«Me parece que es la que manda aquí, la soberana. Ten cuidado, Índigo. »
«Lo tendré. »
Índigo ya se había dado cuenta de que las acompañantes de la mujer alta iban armadas con largas lanzas y que unas incluso llevaban machetes colgando de sus cinturones de cuero, y sintió tanta desconfianza como Grimya mientras, despacio, salía de la litera y se quedaba de pie junto a ella.
Durante unos pocos segundos ella y la recién llegada se contemplaron fijamente, Índigo era alta pero esta mujer la sobrepasaba en más de media cabeza, y el tocado ponía aún más de relieve su altura, de modo que la joven se sintió empequeñecida. Unos intensos ojos oscuros situados en un rostro severo de mandíbula firme contemplaron a Índigo con suma atención; luego la mujer extendió una mano morena de dedos larguísimos y posó los primeros, dos dedos en la frente de Índigo. La muchacha contuvo la respiración pero no se movió, y al cabo de unos instantes la mano se retiró. Entonces, ante la sorpresa de Índigo,: la mujer inclinó la cabeza con los brazos extendidos en; un gesto inequívoco de respeto.
—Me llamo Uluye —dijo en su propia lengua, que en estos momentos Índigo conocía lo bastante bien como para comprender al menos unas pocas palabras—. Soy... —siguió; una palabra desconocida, que Grimya le facilitó en silencio.
«Es una. sacerdotisa,, como Shalune. Y yo estaba en lo cierto: ella es quien gobierna aquí. »
Índigo le dedicó una respetuosa reverencia al estilo de las viejas Islas Meridionales, que incluso después de todos estos años todavía le resultaba un gesto natural.
—Me llamo Índigo.
Le dio la impresión de no haberlo dicho con la inflexión correcta, pero Uluye pareció comprender perfectamente, ya que inició un largo discurso durante el cual repitió varias veces el nombre de Índigo. Grimya, realizando un supremo esfuerzo para poder seguirla y traducir el torrente de palabras, explicó a Índigo que se trataba de un discurso efe bienvenida y agradecimiento; agradecimiento: no sólo a Índigo, sino también a algo o alguien cuya naturaleza no comprendió.
«Una deidad, quizá», dijo, «pero no la Madre Tierra, o al menos no en la manera en que nosotras la vemos». Hizo una pausa mientras Uluye seguía hablando; luego continuó: «Quiere que la acompañemos, que subamos al farallón».
Uluye finalizó su discurso y extendió un brazo para! indicar en dirección a la escalera, Índigo indicó su conformidad con la cabeza y se volvió hacia la escalera. Las demás mujeres formaron detrás de ellas, Shalune justo a la espalda de Índigo, y las trompas volvieron a resonar mientras iniciaban el largo ascenso por la zigzagueante escalera. Resultó una ascensión agotadora, pero, tras cinco días sin poder hacer otra cosa que descansar en el interior de la litera, Índigo había recuperado una buena parte de las tuerzas y, aunque no transcurrió mucho tiempo antes de que los muslos le empezaran a doler terriblemente, sabía que podía llegar a la cima sin demasiadas dificultades.
El lago, con su franja de árboles, quedó a sus pies. Al verlo desde una nueva perspectiva Índigo descubrió que era casi un círculo perfecto, y, desde lo alto, sus aguas parecían un espejo azul-verdoso. Sospechó que debía de ser muy profundo; quizá se tratara de un volcán apagado desde hacía mucho tiempo, aunque no existía ninguna otra elevación exceptuando el farallón que pudiera haber formado parte de las paredes de un antiguo cráter. Pero, fuera el fuera su origen, una cosa era cierta: esta especie de poblado era una fortaleza ideal y prácticamente
impenetrable.
