Uluye avanzó hasta detenerse justo enfrente del cuerpo! sentado en el trono. Luego giró sobre los talones —su elevada figura iluminada teatralmente por las llamas del incienso que ardía en el recipiente situado a su espalda— alzó los brazos hacia el cielo y empezó a hablar. Índigo no comprendió más que unas pocas palabras y no pudo deducir nada de ellas, pero Grimya, que se encontraba junto a ella, aplastó de improviso las orejas contra la cabeza y sus cabellos se erizaron.
«Índigo... » Pero la loba no pudo seguir, pues Uluye dio por finalizado el discurso y las mujeres allí reunidas prorrumpieron en un sonoro lamento, seguido a los pocos segundos por el discordante sonar de las enormes trompas.
Sonriendo con torvo placer, Uluye se volvió una ve más y avanzó hacia el sillón de arenisca; tras realizar una superficial reverencia ante el cadáver del trono, extendió los brazos y le quitó la corona de la cabeza. Pedazos de carne y mechones de cabellos muertos se desprendieron de la cabeza al soltarse el tocado. Uluye retrocedió entonces, se dio la vuelta, y se acercó a Índigo con la corona en alto. La muchacha la observó sin comprender todavía hasta que el frenético mensaje mental de Grimya. consiguió atravesar su aturdimiento.
«¡Índigo! ¡He escuchado lo que decía! Esta,..., esta cosa, cadáver... era una persona sagrada para ellas, una de gran oráculo. Ahora el oráculo ha muerto... ¡y quieren que tú ocupes su lugar!»
Índigo sintió como si sus pies se hubieran fundido con la roca sobre la que descansaban. Sus ojos se clavaron en una sonrisa triunfante del rostro de Uluye y vio en los ojos de la alta mujer lo certero de la advertencia de Grimya, Abrió la boca pero, antes de que pudiera hablar o reaccionar, la mujer había dado el último paso al frente acompañada de una renovación de los gemidos y el rugir de las trompas, colocó la enorme y pesada corona en la cabeza de Índigo.
—No... —La joven empezó a retroceder—. No, oh, no. No comprendéis, no os dais cuenta, yo no soy...
Grimya ladró una advertencia, e Índigo se detuvo al encontrarse con que cuatro mujeres armadas le impedían la retirada. No la amenazaron, pero sus implacables expresiones y la simple presencia de las lanzas en sus manos excluían la necesidad de palabras o gestos.
Desesperada, Índigo buscó otras rutas de huida. No había ninguna. La escalera a su espalda era la única forma de descender de la cima del farallón, y las otras mujeres armadas con lanzas la habían rodeado hasta dejarla completamente cercada. Tanto éstas como las otras mujeres, espectadores, la miraban con aire expectante.
Índigo aspiró con fuerza para tranquilizarse y colocó una mano sobre la cabeza de Grimya para contenerla cuantío la loba empezó a gruñir amenazadoramente.
«Aguarda», dijo en silencio; luego, en voz alta, añadió:
—Uluye, se ha producido un gran error. —Sabía que la sacerdotisa no la comprendería, pero debía realizar algún intento de comunicarse antes de que la situación se desmandara por completo—. No sé lo que esto significa, pero no soy una diosa ni un oráculo ni lo que sea que parece creéis que soy. Uluye, tienes que intentar comprender...
Viendo que la expresión de la mujer no había cambiado, pasó de inmediato al lenguaje telepático.
«¡Grimya, no tiene la menor idea de lo que digo! ¡Ayúdame, por favor!»
Devanándose los sesos, Grimya encontró una palabra en el lenguaje de la Isla Tenebrosa que creía que significaba «equivocado», Índigo la pronunció repitiéndola tres veces en tono perentorio y suplicante. La sonrisa de Uluye se tornó altanera, y la mujer sacudió la cabeza.
—No es un error —dijo con firmeza, y extendió una mano—. Ven.
«Grimya... »
«¡No quiere escuchar! Incluso aunque supiera las palabras apropiadas, ella no haría, caso, ¡Índigo, esto es peligroso! ¡Si no haces lo que quieren, temo que se vuelvan contra nosotras, y hay demasiadas lanzas para que podamos hacerles frente!»
