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Se interrumpe y vuelve la cabeza cuando Vesa Larsson entra con un depósito de gasolina de plástico rojo en la mano.

– Nada de gasolina -dice Thomas, irritado-. Nada de líquido inflamable ni productos químicos. Todo eso aparece en la investigación científica. Encenderemos las cortinas y la ropa de cama con cerillas.

Señala a Rebecka con la cabeza.

– La llevaremos con nosotros -continúa-. Vosotros dos, poned un toldo en el remolque de la moto de nieve.

Vesa Larsson y Curt desaparecen a través de la puerta. La tormenta ruge pero queda callada cuando cierran la puerta de nuevo. Se ha quedado sola con él. El corazón le va a galope. Tiene que darse prisa. Lo sabe. Si no, el cuerpo le fallará.

¿Puso Curt la escopeta al lado de la puerta? Sería un inconveniente poner el toldo bajo la tormenta con el arma en la espalda. Se mueve un poco hacia allí.

– No entiendo qué estás haciendo -le recrimina Rebecka-. ¿No dice Dios «No matarás»?

Thomas suspira. Está de cuclillas a su lado.

– Sin embargo, la Biblia está llena de ejemplos en los que Dios ha quitado vidas -responde-. ¿No lo entiendes, Rebecka? Se ve obligado a ir en contra de sus propias reglas. Y yo no soy así. Se lo dije y entonces me envió a Curt. Fue más que una señal. Tuve que obedecerle.

Se queda callado para quitarse el moquillo que le sale de la nariz. Se le está poniendo la cara roja por el calor de la chimenea. Ha de tener mucho calor con el mono de invierno.

– No tengo ningún derecho a permitirte destruir la obra de Dios. Los medios de comunicación hubieran armado un escándalo con el asunto económico y después todo se hubiera acabado. Lo que ha ocurrido en Kiruna es muy grande y, aun así, Dios me ha permitido comprender que sólo es el principio.

– ¿Te amenazó Viktor?

– Al final se convirtió en una amenaza para todos. Incluso para sí mismo. Pero sé que ahora está con Dios.

– Explícame qué pasó.

Thomas niega impaciente con la cabeza.

– No hay ni tiempo ni motivo, Rebecka.

– ¿Y las niñas?

– Pueden explicar cosas de su tío que… Aún necesitamos a Viktor. Su nombre no va a ser mancillado. ¿Sabes a cuántos drogodependientes ayudamos cada año? ¿Sabes cuántos niños recuperan a sus padres, que estaban desahuciados? ¿Sabes cuántos van a recuperar la fe? Trabajo. Una vida digna. Matrimonios unidos. Por las noches Dios me ha hablado de esto una y otra vez.

Se interrumpe y alarga la mano hacia ella. Le pasa los dedos por la boca y luego por el cuello.

– Te amaba tanto como amaba a mi propia hija. Y tú…

– Ya lo sé. Perdóname. -Se acerca un poco más-. ¿Y ahora? -llora-. ¿Me quieres ahora?

La cara de él se pone tensa.

– Mataste a mi hijo.

El hombre que sólo tenía hijas. Que quería tener un hijo.

– Ya lo sé. Pienso en eso cada día. Pero no era…

Vuelve la cabeza hacia un lado y tose. Se aprieta la mano contra el estómago. Después se gira hacia él de nuevo.

Ahí está. La ha visto. A treinta centímetros de su cabeza. La piedra en la que Lova había pintado a Chapi. Cuando él se ponga suficientemente cerca. Cogerla y darle. No dudar. Cogerla y darle.

– Había alguien más. No era…

Su voz desaparece en un tenue susurro. Se inclina hacia ella. Como un zorro intentando oír un ratón debajo de la nieve.

Ella, con los labios, intenta formar palabras que él no pueda oír.

Por fin se agacha hasta ella. «No dudes, cuenta hasta tres.»

– Ruega por mí… -le susurra al oído.

¡Uno…

– …no fuiste el único con el que yo…

dos…

– …no era hijo tuyo…

tres!

