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AVATAR

Diseño de cubierta: Víctor Viano Ilustración de cubierta: Horacio Elena

Título originaclass="underline" Avalar (Book 6 of Indigo)

© 1992 Louise Cooper

© Editorial Timun Mas, S. A., 1992

Para la presente versión y edición en lengua castellana

ISBN: 84-7722-415-3 (obra completa)

ISBN: 84-7722-520-6 (Libro 6)

Depósito legaclass="underline" B. 36. 410-1992 Hurope, S. A.

Impreso en España - Printed in Spain

Editorial Timun Mas, S. A. Castillejos, 294 — 08025 Barcelona

Que odien, con tal que sigan sintiendo miedo.

Lucius Accius, 170-90 a. de C.

Para Tim y Dot Oakes Uno de estos días nos comeremos esa mermelada...

PRÓLOGO

Ahora, en las raras ocasiones en que se contempla en un espejo, siempre se pregunta: ¿cuánto tiempo ha transcurrido ya? Y la respuesta le produce invariablemente un escalofrío.

Lleva casi medio siglo vagando por el mundo, desde el momento en que abandonó su tierra natal, allá en el sur, para iniciar un viaje que no parece tener fin, y en todos esos largos años no ha envejecido ni un solo día. No puede morir, es inmortal; y su nombre se habría convertido a estas alturas en una leyenda de no ser porque en estos cincuenta veranos de vagabundeo ha tenido siempre buen cuidado de actuar con la mayor discreción, lejos de todo aquello que pudiera acarrearle fama o notoriedad, o simplemente darla a conocer. Posee buenos motivos para asegurarse de que nadie sepa el nombre que se le dio al nacer, hace ya mucho tiempo en su remoto bogaren Carn Caille; y espera que el nombre que utiliza ahoraÍndigo, que es también el color del duelo en su paíssea rápidamente olvidado por aquellos con quienes se cruza en su larga andadura.

Hace medio siglo, ella era una princesa. Hace medio siglo, una curiosidad insensata se apoderó de ella y le hizo romper un tabú que su gente había respetado desde tiempo inmemorial. Con su propia mano soltó sobre el mundo siete demonios, encerrados durante siglos en una torre antigua y semidesmoronada de la que el género humano se mantenía apartado. Siete demonios que ahora debe encontrar, vencer y destruir, si es que ella, y el mundo en general, quieren volver a conocer la paz.

En sus viajes, Índigo ha ido a parar a países extraños y se ha visto involucrada en aventuras todavía más extrañas. Ha visitado las ardientes tierras centrales, donde el humo oscurece el cielo al mediodía y el tronar de los volcanes sacude los cimientos mismos de la tierra. Ha vivido entre los relucientes palacios de ensueño de Simhara, la legendaria ciudad de oriente, donde la Muerte llevaba la máscara de una farsante. Ha bailado y cantado con los cómicos de la legua de Bruhome, con los que aprendió el auténtico significado de la ilusión. Y también se ha encaminado a los helados territorios nevados del polo norte, y escuchado la inquietante voz del tigre de las nieves que prometía por igual alegría y dolor. Ha hecho buenos amigos y encarnizados enemigos, ha sido testigo de los inicios y finales de muchas otras vidas; y en estos momentos ya son cuatro los demonios que ha destruido. Pero el precio que ha tenido que pagar ha sido a menudo muy alto y cruel, y, aunque de vez en cuando ha encontrado un respiro a su eterno vagar, sabe muy bien que su misión no está ni mucho menos terminada.

Durante unos pocos años, conoció algo parecido a la paz. Desde los helados territorios desiertos del norte viajó hacia el sur en cuanto la primavera volvió a abrir las rutas marítimas, y en los alegres e inmensos puertos de Davakos, famosa por sus barcos y sus marinos, retornó a las costumbres marineras de su propia gente, y durante un tiempo encontró algo parecido a la felicidad. Ahora, no obstante, ese momento de tranquilidad ha finalizado y debe ponerse en marcha otra vez. La piedra-imán que la ha guiado en su deambular vuelve a brillar, y en esta ocasión la insta a dirigirse al este, a la Isla Tenebrosa, cuyas gentes y costumbres están envueltas en el velo del misterio. Allí la espera otro demonio; hay que librar una nueva batalla.

