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¡Habla!

Uluye giró para colocarse frente a ella y se sumó al cántico de las demás mujeres. El brillo ansioso y casi fanático de sus ojos heló la sangre de Índigo al comprender ésta súbitamente lo que significaba.

—¡Habla! ¡Habla! ¡Habla!

Era una letanía ahora, una letanía y una exigencia que la muchacha no podía satisfacer. Intentó protestar, intentó hacer comprender a Uluye que ella no era y jamás podría ser su oráculo, pero las mujeres se apelotonaban a su alrededor, empujándola quisiera o no en dirección al trono de piedra, y sus negativas quedaron ahogadas por el cántico y por un nuevo trueno que sacudió el farallón. El trono se alzaba amenazador ante ella, y decenas de manos la empujaban hacia el elevado sillón y la obligaban a darse la vuelta; se estremeció al sentir el contacto de la dura piedra en la espalda y bajo los muslos. Entonces las mujeres retrocedieron como una ola al retirarse, e Índigo se encontró sola, sentada en el trono del oráculo.

El olor del incienso la hacía sentirse mareada, olor que se mezclaba ahora con el fuerte aroma de la inminente lluvia. No veía a Grimya entre el gentío que se amontonaba bajo la plataforma, y había perdido el contacto tal; su mente estaba demasiado trastornada y confundida para permitirle pensar con claridad.

Uluye se encontraba junto a ella, y de algún lugar había sacado un cuenco de madera lleno de agua, que colocó frente a los labios de Índigo. Ésta bebió agradecida con avidez antes de darse cuenta de que había algo más que agua en el recipiente: hierbas, polvos medio disueltos, sabores que no reconoció. Sintió cómo la refrescante bebida descendía por su garganta, y pensó que al menos le había suavizado los resecos labios y la garganta. La corona le pesaba; empezaba a dolerle la cabeza y se sentía arder, como si hubiera regresado la fiebre.

Los cánticos de las mujeres crecían y disminuían de volumen, crecían y disminuían, e Índigo tuvo la impresión de que formaban ahora en una procesión que desfilaba ante el trono de piedra; cada una de ellas, desde la más joven hasta la más anciana, se detenía para inclinarse respetuosamente ante ella al pasar. Vio las toscas facciones de Shalune y sus largas y ondulantes trenzas. Vio a una anciana que mascullaba y apenas si podía juntar sus artríticas manos. Vio a una jovencita solemne que se parecía a Uluye pero con veinte años menos. Vio a un bebé, farfullando y agitando las gordezuelas piernas, colgado de los brazos de su madre. Rostros oscuros en la penumbra, ojos que relucían como lámparas a la luz de las llamas, el rumor de pies desnudos al arrastrarse por el suelo y el incesante cántico: «¡habla, habla, habla!».

¡Grimya! Su mente era como un torbellino y gritó en voz alta el nombre de la loba, buscando desesperadamente algo a lo que aferrarse en el revuelto oleaje en que se hallaba sumida su conciencia.

La voz mental de Grimya pareció venir de muy lejos.

«¡Nopuedo llegar hasta ti! ¡Me sujetan! Índigo... »

Pero de improviso la llamada de la loba, los cánticos y la parpadeante y febril escena se vieron interrumpidas si uno si un grueso muro hubiera ido a caer entre Índigo y sus propios sentidos. Una violenta sacudida le recorrió todo el cuerpo, y un ramalazo de dolor insoportable se apoderó de ella; entonces la claridad regresó y le pareció ir flotando, sin cuerpo, en medio de la calma, la oscuridad y el silencio. Y alguien le hablaba.

No oyó las palabras, pero las sintió, y sintió detrás de rila la presencia que impregnaba la oscuridad que la rodeaba. Fría, reservada, secreta... e intensamente poderosa.