Se encontraban ya por encima de las copas de los árboles, y no había nada que las protegiera del calor que caía sobre ellas como plomo derretido. Grimya flaqueaba, la lengua colgando y los ojos sin brillo, pero se negó a aceptar ninguna ayuda y siguió adelante estoicamente. Subieron aún más, y ahora en cada recodo de la escalera aparecían salientes que conducían a las cuevas que salpicaban la pared. Una cortina de tela de color cubría la entrada de cada cueva, y, a su paso, las cortinas eran corridas a un lado y sus ocupantes salían a contemplar la comitiva. Índigo descubrió con sorpresa que, desde el más anciano al más joven, todos eran mujeres. ¿No había hombres aquí? Estaban los hombres fuera del poblado, o se mantenían ocultos por algún inescrutable motivo? Fuera cual fuera la verdad, no había duda de que las mujeres parecían satisfechas de su llegada, pues cada rostro lucía una sonrisa y varias voces se elevaron en vehemente saludo.
Uluye agradecía sus palabras con un gesto de la mano pero sin detenerse ni aminorar el paso, y no tardaron mucho en llegar a la última repisa, situada a unos seis metros por debajo de la cumbre del zigurat. Uluye tomó por repisa, que era lo bastante ancha como para mitigar ligeramente los efectos de su vertiginosa altura, y condujo la comitiva hasta la entrada de otra cueva, mayor que sus vecinas, rodeada de sigilos tallados en la roca y tapada una cortina tejida. Shalune se adelantó para apartar la cortina, pero Uluye llegó antes que ella. Ambas mujeres intercambiaron una severa mirada; luego Uluye abrió la marcha hacia el interior, y los ojos de Índigo se abrieron en apreciativa sorpresa al ver lo que había al otro lado.
La cueva había sido transformada en un hogar cómodo y bien equipado. El suelo perfectamente llano estaba cubierto de esteras, y las paredes se hallaban adornadas murales pintados. Había tres sillones de juncos trenzado con la tradicional forma de bote propia de la Isla Tenebrosa, un lecho también de juncos trenzados que colgaba a pocos centímetros del suelo, un hogar para cocinar rodeado de pucheros y utensilios, y un surtido de otros objetos prácticos, desde abanicos de plumas con brillantes mangos de madera a un espejo de metal, e incluso instrumentos para escribir tales como papiros y un estilete hueso. La habitación estaba iluminada por lámparas de arcilla que ardían con una luz azulada y despedían un dulzón perfume almibarado desde sus elevados nichos en las paredes.
Uluye miró a Índigo; Shalune permaneció expectante a su espalda. La joven comprendió entonces que esta cueva iba a ser su residencia, y que las dos mujeres aguardaban su reacción. Así pues, las miró, primero a una y luego a la otra, y sonrió vacilante.
—Está muy bien —les dijo en el idioma de ellas—. Muy bonito. Gracias.
Shalune mostró los dientes en la temible mueca que, supuestamente, era una sonrisa, y Uluye relajó su austera! actitud lo suficiente como para esbozar una leve sonrisa forzada.
—Comerás ahora —anunció—. Y luego... —Pero el resto de la frase resultó ininteligible para Índigo, y ésta sacudió la cabeza derrotada.
Permitid. —Era la única palabra que Índigo conocía por el momento del idioma de las mujeres que tenía una cierta relación con una disculpa—. No... estoy... —Pero sus limitados conocimientos no le sirvieron de nada, y realizó un gesto de impotencia.
Shalune pareció comprender y empezó a hablar rápidamente con Uluye, explicando, supuso Índigo, que su huésped no conocía todavía su idioma. Uluye asintió, dijo algo que Índigo creyó que significaba «después», y abandonó la cueva. Shalune la siguió con la mirada y luego se volvió hacia Índigo. Su expresión, con una ceja ligeramente alzada, resultó más elocuente que cualquier frase, y conformó la débil pero creciente sospecha de Índigo de que existía algo más que una pequeña disensión entre las dos mujeres.
Como no deseaba tomar partido hasta conocerlas mejor, la muchacha mantuvo una expresión reservadamente neutral, y, al cabo de unos pocos segundos, Shalune se encogió de hombros y se dirigió hacia el hogar. Los rescoldos de un fuego de leña brillaban entre las piedras, y algo hervía despacio en un puchero tapado de arcilla situado , aun lado del foco de brillantes rescoldos.