Sin embargo, Índigo no librará sola esta batalla. A través de los años, una amiga ha permanecido constantemente a su lado; una compañera que escogió compartir su inmortalidad, y cuya lealtad y amor se han convertido en una piedra de toque en la vida de Índigo. La loba mutante Grimya también ha conocido lo que es ser un paria entre los de su propia raza, y el vínculo formado entre las dos es tan fuerte que ningún poder puede romperlo.

Índigo y Grimya se han despedido ya de Davakos, y del navío que las ha transportado a las hostiles e insoportablemente húmedas costas de la Isla Tenebrosa. Ante ellas se extiende un territorio desconocido, con peligros desconocidos, y saben que al final del camino deberán enfrentarse con un nuevo misterio. El tiempo les ha enseñado que es más sensato no hacer conjeturas sobre la naturaleza de cada nueva prueba. Pero, mientras el largo trayecto se inicia, a través de bosques desconocidos y entre criaturas extrañas, quizá no puedan evitar preguntarse, muy a pesar suyo, qué les deparará el futuro esta vez...

CAPÍTULO 1

Desde el corazón del bosque, algo inmenso, invisible y putrefacto exhaló con inusitada fuerza. El aire cambió de dirección y movió las hojas de las ramas de los apiñados árboles, levantando polvo en perezosos remolinos; y un nauseabundo hedor dulzón a tierra y vegetación descompuesta y a carne gangrenada embargó el hocico de la loba Grimya cuando esta alzó la cabeza, alertada por el repentino cambio en la atmósfera.

Su largo y delgado cuerpo se estremeció, erizándose la moteada capa de pelo de su lomo. Un gruñido se formó en su garganta pero murió antes de que pudiera darle voz. La repentina aparición del viento presagiaba lluvia; lo percibía con la misma seguridad con que percibía el suelo bajo las patas, y no le gustó el presagio. Para cuando los rayos del sol se posaran sobre las copas de los árboles, esta carretera se habría convertido ya en un río, y, de momento, todavía no había encontrado la menor señal de alguien que pudiera ayudarla.

Se dio la vuelta y volvió a estudiar el desierto sendero a su espalda. Los árboles se amontonaban en los márgenes como animales de presa, las ramas enredándose en lo alto unas con otras para formar un túnel húmedo y tenebroso. Apenas unos pocos rayos de sol vagabundos conseguían abrirse paso aquí y allá, creando un conjunto de retorcidas sombras, y el calor bajo el claustrofóbico manto verde empezaba a resultar insoportable. Incluso el terrible ruido de fondo de la jungla, que no había dejado de atormentarle los oídos en un incesante y enloquecedor ataque, había cesado por completo: ni siquiera el trino de un pájaro rompía el opresivo silencio.

No podía quedarse allí, pensó Grimya. No así, con una tormenta a punto de echársele encima. Tenía que seguir. Y, por muy difícil que resultase, cualesquiera que fuesen las amenazas o sistemas de persuasión que se viera obligada a utilizar, debía obligar a su compañera a ir con ella.

Volvió a mirar el sendero. Por muy grande que fuera la urgencia, no podía correr; cuerpo e instintos se rebelaban contra el fétido y sofocante calor, y necesitó de todas las energías que pudo reunir para regresar con paso lento y laborioso al lugar donde el camino se cruzaba con un sendero que surgía de la jungla. En este punto los matorrales invadían el desigual sendero ofreciendo una cierta protección, aunque no refugio, y Grimya había esperado que acertara a pasar alguien por allí, un leñador quizás, o incluso una carreta de bueyes que se dirigiera a alguno de los poblados situados en las profundidades del bosque... Pero había sido una esperanza inútil, y ahora ya no se atrevía a esperar más.