Índigo inclinó la cabeza a modo de saludo ceremonioso a la Suma Sacerdotisa.
Había decidido seguir el juego de Uluye; si no quería mostrarse más flexible, entone Índigo seguiría su ejemplo.
—He terminado la comida —anunció—. Podéis entrar todas.
Uluye penetró en la cueva a largas zancadas. A una orden suya, las dos sacerdotisas de menor categoría recogieron los cuencos de la muchacha y la loba y se los llevaron para lavarlos. Cuando se hubieron marchado, Uluye dijo:
—Tengo entendido que Shalune te ha explicado lo que se espera de ti en la ceremonia de esta noche.
—Así es. —Índigo se sintió tentada de añadir: «lo es más de lo que tú condescenderías a hacer», pero se me dio la lengua.
—Muy bien. —¿Centelleó en ese momento una fugaz mirada hostil entre Uluye y Shalune? Era imposible asegurarlo...—. Se te conducirá a la orilla del lago al atardecer. Por favor, no hables con nadie, y deja que te toque sólo aquellos que llevemos ante ti.
—Gracias —respondió Índigo con un leve tono de mordaz en la voz—. Shalune ya me ha dado estas instrucciones.
Esta vez se produjo un inconfundible intercambio miradas; cólera por parte de Uluye y autocomplacencia por parte de Shalune. Yima, que se encontraba entre la ellos, bajó la mirada rápidamente al suelo y se concentró en la contemplación de sus pies.
Uluye frunció el labio superior y volvió a dirigirse a Índigo.
—He traído tu túnica ceremonial. Vístete, por favor. No tenemos mucho tiempo antes de que se inicie el rito.
Grimya, a quien disgustaba Uluye aún más que a Índigo, mantenía sus pensamientos cuidadosamente neutrales. Simulando una sonrisa, Índigo tomó la prenda que la Sacerdotisa le tendía.
—Gracias —repitió, con más amabilidad esta vez, y empezó a vestirse.
Los tambores que llevaban dos horas lanzando su llamada a los fieles de los poblados callaron por fin, y una fanfarria de las grandes trompas anunció la aparición de la comitiva ceremonial en la escalera. Cuando emergieron a la llameante luz del ocaso, Índigo se quedó asombrada de ver cuántos habían respondido a la llamada de los tambores. La orilla estaba circundada de gente que se amontonaba en un círculo que rodeaba todo el lago, desde un extremo de la ciudadela al otro. A una orden de Uluye, las sacerdotisas guerreras situadas a la cabeza del desfile encendieron antorchas; las llamas iluminaron la escalera, y un potente grito surgió de la multitud de gargantas allí reunidas cuando los que esperaban abajo vieron la señal. La comitiva avanzó, precedida por las guerreras, con Uluye justo detrás vestida con todas sus ropas de ceremonial, seguida de Índigo, a la que transportaban de forma aterradoramente precaria en una litera abierta. La muchacha cerró los ojos nada más iniciarse el descenso, horrorizada
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por el balanceo de la litera y por el efecto del descomunal tocado en su sentido del equilibrio, y escuchó la voz mental de Grimya que le hablaba desde su puesto entre Shalune y Yima detrás de la litera.
«Todo va bien, Índigo, no pasa. nada. La escalera es lo bastante ancha, y las mujeres deben de haber hecho esto innumerables veces.»
Índigo intentó concentrarse en estas palabras tranquilizadoras y creer en ellas mientras continuaba su avance A mitad del descenso, los tambores volvieron a sonar, retumbando con un ritmo repetitivo, y la joven creyó escuchar, mezcladas con su estruendo, voces que gritaban ; vitoreaban. Por fin, alcanzaron el último tramo de escalera, un trozo amplio que las condujo hasta el ruedo de arena roja situado entre el muro del farallón y el lago. Una pieza cuadrada y plana de algo más de un metro de altura se alzaba en el centro de la meseta, y las porteadoras de la litera colocaron su carga sobre la roca, de modo que Índigo quedó entronizada por encima de las cabezas la muchedumbre, en un lugar desde el que podía observar todo lo que sucedía.
