– No sé, fue algo que Sara había dicho por lo que ella se dio cuenta de lo que había pasado. A mí tampoco me quedó claro. Pero le prometí que hablaría con Viktor. Yo…
Se interrumpe, confundido.
«Sanna hace que la gente se quede confundida -piensa-. Los lleva al bosque y luego les roba la brújula.»
– ¿Y?
– Soy un idiota -gime-. Le pedí que no se lo dijera ni a la policía ni a nadie más. Hablé con Patrik Mattsson pero yo lo llamé luego para decirle que Sanna se había equivocado. Lo amenacé con echarlo si decía algo.
– Continúa -ordenó Rebecka, impaciente-. ¿Hablaste con Viktor?
El arma le pesa cada vez más encima de las piernas.
– No quiso escucharme. En realidad no fue ninguna conversación. Se inclinó sobre mi escritorio y me amenazó. Me dijo que tenía los días contados como pastor de la comunidad. Que no toleraba que los pastores sacaran tajada de nuestras actividades.
– ¿La sociedad limitada?
– Sí. Cuando pusimos en marcha VictoryPress yo creía que todo sería legal. Bueno, dejé de pensar en ello, eso fue lo que pasó. Nos dio la idea uno de la congregación que era autónomo. Nos dijo que todo estaba conforme. Declarábamos los gastos de la sociedad y Hacienda nos devolvía el IVA. Claro que la congregación nos daba bajo la mesa el dinero para las inversiones, pero considerábamos que todas las propiedades eran de la Fuente de Nuestra Fortaleza. Como yo lo veía, no engañábamos a nadie. Pero cuando rompí el secreto profesional y le expliqué a Thomas las sospechas de Sanna cuando Viktor me amenazó, yo comprendí que estábamos en una situación delicada. A Thomas le entró miedo. ¿Lo entiendes? En tres horas el mundo se puso a temblar. Viktor era agresivo y peligroso para los niños. Él, que siempre los había amado. Los había ayudado en la escuela dominical y esas cosas… ¡Me ponía enfermo! Y Thomas tenía miedo. Él, que parecía tener los nervios de acero. Y yo me había convertido en un criminal. ¿Puedo bajar las manos? Me duelen los hombros y la cabeza.
Ella asiente.
– Decidimos que hablaríamos todos juntos con él -continuó-. Thomas dijo que Viktor necesitaba ayuda y que recibiría esa ayuda de la comunidad. Así que aquella noche…
Se queda callado y los dos miran a Curt, tumbado sobre el suelo entre ellos. La alfombra de trapo que tiene debajo está manchada de rojo. La respiración pasa del resuello a un silbido apenas perceptible. De golpe deja de respirar. Se queda callado.
Vesa Larsson lo mira. Las pupilas se le dilatan por el miedo. Después mira a Rebecka y la escopeta que ella tiene sobre las rodillas.
Rebecka parpadea. Se empieza a sentir débil y apática. Era como si la historia de Vesa ya no le interesara. Ya no necesita ordenarle que siga hablando porque parlotea sin cesar.
– Viktor no quería escucharnos. Nos dijo que había estado ayunando y rezando. Después decidió que había llegado la hora de hacer una limpieza a fondo en la comunidad. De pronto éramos nosotros los acusados. Nos dijo que éramos unos mercaderes y teníamos que ser expulsados del templo. Que aquello era la obra de Dios y que nosotros estábamos dispuestos a entregarla al dios del dinero. Y después…, Dios de la Creación…, después se presentó Curt. No sé si lo había oído todo o si acababa de entrar en la iglesia…
Vesa cierra los ojos y hace una mueca con la boca.
– Viktor señaló a Thomas con el dedo y gritó, no recuerdo qué. Curt llevaba en la mano una botella de vino sin abrir. Habíamos celebrado la comunión durante el encuentro. Le pegó a Viktor en la parte de atrás de la cabeza. Viktor cayó de rodillas. Curt llevaba puesto un anorak bastante grande. Deslizó la botella en el bolsillo y después se sacó un cuchillo del cinturón y se lo clavó. Dos o tres cuchilladas. Viktor cayó hacia atrás y se quedó tumbado de espaldas.
– Y vosotros mirando -susurró Rebecka.
– Yo intenté interceder pero Thomas me lo impidió.
Vesa se presionó los ojos con los puños.
