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—Para ti —dijo Shalune, indicando la comida.

—¿Comerás conmigo? —se aventuró a tantear Índigo.

—No, no —respondió ella meneando la cabeza con energía; luego añadió una palabra que Índigo no comprendió—. Regresaré más tarde. Come y descansa. — Con las manos imitó a alguien durmiendo por si Índigo no la hubiera comprendido del todo y, tras dedicarle un respetuoso saludo, salió de la cueva.

Grimya, con las orejas bien estiradas hacia el frente, aguardó hasta que consideró que Shalune ya no podía oírlas; entonces se dio la vuelta y miró a Índigo.

—Ella y la otrrra no son muy bu... buenas amigasss, me parece —dijo en voz alta.

—Estoy de acuerdo. También yo intuyo que confiaría en Shalune antes que en Uluye, lo que es una lástima, ya que es evidente que es Uluye quien manda aquí.

—Sssí. —Grimya se sacudió de la cabeza a los pies—. Y todavía no sabemos qué es lo que qui... quieren de ti. Ese esss lo que másss me prrreocupa.

—Bueno, por el momento su actitud es tranquilizadora y eso parece confirmar lo que la piedra-imán nos dijo —Índigo jugueteó con la bolsa de cuero que le colgaba al cuello— Tendremos que esperar y ver.

—Crrreo —dijo la loba, bajando la cabeza— que esto es una especie de lugar religioso, como se nos ha dado a entender. Ese humo en la parte superior del farallón... ¿y templo, quizá?

—Probablemente. Aunque, si lo es, entonces, tal y cor dijiste antes, es casi seguro que no está dedicado a la Madre Tierra tal y como nosotros la vemos.

—También eso me prrreocupa —repuso Grimya echan do las orejas hacia atrás—. Si...

—No.

Índigo alzó una mano, anticipándose a las palabras la loba. Sabía que Grimya pensaba en la siguiente prueba que les aguardaba, el siguiente demonio que debían encontrar y derrotar, y dijo con suavidad:

—No creo que sea sensato hacer conjeturas sobre esto por ahora. En el pasado nos hemos equivocado demasía do a menudo para arriesgarnos ahora a dar por sentad que las cosas son necesariamente lo que parecen. Heme de tener paciencia, esperar el momento. —De improviso esto le resultó irónicamente divertido, y dejó escapar un débil carcajada hueca—. Después de todo, tiempo es la única cosa que no nos falta.

CAPÍTULO 4

Uluye regresó cuando el sol se ponía, Índigo había dormido algunas horas después de dar cuenta de la comida que las mujeres le habían dejado preparada, lo que resultaba sorprendente, ya que no había hecho otra cosa que dormir durante los últimos cinco días, pero el calor y el silencio resultaban soporíficos y se había amodorrado sin querer. Grimya —que había compartido la comida, aunque la encontró demasiado picante para su sencillo paladar— yacía enroscada en el rincón más fresco, y las dos levantaron la cabeza con un sobresalto culpable cuando la cortina se hizo a un lado y la alta sacerdotisa apareció en el umbral.

Uluye llevaba todavía el tocado de plumas pero había cambiado la túnica por un vestido largo y sin mangas, y de su cuello pendía un collar hecho de innumerables huesos ensartados, cada uno tallado para representar algún .animal o ave, que tintineaba a cada movimiento que realizaba.

—Estamos listas —dijo; al menos, Índigo creyó que eso era lo que quería decir—. Ven.

—¿Ven? —repitió la joven frunciendo el entrecejo, para luego inquirir—. ¿Adonde?

Uluye señaló a lo alto y luego le tendió un objeto que sostenía. Se trataba de un traje parecido al de la sacerdotisa, pero teñido con un remolino de tonos azul, morado y negro, Índigo lo tomó indecisa y se señaló a sí misma.

—¿Quieres que me ponga esto? —preguntó en su propio idioma.