Índigo había llegado a la misma conclusión. Parecía como si, por el momento al menos, no tuviera otra elección que acatar la voluntad de Uluye. Hizo un gesto del asentimiento, esperando que su nerviosismo no resultase demasiado evidente, y permitió que la mujer la tomara de la mano y la condujera hasta el trono de piedra. En el espacio de unos pocos minutos, el sol se había desvanecido por completo y el crepúsculo había dado paso a la oscuridad. Dos sacerdotisas alimentaban en aquellos momentos el enorme brasero, cuyas llamas se elevaron de improviso con más fuerza, iluminando la cumbre del farallón con una potente luz amarilla.
La criatura del trono pareció inclinarse en dirección al Índigo como si de improviso hubiera regresado a la vida,; ! y la muchacha se encogió con una exclamación ahogada antes de darse cuenta de que no se trataba más que de una ilusión creada por la parpadeante luz. La mezcla de los olores del incienso y del cuerpo en descomposición la mareaban, y el peso de la monstruosa corona le hacía perder el equilibrio; se sentía irreal, descontrolada, como inmersa en una pesadilla, sin nadie para despertarla.
Se produjo un leve centelleo en el cielo, y a lo lejos se escuchó el enojado retumbar del trueno. Uluye condujo a Índigo hasta el trono y ambas se detuvieron ante él. El hedor del oráculo difunto inundó las fosas nasales de la muchacha, y ésta se creyó a punto de vomitar, o incluso de desmayarse; consiguió mantenerse erguida con un gran esfuerzo, y entonces Uluye realizó un imperioso gesto con la mano libre y dos figuras borrosas se adelantaron. Avanzando hasta el Billón, levantaron el cuerpo del asiento. ! Uluye apartó a Índigo a un lado mientras bajaban el cadáver. Luego, con gran solemnidad, siguieron a la pequeña procesión por el suelo de losas hasta el borde del zigurat. Índigo miró abajo pero no vio nada excepto un débil fulgor oscuro allí donde debía de estar el lago. Todo
lo demás quedaba inmerso en la intensa oscuridad de la noche tropical.
De repente volvieron a brillar los relámpagos, dando momentáneamente a la noche un tono azul eléctrico y haciendo resaltar nítidamente a las dos figuras y su espantosa carga. Las mujeres allí reunidas empezaron a gemir de nuevo, y los gemidos se convirtieron en un cántico regular, rítmico y ululante que tenía como acompañamiento las trompas y un sonido que Índigo no había escuchado Insta entonces: el sordo retumbar de pesados tambores resonando allá abajo, ocultos en la oscuridad.
Las dos mujeres detenidas al borde del farallón —Índigo pudo ver ahora que una de ellas era Shalune— lanzaron un grito agudo que se elevó por encima del estruendo. Balancearon los brazos hacia atrás, las piernas firmemente apoyadas en el suelo, y, con un segundo grito ensordecedor, arrojaron el cuerpo del antiguo oráculo hacia arriba y lejos del farallón, Índigo tuvo una fugaz visión del cuerpo Arando y dando vueltas sobre sí mismo como una muñeca de trapo recortada contra el cielo. Entonces el zigzag de un cegador relámpago brilló casi encima mismo de sus cabezas, y el rugido del trueno ahogó todo otro sonido mientras un centelleo fosforescente allá abajo indicaba que el lago había aceptado la ofrenda arrojada a él.
Los cánticos cesaron y trompas y tambores quedaron en silencio mientras los ecos del trueno se desvanecían, Y, durante quizá diez segundos, la atmósfera resultó opresivamente silenciosa e inmóvil. Luego, débilmente al principio pero elevándose con rapidez en tono y en fuerza, las mujeres allí reunidas iniciaron un rítmico y susurrante cántico en el que repetían una y otra vez una única palabra: «habla, habla, habla», Índigo no comprendía su significado, pero las voces de las mujeres poseían un desagradable e insistente matiz que le produjo un escalofrío. De improviso, Uluye, que era la única que no se había unido al cántico, alzó de nuevo los brazos hacia el cielo y gritó con voz potente que resonó por encima del lago y del bosque: