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Índigo estaba sentada en medio de las tres bolsas que constituían todas sus pertenencias. Tenía los hombros caídos y la cabeza inclinada hacia adelante, de modo que la larga cabellera rojiza tachonada de hebras grises le ocultaba el rostro como una cortina húmeda; grandes manchas de sudor oscurecían la delgada camisa y los amplios pantalones. Ya desde lejos, Grimya vio cómo los hombros de la joven se agitaban convulsivamente cada vez que respiraba, y, al acercarse más, pudo escuchar los jadeantes estertores que surgían de la garganta de su amiga.

—¡Ín-digo!

La voz de Grimya rompió bruscamente el silencio. Dado que en el bosque no había más que animales y pájaros que pudieran oírla, la loba no intentó ocultar su peculiar habilidad para hablar las diferentes lenguas de los humanos, y se adelantó corriendo para lamer las fláccidas manos de Índigo caídas sobre el regazo de la muchacha.

—Ín-digo, no..., no podemos quedarnos aquí más tiempo. Se..., se acerca un te... temporal. ¡Hay que encontrar refugio!

Índigo levantó la cabeza. Tenía los ojos enrojecidos y un velo de sudor daba a la palidez de su rostro un brillo preocupantemente artificial. La joven contempló a Grimya durante un instante como quien contempla a un desconocido; luego un destello de embotada comprensión se abrió paso hasta la superficie.

—Me siento... —Se interrumpió e intentó limpiarse la boca, pero no pareció capaz de coordinar los movimientos de la mano y abandonó el intento—. Me siento tan mareada...

El corazón de Grimya se llenó de compasión, pero el miedo fue más fuerte.

—¡Ín-digo, debemos seguir! Hay peligro aquí. —Dirigió una rápida mirada arriba y abajo del sendero, lamiéndose las quijadas llena de nerviosismo—. No podemos arr... arriesgar... nos a permanecer aquí y esperar a que pase alguien. Es un riesgo demasiado grrrande. Por favor, Índigo. Por favor.

—Mi cabeza... —Índigo se mordió el labio inferior y cerró los ojos cuando un movimiento imprudente le provocó una mueca de dolor—. Me duele tanto... No consigo hacer que el dolor pare, no puedo hacer que se vaya...

—Pero...

—No. —Pronunció la palabra con los dientes apretados, de modo que surgió casi como un lastimoso gruñido—. No, lo... lo comprendo. Tenemos que seguir. Sí. Estaré bien. Si consigo... —sus manos se agitaron débilmente en el aire en un intento de asir su equipaje—... si consigo recoger esto. No pienso dejarlas.

Muy despacio, sacó el cuerpo de su contraída postura, moviéndose como una vieja artrítica. Grimya la contempló con ansiedad, enojada consigo misma por su incapacidad de ayudar mientras Índigo recogía como podía las tres bolsas y se las echaba a la espalda. Por fin quedaron bien colocadas, Índigo intentó incorporarse, dio un traspié y se agarró a una rama baja para mantener el equilibrio.

—No —dijo de nuevo antes de que Grimya pudiera hablar—. Puedo andar. De veras. —Soltó la rama con precaución y dio dos pasos vacilantes en dirección al sendero. Su rostro y cuello enrojecieron, y el sudor volvió a correr por su frente y le cayó sobre los ojos—. Pu... puede que tenga que detenerme. Dentro de un rato.

Si... —Sacudió la cabeza cuando la lengua se negó a obedecer y no le permitió finalizar la frase. Durante quizá medio minuto permaneció inmóvil balanceándose ligeramente; luego parpadeó y respiró hondo—. Los pájaros... — murmuró— ya no cantan.

—Saben lo que se aproxima.

—Sí. —Índigo movió la cabeza afirmativamente—. Lo saben, ¿verdad? Refugio. Hemos de encontrar..., encontrar refugio.

Por un terrible instante, Grimya pensó que Índigo iba a derrumbarse allí mismo y no podría volver a incorporarse, pero, con un supremo esfuerzo, la joven consiguió recuperar el control de sus embotados sentidos y empezó a andar. Al mismo tiempo, mediante el profundo y arraigado vínculo telepático que compartían, la loba percibió una parte de la fiebre que ardía en la cabeza de su compañera, y un escalofrío involuntario le recorrió el cuerpo al darse cuenta de que la inminente tormenta no era en absoluto el peor de los peligros a los que tenían que enfrentarse ahora.

Reprimiendo un gañido entristecido, el animal se detuvo unos instantes para levantar la cabeza en dirección a la cada vez más oscura bóveda de hojas que se extendía sobre sus cabezas, y luego salió en pos de Índigo.

La tormenta llegó con el veloz crepúsculo tropical. El primer relámpago iluminó el bosque con un silencioso fogonazo, y, a modo de aterrorizada respuesta, en las profundidades del bosque algo chilló como una mujer asesinada. No hubo trueno y, en un principio, tampoco lluvia, pero el calor y la humedad se volvieron más acuciantes y la tierra exhaló un nuevo y poderoso soplo de putrefacción. Cuando un segundo venablo blanco hendió la oscuridad, Grimya volvió la cabeza para contemplar preocupada a Índigo que avanzaba tambaleante dos pasos más.

La joven no parecía advertir los relámpagos; tenía los ojos abiertos pero desorbitados y febriles, como si contemplara un imaginario mundo de pesadilla creado por su propia mente, y los labios se movían como si murmurara para sí. La loba se detuvo y esperó a que la alcanzara; entonces el corazón se le contrajo al escuchar los primeros siseos —como un millar de serpientes coléricas— por encima del dosel de hojas sobre sus cabezas. En cuestión de segundos, empezó a llover.

No era como las benignas lluvias estivales de su tierra natal, tan lejos de allí, en otro continente y otra era. Ni tampoco se parecía a los poderosos diluvios que cada primavera, para anunciar el despenar de la vida, barrían los bosques que la habían visto crecer. Esta lluvia no traía vida, sino muerte. Una catarata, un cataclismo, cayendo a raudales del cielo en un torrente salvaje que apaleaba los árboles y erosionaba la tierra y transformaba el mundo en un infierno abrasador y anegante del que no había escapatoria. Esta lluvia era maligna. Grimya encorvó

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el lomo para protegerse del maloliente aguacero, contempló a través del agua que le anegaba los ojos la figura vacilante e inestable que la seguía y comprendió que Índigo no podría soportar el ataque.

¡Índigo!

La loba gritó tan fuerte como pudo, pero el rugido cada vez mayor del diluvio ahogó su voz, y, cuando intentó comunicarse telepáticamente con la joven, encontró un ardiente muro de fiebre y náuseas que el razonamiento no podía penetrar, Índigo se estremecía impotente balo el aguacero, tenía los cabellos pegados a la cabeza y los hombros, y había perdido todo sentido de la dirección.

Los primeros riachuelos empezaban a formarse en los márgenes del sendero y se expandían sobre un terreno demasiado reseco para absorberlos. En cuestión de minutos, el camino quedaría inundado; Grimya podría quizás escapar fácilmente al agua, pero Índigo no poseía la energía necesaria ni —en aquel estado febril— el ingenio para encontrar refugio.