El abogado Måns Wenngren, socio de Meijer & Ditzinger, estaba sentado tras su escritorio mirando enojado a Rebecka Martinsson. Le molestaba toda su actitud. Rebecka no tenía una postura a la defensiva, con los brazos cruzados sobre el pecho. Por el contrario, los brazos le colgaban a los lados, como si estuviera guardando cola para comprar un helado. Le había explicado lo que pasaba y esperaba respuesta. Tenía la mirada fija en el grabado de madera japonés con motivos eróticos que colgaba en la pared. Un hombre joven, tan joven que todavía llevaba el pelo largo, de rodillas delante de una prostituta, los dos enseñando el sexo. Otras mujeres evitaban mirar aquel grabado que tenía doscientos años. A menudo, Måns Wenngren veía que sus ojos buscaban inconscientemente el cuadro como perros curiosos olfateando. Pero nunca olfateaban mucho rato. Las miradas inmediatamente bajaban o se dirigían hacia otro lugar del despacho.
– ¿Cuántos días estarás fuera? -preguntó-. Tienes derecho a dos días de fiesta con sueldo por cuestiones familiares. ¿Es suficiente?
– No -respondió Rebecka Martinsson-. No es familia mía. Se puede decir que soy una vieja amiga de la familia.
Por su forma de hablar, Måns Wenngren tenía la sensación de que mentía.
– No puedo decir con seguridad el tiempo que estaré fuera. Lo siento -añadió Rebecka mirándolo tranquilamente a los ojos-. Todavía me quedan muchos días de vacaciones y…
Se interrumpió.
– ¿… y qué? -completó su jefe-. Espero que no vayas a decirme que tienes horas extras, Rebecka, porque entonces sí que me sentiré decepcionado. Lo he dicho antes y te lo vuelvo a decir, que si vosotros, los asesores, os dais cuenta de que no tenéis tiempo para hacer el trabajo en horario normal, podéis dejar algunos casos. Todas las horas extras son voluntarias y sin remuneración. De lo contrario, podría dejar que estuvieras fuera un año entero y con sueldo.
Esto último lo añadió con una conciliadora risa pero, cuando no recibió por respuesta ni siquiera la insinuación de una sonrisa, recuperó de inmediato su expresión de desagrado.
Rebecka observó a su jefe en silencio antes de contestar. Éste había empezado a hojear unos papeles que tenía delante para demostrarle que la audiencia había finalizado. El correo del día estaba en un pulcro montón. Había algunas cosas del diseñador danés Georg Jensen expuestas a lo largo del lado corto del escritorio. No había fotos. Ella sabía que había estado casado y que tenía dos hijos mayores. Pero eso era todo. Nunca los nombraba. Tampoco nadie hablaba de ellos. En el bufete se iban sabiendo las cosas poco a poco. A los socios y a los abogados de más edad ciertamente les encantaba chismorrear, pero eran lo suficientemente sabios como para hacerlo entre ellos, no con los abogados jóvenes. Las secretarias eran tan prudentes que nunca revelarían nada que fuera secreto. Pero de vez en cuando ocurría que se emborrachaban en alguna fiesta y explicaban lo que no debían y, poco a poco, uno se iba iniciando. Sabía que Måns bebía demasiado, pero eso lo sabía casi todo el mundo que se lo cruzara por la calle. Lo cierto era que tenía buen aspecto, con el pelo oscuro y rizado, y los ojos azules como los de un husky. Aunque empezaba a vérsele algo ajado, con bolsas bajo los ojos y un poco de sobrepeso, todavía era uno de los mejores del país en litigios fiscales. Tanto en fraudes fiscales como en delitos administrativos. Y mientras entrara dinero, sus socios lo dejaban beber cuanto quisiera. Lo que contaba era la facturación. Hacer que alguien dejara de beber le costaría demasiado al bufete. Clínicas de desintoxicación y baja por enfermedad. Eso significaba, ante todo, ingresos perdidos. Probablemente le pasaba lo mismo que a mucha gente: la vida privada era lo primero que se descomponía cuando alguien bebía demasiado.
