitirle abandonar sus delgados labios.
– Bueno, aún no he hecho la autopsia -respondió despacio.
Carl von Post sintió que el pulso se le aceleraba de golpe. No iba a permitir que nadie pusiera ninguna traba.
– Pero ya debe de haber observado algo. Quiero información inmediata, completa y constante.
Chasqueó los dedos como para ilustrar la rapidez con la que la información debía llegarle.
Anna Granlund lo miró y pensó que ella les hacía lo mismo a sus perros.
Pohjanen estaba quieto, mirando al suelo. Su respiración, sonora y rápida, sólo callaba cuando se llevaba el cigarrillo a los labios y se concentraba en tragarse el humo. Carl von Post se encontró con la mirada de Anna Granlund.
«Mírame bien -pensó-. Hace un año en la fiesta de Navidad la mirada que me echaste era bien diferente. Dios santo, estoy rodeado de tullidos y de idiotizados. Pohjanen está peor ahora que antes de la operación y la convalecencia.»
– ¡Eh! -exclamó cuando le pareció que el forense había estado callado lo suficiente.
Lars Pohjanen volvió la cara y se encontró con las alzadas cejas del fiscal.
– Lo que sé por ahora -dijo con su voz rota, que no era mucho más que un susurro con sonido ampliado- es, en primer lugar, que está muerto; y, en segundo lugar, que la muerte probablemente ha sido ocasionada por una violencia externa. Es todo, así que ya nos puede dejar pasar.
El fiscal vio que la comisura de los labios de Anna Granlund se desplazaba hacia abajo en un intento de dominar una sonrisa cuando pasaban delante de él.
– ¿Y cuándo me dará el informe de la autopsia? -resopló Von Post, que le iba pisando los talones mientras el otro se dirigía hacia la salida.
– Cuando hayamos acabado -respondió Pohjanen, dejando que la puerta de la iglesia se cerrara en la cara del fiscal jefe en funciones.
Von Post levantó la mano derecha y frenó la puerta giratoria, a la vez que se vio forzado a buscar el móvil, que había empezado a vibrar, con la izquierda.
Era la chica de la centralita de la policía.
– Tengo a una tal Rebecka Martinsson en la línea y dice que sabe dónde está la hermana de Viktor Strandgård y que quiere reservar hora para un interrogatorio. Tommy Rantakyrö y Fred Olsson están buscándola, así que no sabía si pasársela a ellos o a usted.
– Has hecho bien, pásamela.
Von Post dio un vistazo a la entrada de la iglesia mientras esperaba que le pasaran la llamada. Era obvio que el arquitecto había tenido una idea muy clara en la cabeza: la alfombra roja, tejida a mano, cubría todo el camino hasta el altar y el coro; a ambos lados se alineaban sillas azules con un dibujo en forma de ola en el respaldo. Un símbolo que hacía inevitable pensar en el relato bíblico que narraba cómo el mar Rojo se abrió para Moisés. Echó a andar por aquel camino.
– Hola -dijo una mujer al teléfono.
Él contestó con su cargo y nombre, y ella respondió:
– Soy Rebecka Martinsson. Llamo en nombre de Sanna Strandgård. Tengo entendido que querían hablar con ella en relación al asesinato.
– Sí, y usted tiene información sobre dónde la podemos encontrar.
– No exactamente -continuó la amable y casi demasiado bien articulada voz-. Dado que Sanna Strandgård quiere que la acompañe durante la declaración y por el momento yo estoy en Estocolmo, pensé consultar con el que dirige la investigación preliminar si le va bien que vayamos esta noche o si es mejor mañana.
– No.
– ¿Perdone?
– No -repitió Von Post sin importarle demostrar su irritación-. No me va bien esta noche ni tampoco mañana. No sé si lo entiende, Rebecka o como se llame, pero lo cierto es que aquí estamos llevando a cabo la investigación de un asesinato, de la cual yo soy el responsable y quiero hablar con Sanna Strandgård ahora. Le aconsejaría a su amiga que no se esconda; estoy dispuesto a declararla prófuga y emitir una orden de busca y captura. Y en cuanto a usted, sepa que ayudar a un prófugo de la ley es un delito. Si le juzgan a uno por eso, puede acabar en la cárcel. Así que ahora quiero que me diga dónde se encuentra Sanna Strandgård.
Al otro lado de la línea se hizo un silencio que duró unos segundos. Después se oyó de nuevo la voz de la joven. Ahora hablaba tremendamente despacio, casi adormilada y con un claro autocontrol.
– Siento que haya habido un malentendido. No le estoy llamando para pedirle permiso para ir con Sanna Strandgård a un interrogatorio, sino para informarle de que tiene la intención de prestar declaración en la policía y que esto podrá ser esta noche como muy pronto. Sanna Strandgård y yo no somos amigas. Yo soy abogada en el bufete de Meijer & Ditzinger, si es que el nombre resulta conocido ahí arriba…
– Claro que sí, lo cierto es que yo nací…
– E iría con mucho cuidado antes de amenazar a nadie -lo interrumpió la mujer-. Intentar asustarme para que diga dónde se encuentra Sanna Strandgård raya la prevaricación y si la ponen en busca y captura sin ser sospechosa de ningún delito y porque espera a que llegue su representante jurídico para ir a declarar, le garantizo que habrá una denuncia contra usted ante el Defensor del Pueblo.
Antes de que Von Post tuviera tiempo de contestar, Rebecka Martinsson continuó con un tono que de repente se había vuelto amistoso.
– Meijer & Ditzinger no tiene ningún interés en causar problemas o pelearse. Solemos llevarnos muy bien con la fiscalía. Al menos por la experiencia que tenemos aquí en Estocolmo. Me presento como aval para garantizar que Sanna Strandgård irá a declarar según lo acordado. Digamos esta noche, a eso de las ocho, en la comisaría.
Después, colgó.
– Joder -gritó Carl von Post cuando se dio cuenta de que había pisado sangre y algo pegajoso que prefería no saber qué era.
Se restregó los zapatos en la alfombra que había camino de la puerta que daba al exterior. De aquella tía engreída se ocuparía cuando apareciera esta noche. Pero ahora era el momento de arreglarse para la conferencia de prensa. Se pasó la mano por la cara. Tenía que afeitarse. Dentro de tres días se enfrentaría a la prensa con barba incipiente para tener el aspecto del hombre cansado que lo da todo por la caza del asesino. Pero hoy había que llegar completamente afeitado y un poco despeinado. Lo adorarían. No podía ser de otra manera.