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Luego se oyó la voz de Kristina Strandgård, pero no fueron palabras de disculpa, sólo un murmullo tranquilizador.

– Sí, y ¿qué? -se oyó decir a Olof-. Así que si tiro a alguien al hielo y luego lo saco, ¿le he salvado la vida?

Sanna le hizo una mueca a Rebecka.

– No te preocupes por él. Todos estamos muy afectados y cansados. Eso es lo que pasa.

– Sara -dijo Rebecka-. Y Lova.

– Están durmiendo y no las quiero despertar. Les diré que has venido a verlas.

«No me dejará verlas», pensó Rebecka mordiéndose los labios.

Sanna alargó la mano y le acarició la mejilla.

– No estoy enfadada contigo -dijo dulcemente-. Entiendo que hicieras lo que te pareció mejor para ellas.

La mano de Rebecka se cerró debajo de la manta. De golpe la sacó afuera agarrando la muñeca de Sanna como una marta coge a un ratón por la nuca.

– ¡Oye, tú…! -le dijo Rebecka con un grito contenido.

Sanna intentó deshacerse de la mano pero Rebecka la tenía bien cogida.

– ¿Qué pasa? -preguntó Sanna-. ¿Qué he hecho yo?

Måns y Sven-Erik Stålnacke continuaban hablando un poco alejados, en el pasillo, pero parecía que habían perdido la concentración en su conversación. Estaban atentos a lo que ocurría entre Rebecka y Sanna.

Sanna se recogió en sí misma.

– ¿Qué he hecho? -dijo de nuevo gimiendo.

– No lo sé -respondió Rebecka cogiendo la muñeca de Sanna tan fuerte como podía-. Explica tú misma lo que has hecho. Curt te amaba, ¿no? A su desquiciada manera. ¿Quizá le contaste lo que sospechabas de Viktor? ¿Quizá jugaste con todo tu desamparo hasta que no supiste qué más hacer? ¿Quizá lloraste un poco y dijiste que deseabas que Viktor desapareciera de tu vida?

Sanna dio un respingo como si alguien le hubiera pegado. Por un momento algo oscuro y extraño apareció en sus ojos. Ira. Parecía como si deseara que le crecieran las uñas hasta convertirse en garras de hierro y poder hincarlas en Rebecka para destruirle las entrañas. Aquel momento pasó y su labio inferior empezó a temblar mientras le saltaban unos lagrimones por el rabillo de los ojos.

– Yo no lo sabía… -tartamudeó-. ¿Cómo iba a saber yo lo que Curt iba a hacer…? ¿Cómo puedes creer que…?

– Ni siquiera estoy segura de que fuera Viktor -dijo Rebecka-. Quizá era Olof. Desde el principio. Pero a ése no lo tocas. Y ahora les devuelves a las niñas. Pienso hacer una denuncia. Los servicios sociales tendrán que abrir una investigación.

Estaban sobre una fina capa de hielo. Una placa, un resto de algo que ya no existía. Ahora se rompía entre ellas. Cada una se iba hacia un lado sin poder hacer nada.

Rebecka volvió la cabeza y soltó a Sanna, casi le apartó la mano.

– Estoy cansada -dijo.

En un segundo Måns y Sven-Erik estaban al lado de la cama. Los dos saludaron a Sanna sin decir palabra. Måns sacudiendo la cabeza. Sven-Erik tenía un gesto de triunfo en los ojos. Los hombres se intercambiaron los trabajos. Måns empujaba la cama y Sven-Erik el gotero. Sin palabras se llevaron a Rebecka de allí.

Sanna Strandgård se quedó mirándolos hasta que desaparecieron por otro pasillo. Se apoyó en la puerta cerrada.

«En verano -pensó Sanna-. Entonces me llevaré a las niñas de vacaciones en bicicleta. Pediré prestado un remolque para llevar a Lova. Sara puede sola. Iremos a Tornedalen. Seguro que les gusta.»

Sven-Erik se despidió y se fue de allí. Måns presionó el botón del ascensor y la puerta se abrió, deslizándose hacia un lado a la vez que sonaba un cling. Maldijo cuando la cama chocó contra la pared del ascensor. A la vez que se estiraba para coger el gotero, puso una pierna delante del sensor para que la puerta no se cerrara. Toda aquella gimnasia le hizo perder el aliento. Le apetecía un whisky. Miró a Rebecka. Tenía los ojos cerrados. Quizá se había dormido.

– ¿Vas a permitir -le preguntó Måns con una sonrisa ladeada- que un viejo te lleve rodando de un lado para otro?

De un altavoz instalado en el techo se oyó una voz mecánica que decía: «Tercera planta», y la puerta del ascensor se abrió.

Rebecka mantuvo los ojos cerrados.

«Tú sigue empujando -pensó-. No puedo ser demasiado exigente. Me aprovecho de lo que hay.»

ATARDECIÓ

Y AMANECIÓ: DÍA SÉPTIMO

Anna-Maria Mella está de rodillas en la sala de partos. Se agarra a las patas de la cama de acero y sus puños palidecen. Aprieta la nariz contra la máscara de gas y respira. Robert le acaricia el pelo, empapado de sudor.

– Ahora -grita-. Ya sale.

El dolor de la contracción le llega como un alud de nieve que cae por la ladera de una montaña. Es cuestión de seguirlo. Presiona, aprieta y empuja.

Detrás de ella hay dos comadronas. Le chillan y la jalean como si fuera el caballo por el que han apostado en la carrera.

– ¡Venga, Anna-Maria! ¡Otra vez! ¡Qué bien lo haces!

Al salir la cabeza del niño todo le quema como si tuviera fuego dentro. Y ahora, cuando por fin la cabeza ya está fuera, el niño se desliza hacia el exterior como una resbaladiza trucha de río.

No tiene fuerzas para volverse. Pero oye el grito exigente y colérico de la criatura.

Robert le coge la cabeza con las dos manos y la besa en la cara. Está llorando.

– ¡Bien hecho! -ríe entre lágrimas-. Es un niño.

AGRADECIMIENTOS

Rebecka Martinsson volverá. A una mujer así no se la elimina fácilmente. Dale sólo un poco de tiempo. Recuerda que esta historia y sus personajes han sido inventados. Algunos lugares de la novela también son ficticios: por ejemplo, la Iglesia de Cristal o la escalera de entrada de la casa de los Söderberg.

Hay muchas personas a las que agradecer y quiero nombrar a algunas: a la abogada Karina Lundström, que en su vida anterior fue investigadora de la policía y se llamaba Kritan; le he preguntado sobre pistolas y bases de datos de la policía. A la asesora Viktoria Lindgren y a la magistrada Maria Widebäck. Al jefe médico Jan Lindberg y al asistente forense Kjell Edh, que han aportado la descripción de un muerto en la sala de autopsias. A Birgitta Holmgren por la información sobre la atención psiquiátrica en Kiruna. Al cultivador de shitakes Sven-Ivan Mella, por todo lo de las setas y lo de la mina donde desapareció un hombre.

Los posibles fallos del libro son míos. Ciertas cosas no las he preguntado a las personas citadas. Otras las he entendido mal y a veces, simplemente, he desobedecido. Lo esencial para mí ha sido hacer que mis mentiras fueran creíbles y, cuando la fantasía ha estado enfrentada a la realidad, la fantasía ha ganado siempre.

Gracias también al equipo quirúrgico-literario compuesto por Hans-Olov Öberg, Marcus Tull y Sören Bondeson (que han suspirado y gemido, se han rascado las cabezas y, de vez en cuando, han gruñido complacidos). Al editor Gunnar Nirstedt por sus puntos de vista. A Elisabeth Ohlson Wallin y John Eyre por la cubierta. A mi madre y a Eva Jensen, que gritaban: «Escribe más deprisa», y consideraban que todo era muy bueno. A Lena Andersson y a Thomas Karlsen Andersson por su amistad y hospitalidad en Kiruna.

Y finalmente: Gracias a Per. Pasó el peligro…

Åsa Larsson

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