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«¿Qué es lo que estás diciendo, Grimya?», inquirió Índigo dirigiéndole una aguda mirada.

La loba volvió la cabeza y lamió el pegajoso aire con la lengua.

«Sólo lo que pienso, lo que sospecho. Pero no sé si tengo razón. » Calló unos segundos y alzó otra vez los ojos hacia Índigo, aunque con cierta desgana, pensó la joven. «No deberías darle vueltas. Pensar en ello no servirá de nada. Aún no, no hasta que sepamos más. Deberías dormir. Todavía no has recuperado todas las fuerzas, y este viaje promete resultar tedioso. Duerme, Índigo. » Una nota persuasiva y con un vago tono de súplica se deslizó en su voz mental. «Duerme. Eso es lo que necesitas en estos momentos por encima de todo. »

En contra de lo que esperaba, Índigo durmió gran parte del largo y monótono día. Parecía como si las cuatro mujeres fueran incansables. Se detuvieron tan sólo en una ocasión durante las horas diurnas, para comer una rápida comida y beber copiosas cantidades de agua, y la joven sospechó que debían de utilizar alguna droga hecha de hierbas para aumentar su resistencia más allá de los límites normales. El continuo traqueteo de la litera, unido a la sensación de claustrofobia engendrada por el sofocante aire y los ahogados pero incesantes ruidos del bosque, la arrullaban haciéndola caer en un extraño letargo que de vez en cuando casi se semejaba a la fiebre.

Se detuvieron para pasar la noche cuando empezó a oscurecer y las sombras cayeron como una sábana sobre el bosque. No se veía señal de ningún lugar habitado, y, antes de ponerse a preparar una improvisada cena, las mujeres dieron vueltas en torno al lugar elegido, entonando cánticos y depositando pequeños paquetes de comida en un amplio círculo alrededor de la litera. Grimya explicó a Índigo que, por lo que podía entender, se trataba de ofrendas para aplacar a espíritus o demonios que de lo contrario podrían verse tentados de atacar al grupo. Durante toda la noche, a los susurros del bosque se sumaron los cánticos apagados y el repiqueteo de los sonajeros que agitaban las sacerdotisas mientras montaban guardia por turnos.

El esquema del primer día continuó durante los cinco días y noches de su viaje, interrumpido sólo por otros dos violentos temporales. En los momentos de mayor

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intensidad de las tormentas buscaban refugio, acurrucándose junto a la litera bajo una curiosa especie de árbol de tronco hinchado con hojas de dos metros y medio tan anchas como un hombre con los brazos extendidos, para luego seguir avanzando penosamente bajo la bochornosa humedad en cuanto amainaba el aguacero. Pasaron junto a vanos poblados durante el trayecto, y en cada ocasión se las recibía con una combinación de respetuoso temor y alegría. Nuevos regalos se amontonaban sobre Índigo, y una vez más los donantes sólo querían su bendición a cambio. Shalune presidía, repartiendo consejos y justicia, y luego, pasadas dos o tres horas, se volvía a levantar la litera y seguían su camino.

El quinto día amaneció húmedo y angustiosamente silencioso, con la promesa, dijo Grimya, de otra fuerte tormenta. Las mujeres habían seguido avanzando hasta tarde la noche anterior, deteniéndose tan sólo cuando la luna se puso y la oscuridad se volvió demasiado intensa para que pudieran seguir andando con seguridad, y, tan pronto como el primer destello de luz se filtró al interior del bosque, levantaron el campamento y volvieron a ponerse en marcha.

Esta mañana, Shalune y sus acompañantes mostraban un aire de ansiosa expectación. Mientras andaban, las porteadoras de la litera cantaban una rítmica canción de marcha en una tonalidad menor ligeramente inquietante. Grimya que pudo comprender algunas de las palabras, dijo que era para expulsar a cualquier criatura, humana o no, que pudiera desearle algún mal al grupo. Parecía una precaución innecesaria, pues hacía más de un día que no habían pasado junto a ningún poblado, ni visto señal de actividad humana, en lo que parecía ser bosque virgen; pero, a medida que transcurría la mañana y el aire se calentaba hasta convertirse en un infierno abrasador, la canción se volvió más enfática, más apremiante... y, justo antes del mediodía, llegaron al final del viaje.

