Índigo se daba cuenta de todo aquel alboroto pero se sentía demasiado agotada para abrir los ojos siquiera y ver lo que sucedía. Oyó cómo las mujeres se retiraban y escuchó voces que le pareció que eran las de Shalune y Uluye discutiendo cerca de la entrada de la cueva. Tras un violento intercambio de palabras, Uluye se marchó, pero, antes de que terminara la discusión, la palabra «fiebre», que Índigo conocía bien, llegó a los oídos de la joven en varias ocasiones. ¿Había regresado la fiebre? Eso temía, pues se sentía a la vez ardiendo y helada, y no podía desprenderse de la ilusión de que flotaba en el aire y de que sus dedos se habían hinchado hasta ser cinco veces más grandes de lo normal.
Alguien en algún momento le había quitado el pesado tocado. Le alegraba estar libre de él, le alegraba no estar sentada ya en el trono de piedra, con la carne de su rostro descompuesta y el cabello cayéndosele a mechones, y... No, no debía dejar que sus pensamientos fueran en esa dirección. Ella no era el oráculo muerto; ella era... otra persona. Otra persona.
El rumor de unas pisadas sordas penetró en su mente distraída, y una áspera mano cuadrada, mojada por la lluvia, se posó con firmeza sobre su frente. Shalune gruñó como si hubiera obtenido justificación a alguna opinión particular suya; luego miró con severidad a Grimya, que se agazapaba a la defensiva cerca de Índigo, sobre el suelo de la cueva.
—Quédate ahí —dijo con firmeza; el tono de su voz indicó a Grimya que la mujer no tenía la menor duda de que la loba la comprendería—, Índigo necesita descansar.. ! Guárdala.
¿De qué?, pensó Grimya, pero no podía preguntarlo, y Shalune no facilitó más explicaciones. El ruido de la tormenta quedaba amortiguado en el interior de la cueva aunque alguno que otro relámpago iluminaban vívidamente el interior de vez en cuando. Shalune removió las brasas del fuego del hogar para reanimarlas y, tras comprobar las lámparas de arcilla para asegurarse de que no era precioso volver a llenarlas, se dirigió a la cortina que cubría. entrada. Volviendo la cabeza, dijo algunas palabras más, de entre las cuales Grimya captó las que querían decir «dormir», «fiebre» y «por la mañana»; luego apartó la cortina a un lado y salió al torrencial aguacero.
Grimya se quedó contemplando la cortina durante uní buen rato después de la marcha de Shalune. Por fin se alzó y avanzó despacio hasta la entrada de la cueva. La tormenta estaba consiguiendo refrescar un poco la noche, pero la creciente humedad provocada por la lluvia convertía la atmósfera en opresiva. Un siniestro olor a tierra procedente del bosque que se extendía allá abajo se entremezclaba con el aroma eléctrico del ozono. Volvió a centellear el relámpago, pero en la lejanía ahora, y el trueno que lo siguió no fue más que un débil retumbo en la distancia. La loba levantó la cabeza y clavó la mirada en los escalones que ascendían por la ladera del peñón hasta la cima.
No se percibía olor a incienso; no había la menor señal de humo ni se reflejaba ningún resplandor procedente del fuego del brasero. Las mujeres se habían retirado a sus alojamientos, y la noche permanecía en calma.
Retiró la cabeza de la abertura y volvió a deslizarse al interior de la cueva para ir a tumbarse junto a Índigo. La muchacha parecía dormir, lo que resultaba una bendición. Grimya rezó para que no se despertara en muchas horas. No quería tener que enfrentarse a ella e intentar responder a las preguntas que su amiga inevitablemente le haría, pues no sabía cómo podría explicar lo que había visto y oído en la cima del farallón cuando Índigo se había sentado en el trono de piedra.
Creía que la palabra para definir lo ocurrido era «trance», pero no estaba segura. Lo que sí sabía era que algo extraño y espantoso le había sucedido a Índigo allí arriba esta noche, y que la joven todavía no se había dado cuenta de ello. Algo, y Grimya no sabía lo que era o lo que podía presagiar, había ocupado el lugar de su amiga en aquel trono, y, durante unos pocos minutos aterradores, Índigo no había sido ella misma sino otra persona. Alguien que llevaba consigo el tufo de la muerte como una aureola.
Uluye y su séquito se habían deshecho de su viejo oráculo esta noche y habían colocado otro nuevo en su lugar, Índigo creía que las mujeres habían cometido un terrible error, pero, después de lo acaecido esta noche, Grimya empezaba a preguntarse si no sería Índigo, y no las sacerdotisas, quien estaba equivocada.
CAPÍTULO 5
De acuerdo con las estrictas órdenes de Shalune, a Índigo se la dejó descansar durante tres noches y los dos días que mediaban entre éstas. Al parecer, la fiebre había regresado, aunque con menos fuerza, y Shalune estaba claramente convencida de que su paciente no debiera haberse visto expuesta a los rigores de la ceremonia de la cima del farallón justo nada más llegar. Ella y Uluye sostuvieron una nueva discusión al respecto. En opinión de Grimya, que presenció la escena, la discusión pareció terminar en una especie de punto muerto, pero Shalune se salió con la suya e Índigo pudo recuperarse con tranquilidad.
Entretanto, Grimya y Shalune habían alcanzado un acuerdo tácito y no desprovisto de cierta reserva, basado si no en la confianza al menos en el respeto mutuo. Al ver aparecer a la mujer con la muñeca vendada la mañana siguiente a la ceremonia, Grimya se sintió totalmente avergonzada por su comportamiento, pero Shalune no le guardaba rencor y lo cierto es que parecía admirar la inquebrantable lealtad de la loba que la había impulsado a atacar ruando creía que Índigo podía estar en peligro. La sacerdotisa llevó a la loba un platillo especial de carne sin especias, que Grimya sospechó que era una oferta de paz, Y desde este momento se estableció entre ambas una relación regida por la cautela.
La verdad era que, con gran sorpresa por su parte, Grimya descubrió que ocupaba un lugar de honor en la ciudadela. Incluso Uluye, aunque reacia a abandonar su aire de rígida autoridad, la trataba con cortesía, y la actitud de algunas de las mujeres de los escalafones inferiores bordeaba casi en la veneración. Grimya tenía total libertad para vagar a su antojo por el poblado, y allá a donde iba encontraba gente que le daba la bienvenida, le llevaba pequeñas ofrendas de comida o cuencos de agua, e incluso le acariciaban el pelaje con suavidad como si creyeran que la loba les traería buena suerte. Grimya no tardó en comprender que, en su calidad de compañera de Índigo, se la consideraba casi como un avatar de la misma Índigo, y, hasta que la joven se recuperara de su recaída y pudiera, estar entre ellas otra vez, Grimya sería su apoderada a los ojos de las mujeres.
En otras circunstancias, Grimya habría disfrutado enormemente con las atenciones que se le brindaban, pero negros e inquietantes pensamientos le negaban tal placer. A juzgar por el comportamiento de las mujeres, y por las ofrendas que se amontonaban cada día a la entrada de la cueva, estaba claro que las sacerdotisas veneraban profundamente a Índigo, hasta tal punto que su posición en la ciudadela parecía encontrarse a sólo un paso de la de una diosa.
Sin embargo, bajo la superficie, existía un mar de fondo que la loba percibía pero no podía precisar, como un.; rastro en medio de un viento cambiante. No podía olvidar lo sucedido en el punto culminante de la ceremonia de la cima del farallón, y tampoco podía olvidar la expresión embelesada y ávida de los rostros de las sacerdotisas —y en particular del rostro de Uluye— al producirse aquel extraño acontecimiento. Aunque la información había permanecido sumergida durante los últimos días a causa de sucesos más inmediatos, la loba no había olvidado que la piedra-imán las había conducido aquí en busca de un demonio. Pero ¿qué clase de demonio sería?