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Otros tabúes impedían traspasar el umbral de su aposentó en la cueva si ella no estaba presente o se encontraba dormida, pronunciar los nombres de cualesquiera sus antepasados en su presencia, y tocarla, aunque fuera un simple roce, sin el permiso expreso de una sacerdotisa de categoría superior. La categoría superior, había de cubierto Índigo, estaba reservada a unas pocas, entre la que se incluían Uluye, Shalune y unas dos o tres mujer más, entre las que figuraba la propia hija de Uluye.

Cuando le habían presentado a Yima diez días atrás, Índigo se había quedado asombrada; primero, por el extraordinario parecido físico que tenía con su madre, y, seguido por la revelación de que la Suma Sacerdotisa tuviera una hija. La sorprendió el que mientras que las mujer del culto desdeñaban todo contacto con los hombres, no existiera ningún tabú entre sus filas contra el alumbramiento de criaturas. Grimya, tras una juiciosa escucha furtiva había averiguado más cosas. Al parecer, si así lo deseaban, ,a las mujeres se les permitía abandonar la ciudadela y vivir con un compañero durante un corto espacio de tiempo. Todas las hijas de tales relaciones eran bienvenidas al culto cuando sus madres decidían regresar; los hijos, por MI parte, eran entregados al cuidado de familias que agradecían tal privilegio, y luego olvidados.

Resultaba difícil imaginar que Uluye hubiera podido tener una hija por amor, o siquiera a causa de una pasión pasajera, pero mucho más fácil era descubrir otro motivo mucho más pragmático. Yima tenía dieciséis años y estaba destinada a ser la imagen de su madre en algo más que en sentido físico, pues se preparaba para convertirse, en un futuro, en sucesora de Uluye como cabeza del culto. Para extrañeza de Índigo, las intenciones de Uluye parecían gozar de la aprobación de todas las sacerdotisas, incluso de Shalune. A la única a la que al parecer no se había consultado era a Yima, pero eso, por lo visto, carecía de relevancia. Yima obedecería a su madre en esto como lo hacía en todo lo demás y, cuando llegara el momento, adoptaría su papel sin objeciones.

Pese a ser la hija de Uluye y su marioneta, Índigo sintió una inmediata e intuitiva simpatía por Yima. Aunque había heredado el físico de su madre con un cuerpo delgado y ágil y unas facciones muy marcadas, no se habría podido encontrar dos temperamentos más diferentes. Mientras Uluye era irascible, autoritaria y suspicaz de todo lo que la rodeaba, Yima era pacífica, modesta y confiada casi hasta el extremo de ser ingenua. Era una lástima, pensaba Índigo, que su vida tanto ahora como en el futuro estuviera circunscripta a las rígidas exigencias de su madre, pues sospechaba que Yima no estaba hecha para ser un cabecilla natural. También sospechaba que Shalune compartía privadamente este punto de vista, aunque la mujer jamás sacaba a colación el tema. Pero Shalune no era quién —tal y como Uluye había dejado muy claro— para cuestionar las decisiones de la Suma Sacerdotisa, ni para expresar una opinión propia.

Índigo creía que no poner en entredicho las decisiones de Uluye era un asunto que no tardaría en convertirse en la manzana de la discordia entre ella y la Suma Sacerdotisa. Uluye exigía obediencia absoluta de todas las mujer que la rodeaban... y eso incluía al oráculo, a quien en teoría servía. Así pues, mientras que en casi todos los aspectos Uluye otorgaba a Índigo toda la veneración ofreció al oráculo por las demás sacerdotisas, esperaba no obsta te que todas sus órdenes fueran obedecidas al momento reforzando la sensación de la muchacha de que, a pesar de lo que demostraba, Uluye la consideraba poco más que una herramienta con la que hacer cumplir su voluntad. Índigo aborrecía esto intensamente, pero, tomando en cuenta la advertencia de Grimya, ocultaba todo lo posible su resentimiento. Sólo a Shalune, e incluso entonces con mucha diplomacia, daba a entender de vez en cuando que no se sentía satisfecha con una situación que convenía a la voluntad de Uluye con la exclusión de todo lo demás.

Su relación con Shalune había cambiado mucho en le últimos días. Ahora que podían comunicarse, Índigo descubrió que cada vez le gustaba más la gorda sacerdotisa tal y como había predicho Grimya, empezaban a hacer amigas. Existían todavía barreras de cautela y duda, complicadas aún más por el abismo de la posición social de Índigo dentro de culto, pero Shalune era a la vez realista y pragmática, Índigo se comportaba con ella como un igual, de modo que ella respondía de la misma forma sin mostrarse atemorizada. ¿Por qué no habría de tener amigas incluso el avatar de una diosa, si así lo desea?

Desde luego, estaba también mezclado un cierto de interés personal, pues ser la confidente del oráculo concedía a Shalune más ches si cabe entre sus compañeras, también aseguraba que Índigo no cayera demasiado baje la influencia de Uluye. A medida que su habilidad hablar el idioma aumentaba, Índigo se daba cuenta de que realmente existían áreas de gran desacuerdo entre las de sacerdotisas y que, como sospechaba Grimya, a Shalune le habría gustado ser la cabeza del culto en lugar de Uluye. Observando a las dos mujeres juntas y por separado la joven llegó a la conclusión de que Shalune habría sido una mejor elección, al menos en lo referente a cuestiones reglares, pues habría suavizado la rígida adhesión de Uluye a la ley con una pizca de sentido común y compasión, cualidades que la otra o bien no poseía o no estaba dispuesta a mostrar.

En otras circunstancias, Índigo habría sentido una cierta simpatía por Uluye, ya que tenía la sensación de que la actitud inflexible de la Suma Sacerdotisa derivaba de la inseguridad y soledad de las que a menudo son víctimas los gobernantes absolutos. Pero, por mucho que lo intentaba, no conseguía sentir simpatía por la larguirucha mujer. Shalune, por mucho que su amistad pudiera tener una segunda intención, presentaba al menos un rostro más humano al mundo.

Grimya había terminado ya su comida y se dedicaba a tener el cuenco para saborear las últimas gotas de líquido. Índigo había comido ya suficiente —las porciones de Shalune eran más que generosas—, de modo que colocó el recipiente en el suelo e instó a la loba a comer lo que daba. Mientras se servía una copa de agua de una jarra, la muchacha preguntó:

—¿Cómo dijo Shalune que se llamaba esta ceremonia de la luna llena, Grimya? ¿La Noche de los Antepasados?

—Sssí —respondió la loba, lamiéndose el hocico—; pero no sé lo que significa.

—Alguna especie de rito de conmemoración, quizás en honor a los muertos.

Índigo lo dijo como sin darle importancia, pero al mismo tiempo se vio obligada a contener un escalofrío interior. ¿Qué clase de mundo subterráneo u otro mundo era el reino de la Dama Ancestral? ¿Poseía realmente el dominio sobre los espíritus de los difuntos? Las sacerdotisas no le habían explicado gran cosa sobre su religión, pero ella sabía que creían que la Dama Ancestral poseía el poder de otorgar regocijo o tormento en la otra vida. Regocijo o tormento... Un recuerdo viejo, muy viejo, se agitó en la mente de Índigo, y con él vino un dolor sordo y punzante que con los años se había convertido en algo tan familiar para ella como sus propias facciones reflejadas en un espejo. Un nombre en sus pensamientos, un rostro en sus recuerdos: Fenran...

Grimya, percibiendo que algo no iba bien, levantó cabeza.

—¿Índigo? ¿Qué sucede?

La muchacha intentó disimular, no queriendo en ese momento compartir sus pensamientos ni siquiera con la loba pero, antes de que pudiera hablar, escucharon pisadas fue de la cueva y el sonido de varias voces. Agradecida por la interrupción, Índigo dijo en voz alta que ya estaba lista para recibir visitas, y, cuando la cortina se hizo a un vio a Uluye en el umbral, con Shalune, Yima y otras mujeres detrás de ella.