Era, pensó mientras aspiraba con fuerza, una escena impresionante. El llameante sol se hundía por detrás de le árboles, y la noche tropical empezaba a caer con sobrenatural rapidez. Ante ella, formando una hilera, se encontraban todas las sacerdotisas, con Uluye a solas delante; figura coronada era una imagen de pesadilla bajo el bamboleante resplandor de las antorchas. Alrededor del lago la congregación observaba y aguardaba. Unos pocos, que ocupaban una posición privilegiada en el extremo del redondel, quedaban iluminados por la luz de las antorchas, Índigo vio tensión y temor reflejados en sus rostros.
De improviso las trompas lanzaron otra corta fanfarria y los tambores callaron. Un pájaro gritó desde algún lugar en las profundidades del bosque, y luego, mientras los últimos ecos se desvanecían, se hizo el silencio.
Uluye avanzó. Con los brazos cruzados sobre el peche se dirigió con dignidad hacia el lago y, sin una vacilación penetró en el agua. Un murmullo lleno de ansiedad sur de entre los reunidos; un bebé gimoteó y fue silenciado al momento. Uluye siguió adelante, descendiendo por la inclinada orilla. El agua le cubrió los muslos, luego la cintura, los hombros. Entonces se detuvo, lanzó un grito agudo y se hundió bajo el agua de modo que sólo el complicado tocado de su cabeza sobresalía por encima de superficie.
Los reunidos lanzaron una nueva exclamación. Dos de las sacerdotisas guerreras dejaron sus lanzas en el suelo y avanzaron con silenciosa eficiencia hasta tomar posiciones a la orilla del lago. Todos los ojos estaban puestos en el tocado de Uluye, e Índigo empezó a contar el paso de los segundos. Estos pasaban y pasaban, y su pulso se aceleró; sin duda nadie podía permanecer bajo el agua tanto tiempo sin subir a respirar. Intercambió una inquieta mirada con Grimya y siguió contando...
De pronto las aguas del lago empezaron a agitarse, y Uluye hizo su aparición.
Sus cabellos y ropa chorreaban agua, y el profundo estertor de sus pulmones al aspirar , resonó por todo el lago. Las guerreras penetraron apresuradamente en el agua y la sujetaron por los brazos cuando ella pareció estar a punto de caer; su cuerpo estaba rígido entre sus poderosas manos, la cabeza echada hacia atrás, los ojos desorbitados como poseídos, y la boca bien abierta en una sonrisa dolorosa pero a la vez triunfal. Las dos mujeres que la ayudaban tiraron de ella en dirección a la orilla, hasta que el agua les llegó sólo a la altura de la rodilla, entonces, como si recuperara súbitamente las fuerzas y el sentido, Uluye se deshizo de las manos que la guiaban y elevó los brazos al cielo.
—¡La Dama Ancestral está con nosotros! —gritó—. ¡He penetrado en su reino y regresado indemne, y soy poderosa a sus ojos!
Un aullido desbordado se elevó de todas las gargantas, mezclado, pensó Índigo, con algo más que simple alivio. Agradeciendo los vítores con un gesto de la cabeza, Uluye abandonó el agua y avanzó hacia la roca donde estaba la litera. Mientras se acercaba, sus ojos se encontraron por un momento con los de Índigo, y la muchacha vio en ellos la verdad que se ocultaba tras su orgulloso porte. La inmersión de la sacerdotisa en el lago durante interminables minutos no había sido obra de la magia, aunque para su sencillo y supersticioso público seguramente tema todo el aspecto de algo sobrenatural. Se había tratado de una prueba de resistencia autoimpuesta, una demostración para sí misma, al igual que para todos los demás, de que podía triunfar allí donde otros fracasarían. Prueba de su fe en su propia voluntad y en su propia resistencia. ¿Era pues, el quid de la religión de Uluye, y era la Dama Ancestral para ella tan sólo un medio de conseguir sus fines como sucedía con Índigo? ¿Creía al menos Uluye en ; diosa que afirmaba venerar?