Se queda como helado durante un segundo pero es suficiente. El brazo de ella se alarga como si fuera una cobra y coge la piedra. Cierra los ojos y le atiza con todas sus fuerzas. Contra la sien. En su mente ve la piedra salir como un proyectil directamente contra la cabeza de él y luego hasta la pared. Pero cuando abre los ojos ve que aún tiene la piedra en la mano. Thomas está tumbado de lado, muy cerca de ella. Quizá sus manos hacen el gesto de protegerse la cabeza. Ella no lo sabe bien. Ya se ha puesto de rodillas y le vuelve a dar. Una y otra vez. Siempre contra la cabeza.

Es suficiente. Ahora hay que darse prisa.

Suelta la piedra e intenta ponerse en pie pero las piernas no la mantienen. Gatea por el suelo hacia el rincón de la puerta. Al lado del hacha está la escopeta de Curt. Sigue arrastrándose de rodillas y con la mano derecha. Con la izquierda se presiona el estómago.

Necesita tiempo. Si entran antes, se acabó todo.

Coge el arma. Se yergue, aún de rodillas. Tantea. Tiene las manos temblorosas y torpes. Afloja la palanca. Abre la escopeta. Está cargada. Cierra el arma y le quita el seguro. Se arrastra por el suelo hacia atrás, hasta llegar al centro. Las alfombras de trapo están manchadas de sangre. Manchas como monedas grandes de su propia sangre. Huellas borrosas de la mano derecha, en la que ha tenido la piedra.

Si pasean alrededor de la casa, la podrán ver a través de la ventana. No lo harán. ¿Por qué van a ir por ahí? Se siente mal. «No vomites.» ¿Cómo va a poder entonces con la escopeta?

Sigue arrastrándose hacia atrás, medio sentada, con una mano apretada contra el estómago. Dirige la otra mano hacia la mesa y la empuja con las piernas. Aprieta la escopeta contra sí. Se sienta apoyando la espalda en una pata de la mesa. Encoge un poco las piernas. Pone la escopeta sobre el muslo de manera que apunte hacia la puerta. Y espera.

– Tranquilas -les dice a Lova y a Sara sin quitar la vista de la puerta-. Cerrad los ojos y estad tranquilas.

Curt es el primero que entra por la puerta. Detrás de él viene Vesa. A Curt le da tiempo de verla con la escopeta. Advierte los dos agujeros negros apuntándole. En una fracción de segundo cambia la expresión de su cara. De la irritación por el frío, el viento y el rígido toldo, no pasa al miedo, sino a algo diferente. Primero a darse cuenta de que no va a llegar a tiempo hasta ella. Después la mirada se vuelve apática. Brillante y profunda.

Rebecka no levanta el arma lo suficiente y recibe el culatazo en una costilla cuando le perfora el vientre a Curt. Éste cae hacia atrás, en la puerta. La nieve entra velozmente a través de ella.

Vesa está como congelado. Profiere un quejido ahogado.

– ¡Adentro! -le grita Rebecka apuntándole con el arma-. Y mételo también. ¡Siéntate!

Vesa hace lo que le ha dicho y se deja caer de cuclillas delante de la puerta.

– ¡Siéntate en el suelo! -le ordena.

Se desploma sentado. Con el mono de invierno sus movimientos son torpes. No se podrá poner en pie de nuevo si no es con un gran esfuerzo. Sin que ella le diga nada, cruza las manos detrás de la nuca. Curt está tumbado entre los dos. En el silencio que surge cuando han cerrado la puerta dejando la tormenta fuera, se oye la respiración fatigosa de Curt. Como jadeos cortos.

Apoya la cabeza hacia atrás. «Estoy cansada. Muy cansada.»

– Y ahora me lo vas a explicar todo -le dice a Vesa Larsson-. Mientras hables y digas la verdad, seguirás vivo.

– Sanna Strandgård me vino a ver -dice Vesa sin apenas voz-. Estaba… deshecha en lágrimas. Sí, ya sé que es una expresión absurda, pero deberías haberla visto.

«Me la puedo imaginar perfectamente -piensa Rebecka-. El pelo suelto. A nadie le sienta tan bien llorar a moco tendido como a ella.»

– Me dijo que Viktor había abusado de sus hijas.

Rebecka mira a las niñas. Todavía están atadas a la cama con trozos de trapo dentro de la boca. Tiene miedo de desmayarse si va arrastrándose hasta allí. Y si le dice a Vesa que las libere, puede quitarle el arma de las manos de una patada. Tiene que esperar un poco.

Respiran. Enseguida se le ocurrirá qué hacer.

– ¿Qué quieres decir con «abusar»?