La mujer no respondió sino que se quedó contemplándola expectante. Tras una ligera vacilación, Índigo se encogió de hombros y empezó a cambiarse. El vestido era amplio y fresco, mucho más cómodo que su camisa y pantalones que además estaban llenos de manchas. Cuando estuvo lista, Uluye meneó la cabeza en señal de aprobación y abrió la marcha en dirección a la boca de la cueva. No conociendo sus intenciones pero deseosa de mostrarse cooperativa por el momento, Índigo la siguió, con Grimya pisándole los talones.

Salieron a la repisa de piedra e Índigo se detuvo asombrada ante la vista que se ofrecía a sus ojos. El sol sólo era visible ya como una delgada y llameante medialuna que sobresalía por encima de las copas de los árboles, bajo el reflejo de su luz el mundo parecía encontrarse e llamas. El lago era un enorme círculo rojo; el cielo sobre sus cabezas, una bóveda de brillante cobre; y, situados entre el lago y el cielo y el bosque envuelto en sombras, le muros de arenisca del zigurat refulgían rojos bajo los últimos rayos del atardecer. Por el este, empezaban a acumularse nubes, afilados haces que anunciaban las masas mi densas que se aproximaban desde la retaguardia. No soplaba ni una gota de aire.

Uluye las condujo al otro extremo de la repisa, done una escalera mucho más pequeña y estrecha que las grandes escalinatas que entrecruzaban la pared de roca a pies ascendía por el último tramo de la ladera hasta llega a la cima del farallón, Índigo miró a su alrededor y se sorprendió al descubrir que no se veía a nadie ni en este nivel ni en las repisas inferiores. Los rostros sonrientes y hospitalarios que había visto antes habían desaparecido, y peñón parecía totalmente desierto.

Iniciaron la ascensión, y, a medida que se acercaban final de la escalera, volvió a hacerse visible el fino penacho de humo, alzándose en dirección al cada vez más oscuro cielo. Un fuerte perfume flotaba en el aire, aumentando en intensidad cuanto más se aproximaban a la cima: picante, un poco acre, entremezclado con un deje de algo putrefacto y malsano. Ascendieron al fin los últimos doce peldaños y salieron a la parte superior del farallón, e Índigo contempló con asombro el espectáculo que se ofrecía a sus ojos.

Cuatro columnas truncadas de arenisca se elevaban unos seis metros sobre la cima del zigurat, delimitando un cuadrado casi perfecto. Unas losas de piedra formaban una terraza entre las columnas, y alrededor del cuadrado se veía a más de cincuenta mujeres de todas las edades, desde jovencitas a ancianas, en silenciosas y atentas hileras.

Hace o más iban armadas con lanzas, que sostenían formando un rígido ángulo ritual. Todas llevaban túnicas e iban cubiertas de adornos hechos de madera y de hueso; y todas estaban en completo silencio.

Pero no fue aquella gente que observaba y aguardaba la que captó la atención de Índigo, ni las columnas, ni siquiera el enorme recipiente de metal batido colocado sobre una plataforma del que surgía el humo del incienso en un torrente ininterrumpido y sofocantemente perfumado. Fue el sillón —trono sería quizás una palabra más adecuada— colocado frente a la peana, cerca del centro del cuadrado. Tallado a partir de bloques de arenisca, sus brazos y respaldo estaban esculpidos con complicadas y terribles figuras que mezclaban humanos, animales y otras formas inquietantes e innominables. Y, entronizado en el sillón en una horrible apariencia de majestad, ataviado con una amplia capa de plumas y coronado con un enorme y pesado tocado que empequeñecía incluso al de Uluye, había un cadáver.

La mujer debía de llevar muerta al menos quince días, y la descomposición provocada por el clima tropical en ese tiempo resultaba espantosa, Índigo desvió rápidamente la mirada después de echar un único vistazo al rostro devorado por los gusanos, a las vacías cuencas, a la mueca loca y demente de unos labios que se habían podrido para mostrar unos dientes a punto de desprenderse. Comprendió ahora que el nauseabundo olor dulzón que había pensado que formaba parte de las espesas nubes de incienso era, en realidad, el hedor que desprendía el cadáver, y estuvo a punto de vomitar. ¿Qué era esta criatura? ¿Cuál era su significado? ¿Y qué tenía que ver con ella?