Existía algo amenazador en ella, pero Índigo no sintió temor. Era como si conociera —o casi conociera— la naturaleza de este poder, como si se hubieran encontrado en algún momento del pasado, aunque ese recuerdo se le escapaba ahora. Mientras la presencia hablaba, supo también que su mente inconsciente absorbía el mensaje, aunque al nivel consciente ella no percibía el contenido del mensaje ni su significado. Pero no parecía tener importancia. Estaba tranquila; se sentía en paz. No le importaba dejar que este momento de calma se prolongara todo el tiempo que la presencia lo deseara.

No sabía cuánto tiempo había transcurrido —si es que el tiempo era relevante en ese estado de ensoñación— antes de darse cuenta de que el insistente e inexpresivo mi mullo había cesado. La presencia empezó a retirarse, y repente Índigo sintió una sensación de frío tan Ínter como si estuviera inmersa en un invierno polar. Intentó abrir la boca para protestar, pero carecía de cuerpo, de presencia física, de medios con los que expresar su conmoción. Sintió que tiraban de ella, que la arrancaban del tranquilo corazón de la oscuridad para lanzarla contra discordante mundo exterior de luz y ruido, y, aunque intentaba luchar contra la tracción, estaba impotente. La oscuridad desaparecía cada vez más deprisa, más deprisa Entonces, justo antes de verse arrojada otra vez al mundo físico, Índigo vio dos ojos que la contemplaban desde vacío que dejaba atrás. Los ojos eran humanos, pero llenos del terrible conocimiento que trasciende las limitaciones humanas. Eran de un negro brillante, como estrellas negras, y alrededor de cada iris tenían una reluciente aureola plateada.

El mundo de las tinieblas expulsó a Índigo, que gritó de dolor y sorpresa cuando mente y cuerpo se fundieron de nuevo en una sola entidad, y la joven se encontró sentada muy erguida en el trono de arenisca bajo un cielo tormentoso iluminado por los relámpagos. Unas figuras oscuras se acercaban corriendo hacia ella; intentó levantarse pero perdió el control de las piernas, y habría caído del asiento de no haber sido por las manos que se extendieron para sujetarla. Algo siseaba a lo lejos como si fueran serpientes; escuchaba los ladridos de Grimya pero no podía verla. En ese momento, un rayo cegador centelle sobre sus cabezas, y el siseo que escuchaba como trasfondo se convirtió de improviso en un atronador rugido tiempo que los cielos se abrían y se iniciaba el diluvio.

Índigo lanzó una exclamación ahogada y se tambaleo bajo el terrible aguacero. El pie le resbaló sobre la piedra húmeda y perdió el equilibrio, produciéndose un doloroso arañazo en la pierna con el trono al doblársele las dulas. Voces agudas resonaron en sus oídos; mientras la mujeres intentaban ayudarla a incorporarse, la acometieron las náuseas y un delgado hilillo de líquido brotó de su garganta para derramarse sobre el suelo de piedra. De pronto se sentía sin fuerzas para luchar. Se encontraba demasiado enferma y débil para oponerse a las manos —parecía haber cientos de manos— que la tocaban, tiraban de día y la conducían. Ya no le importaba. Que hicieran lo que quisieran. Todo lo que quería era escapar. Lanzó un débil y sordo suspiro y se desplomó en sus brazos.

Las mujeres la bajaron por la escalera, traicioneramente resbaladiza ahora a

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causa de la lluvia, y la condujeron a la cueva que le servía de alojamiento. Grimya, que había descendido el tramo de escalera bien sujeta por dos de las sacerdotisas más fuertes, consiguió finalmente liberarse y se abalanzó sobre Shalune, a la que mordió cuando se . Cachaba para cubrir el cuerpo tiritante de Índigo con una manta. La mujer lanzó un juramento pero no permitió que las sacerdotisas golpearan a la loba en represalia. En lugar de ello, con una fuerza sorprendente, sujetó al furioso animal por el cogote hasta que éste se tranquilizó lo suficiente para comprender que nadie pretendía hacer daño a Índigo; luego la soltó y ordenó a las otras mujeres que abandonaran la cueva.