Todavía se sentía humillada cuando pensaba en la penúltima fiesta de Navidad del bufete. Måns había bailado y coqueteado con todas las abogadas a lo largo de la noche. Al final de la fiesta se dirigió hacia ella. Agotado, bebido y lleno de autocompasión, le puso una mano en la nuca y le soltó un incoherente discurso que desembocó en un patético intento de llevársela a casa, o quizá simplemente al despacho, qué más daba. De todas formas, a partir de ese momento ella supo lo que significaba para él. El último asalto. El último empujón cuando has estado en todas partes y estás a medio milímetro de caer inconsciente. Desde entonces, la relación entre ella y Måns era fría. Él ya no se reía y hablaba sin reservas con ella como hacía con otras. Ella se comunicaba con él principalmente a través del correo electrónico y notas que le dejaba sobre la mesa cuando él no estaba. Ese año no había ido a la fiesta de Navidad.
– Entonces diremos que son vacaciones -añadió sin levantar la comisura de los labios-. Y me llevaré el ordenador para trabajar desde allí todo lo que pueda.
– Bueno, a mí me da lo mismo -dijo Måns con notable hastío en la voz-. Son tus compañeros los que tendrán más trabajo. Le daré Wickman Industrimontage AB a otro.
Rebecka se obligó a no cruzar las manos. Qué cabrón de mierda. La estaba castigando. Wickman Industrimontage AB era su cliente. Los había localizado ella, había conseguido una buena relación con ellos y, en cuanto la declaración de impuestos paralela estuviera solventada, empezaría a preparar el cambio generacional de la empresa. Además, la apreciaban.
– Haz lo que te parezca oportuno, Måns -respondió con un imperceptible encogimiento de hombros recorriendo con los ojos los flecos desgastados de la alfombra keshan-. Ya tienes mi correo electrónico por si hiciera falta.
Måns Wenngren sintió el impulso de ir hacia ella, cogerla de los pelos, echarle la nuca hacia atrás y obligarla a que lo mirara. O simplemente darle un guantazo.
Ella se dio la vuelta para abandonar el despacho.
– ¿Y cómo vas a ir allí arriba? -le preguntó antes de que a ella le diera tiempo de cruzar la puerta-. ¿Hay aviones hasta Kiruna o te vas con algún rebaño de renos desde Umeå?
– Hay aviones -respondió con un tono de voz neutral, como si él hubiera hecho la pregunta completamente en serio.
La inspectora jefa Anna-Maria Mella se reclinó en su silla mirando con apatía los informes que había esparcidos delante de ella. Ropa vieja. Investigaciones que siempre habían estado allí. Robos de coches y robos en tiendas sin resolver desde hacía años. Toqueteó el informe que tenía más cerca. Maltrato doméstico, grave, pero la mujer retiró la denuncia asegurando que se había caído por la escalera.
«Fue un caso jodido», pensó Anna-Maria, recordando las desagradables fotos que se tomaron en el hospital.
Cogió otra carpeta. Robo de ruedas en una empresa del polígono industrial. Un testigo vio a alguien cortar la tela metálica y cargar las ruedas en su Toyota Hilux, pero en un posterior interrogatorio el testigo, de pronto, no recordaba nada. Estaba claro que fue amenazado.
Anna-Maria suspiró. No había dinero para la protección de testigos u otros refuerzos por el robo de unas cuantas ruedas. Tecleó Toyota Hilux en el ordenador y memorizó el nombre del propietario. Chulillos de barrio que cogen lo que quieren. La probabilidad de que en un futuro se topara con él por alguna razón era grande. Hizo una pregunta múltiple sobre el propietario. Juzgado por maltrato y posesión ilegal de armas. Unos cuantos resultados encontrados en el registro de sospechosos.
«Venga, vamos -se ordenó a sí misma-. Deja ya de navegar y de abrir y cerrar carpetas.»