– No, no es verdad -continuó-. Creo que di un paso hacia adelante. Pero Thomas sólo hizo un pequeño movimiento con la mano y yo me quedé parado. Igual que un perro bien adiestrado. Después, Curt se dio la vuelta y vino hacia nosotros. De pronto me entró el pánico al pensar que también me podía matar a mí. Thomas estaba completamente quieto con una cara inexpresiva. Recuerdo que lo miré y pensé que había leído que era eso lo que se debía hacer si te atacaban perros que se habían vuelto locos. No correr, no chillar, estar tranquilo y quedarse quieto. Nos quedamos más o menos así. Curt tampoco dijo nada. Nos miraba con el cuchillo en la mano. Después se dio la vuelta y fue otra vez hacia Viktor. Allí…
Vesa gime quedamente, entre dientes.
– … oh, lo acuchilló varias veces. Y le sacó los ojos con el cuchillo. Después metió los dedos en los agujeros y se pintó con sangre sus propios ojos. «Todo lo que él ha visto ahora lo he visto yo», exclamó. Lamió el cuchillo como un… ¡animal! Creo que se cortó la lengua porque le salía sangre por las comisuras de los labios. Y después le cortó las manos. Estirando y retorciendo. Una se la metió en el bolsillo de la chaqueta, pero la otra no le cupo y se le cayó en el suelo y… Bueno, lo de después ya no lo recuerdo bien. Thomas me llevó en su coche por la carretera de Noruega. Salí al frío en mitad de la noche, a vomitar sobre la nieve. Thomas estuvo hablando sin parar. Sobre nuestras familias. Sobre la comunidad. Que lo mejor que podíamos hacer era guardar silencio. Después me he preguntado si sabía que Curt estaba allí. O, quizá, si incluso se encargó de que estuviera allí.
– ¿Y Gunnar Isaksson?
– Él no sabía nada. Es un inútil.
– Cobarde de mierda -dijo Rebecka, exhausta.
– Tengo hijos -gime-. Con hijos todo es diferente. Ya lo verás.
– No me convences -le respondió-. Cuando Sanna fue a verte, deberías haber ido a la policía y a los servicios sociales. Pero tú… no querías escándalos. No te querías quedar sin tu bonita casa y tu trabajo bien remunerado.
Le falta poco para que no pueda ni mantener doblada la pierna derecha. Si deja la escopeta en el suelo, a él le dará tiempo de levantarse y patearle la cabeza antes de que ella pueda reaccionar. No ve bien. En su vista van creciendo manchas negras. Como si alguien hubiera disparado bolas de pintura contra un escaparate.
Se va a desmayar. Hay prisa.
Lo apunta con la escopeta.
– No lo hagas, Rebecka -le dice-. Te arrepentirás el resto de tu vida. Yo no quería esto, Rebecka, pero ahora ya está hecho.
Ella desearía que él hiciera algo. Un movimiento para levantarse. O alargar la mano para coger el hacha.
Quizá pueda confiar en él. Quizá las lleve a ella y a las niñas en el trineo de vuelta a la ciudad y se entregue él mismo a la policía.
O quizá no. Y entonces: ¡el fuego! Las niñas muertas de miedo, con los ojos como platos intentando deshacerse de las cintas con las que les han atado las manos y los pies a la cama. Las llamas que desprenden la carne de los huesos. Si Vesa prende fuego no habrá nadie que lo pueda contar. Thomas y Curt se llevarán la culpa y él saldrá libre.
«Ha venido para matarnos -se dice a sí misma-. Recuérdalo.»
Está llorando. Vesa Larsson. Hace un momento, Rebecka tenía dieciséis años y estaba en el sótano de la iglesia de Pentecostés, entre sus trastos de pintura hablando de Dios, la Vida, el Amor y el Arte.
– Piensa en mis hijos, Rebecka.
Es él o las niñas.
Cierra los ojos cuando el dedo toca el gatillo. La detonación es ensordecedora. Cuando ella abre los ojos, él sigue sentado en la misma posición. Pero ya no tiene cara. Pasa un segundo y el cuerpo cae hacia un lado.
«No mires. No pienses. Sara y Lova.»
Suelta el arma y se pone a cuatro patas. Cuando se arrastra despacio hacia la cama el cuerpo entero le tiembla por el esfuerzo. En los oídos oye ruidos y zumbidos.
Una mano de Sara. Una mano es suficiente. Si puede tocar una mano…