Índigo dormitaba de forma irregular e incómoda detrás de las cortinas corridas de la litera, pero la llamada telepática de Grimya la despertó con un sobresalto. Se incorporó sobre un hombro, apartando a un lado los sofocantes velos para poder ver, y sus ojos se abrieron de par en par por el asombro.

La maraña de árboles y maleza había cesado tan de improviso como si una guadaña gigantesca hubiera pasado por allí, y se encontraban a la orilla de un lago circular que reflejaba el profundo azul del cielo como si se tratara de un enorme espejo. El sol, casi directamente encima de sus cabezas en esta latitud, tenía un brillo cegador que blanqueaba el paisaje y laceraba los ojos de Índigo con su intensidad. Alrededor de la orilla del lago, los árboles se apiñaban unos contra otros, pero, en la orilla opuesta, el muro verde-grisáceo quedaba roto por un gigantesco farallón de roca roja, escalonado y aplanado en la cima para formar un zigurat que se alzaba por encima de los árboles. La fachada del zigurat estaba asaeteada de lo que parecían cuevas de una simetría antinatural, y en la cima truncada, demasiado distante para poder apreciar su origen, un fino penacho de humo se elevaba por el aire inmóvil.

Las mujeres depositaron la litera sobre el suelo. Miraban con ansiedad el farallón rocoso situado al otro lado del lago, e Índigo hizo intención de descender de la litera para reunirse con ellas. Al ver sus intenciones, Shalune hizo un gesto negativo, indicándole que permaneciera donde estaba. Luego rebuscó en la bolsa que llevaba y sacó un brillante disco de metal que parecía latón de unos veinticinco o treinta centímetros de diámetro. Shalune levantó los ojos hacia el cielo, guiñándolos un poco, y dio unos pasos en dirección al lago con el disco en alto, inclinándolo adelante y atrás para que reflejara los rayos del sol. Luego aguardó, y segundos más tarde un brillante puntito de luz centelleó desde el farallón como respuesta a su señal. Con un gruñido de satisfacción, Shalune volvió a guardar el disco en la bolsa; las mujeres levantaron la litera de nuevo y comenzaron a rodear el perímetro del lago. Llevaban recorrida quizá la mitad de la distancia que las separaba del zigurat, cuando una estruendosa fanfarria quebró el silencio. Grimya lanzó un agudo gañido de sorprendida protesta, e Índigo, inclinándose peligrosamente fuera de la litera, vio a un grupo de personas de piel oscura sobre un saliente cerca de la cima, con largos cuernos de latón apoyados contra los labios. Por dos ocasiones y luego tres veces más los cuernos resonaron ensordecedores; entonces se produjo un movimiento en el farallón, Índigo vio que un cortejo descendía a su encuentro.

Había escalones tallados en la roca, que descendían las empinadas terrazas zigzagueando junto a salientes y entradas de cuevas hasta una parcela de terreno arenoso que formaba un coso al aire libre entre el farallón y la orilla del lago. Una docena de mujeres bajaban por la escalera, como un refulgente río, conducidas por una figura alta y huesuda vestida con una delgada falda y un peto a juego de tela multicolor, y coronada con un tocado de plumas. La comitiva alcanzó el pie del último tramo de escaleras en el mismo instante en que llegaban ante él Shalune y el resto del grupo. Shalune se adelantó hacia la mujer alta y le dirigió un saludo ceremonioso. La mujer inclinó la cabeza, pronunció algunas palabras concisas como respuesta, y pasó junto a Shalune en dirección a la litera. Grimya, que se había acurrucado a la sombra de la litera y contemplaba a la desconocida con desconfianza, transmitió a su amiga: