Grimya, captando lo que pensaba, levantó la cabeza su puesto sentada a los pies de Índigo, y transmitió en silencio:
«Puede que no crea, pero la gente sí lo hace, y eso es lo que necesita.»
Uluye se encontraba ya frente a la roca y se volvió la cara al lago una vez más. Nuevas antorchas se encendieron en la ladera del farallón, convirtiendo el zigurat en extraña y reluciente pared de llamas danzarinas que Ü minaban la plazoleta como si fuera de día. Índigo olió incienso, y vio nubes de humo que se alzaban de los braseros colocados alrededor de la polvorienta plaza y atendidos por las sacerdotisas más jóvenes. Uluye contempló la escena con tensa satisfacción y volvió a levantar los brazos, los dedos intentando arañar el cielo.
—¡Venid! —aulló con voz estentórea—. Venid a nosotras, vosotros que estáis desconsolados. Venid a nosotras, vosotros que tenéis motivos para temer a los difuntos, venid a nosotras, vosotros que tenéis algo que discutir ce los muertos. ¡Yo, Uluye, compartiré vuestras ofrendas! ¡ Uluye, intercederé por vosotros! ¡Yo, Uluye, en nombre de la Dama Ancestral, enderezaré entuertos y haré justicia! ¡Venid a nosotras, e iniciemos la ceremonia de la Noche de los Antepasados!
De algún lugar situado a la izquierda del redondel, donde los árboles eran más espesos, surgió el grito de una voz femenina.
—¡Oh, mi esposo! ¡Oh, mi esposo!
Uluye volvió la cabeza al momento; chasqueó los dos y dos sacerdotisas corrieron en dirección al lugar del que procedía el grito. A los pocos instantes regresaban a la mujer —apenas más que una muchacha, pudo observar Índigo— y la condujeron ante Uluye, donde se desplomó sollozando sobre el polvo a los pies de la Suma Sacerdotisa.
La mujer bajó la mirada para contemplarla sin la menor emoción.
Tu esposo sirve a la Dama Ancestral. ¿Quisieras negarle ese privilegio?
muchacha hizo un esfuerzo por controlar sus emociones.
Quisiera verlo, Uluye. Sólo una vez. Sólo una vez más,por favor...
¿Qué regalo traes para honrarlo? La joven hurgó en un pequeño saco que colgaba bajo de sus brazos.
Traigo el pan de las ánimas... —su voz tembló, quebrándose casi— ... cocido con mis propias manos, para que coma. Traigo la savia del árbol paya, endulzada con miel, para que beba...
Extendió los brazos, sosteniendo un paquete envuelto en hojas y un pequeño odre. Uluye contempló pensativa las ofrendas durante un momento, y luego las tomó. Desenvolvió el pan de las ánimas —una hogaza plana de pan lino— y mordisqueó un extremo. Después tomó un trago de liquido del odre. La joven se cubrió el rostro con las manos, temblando de alivio, e Índigo la oyó suspirar.
¡Gracias, Uluye! ¡Gracias, Uluye! Las dos mujeres que la habían escoltado la condujeron , a un lado del redondel. Mientras un segundo suplicante las adelantaba arrastrando los pies hasta quedar bajo la luz de las antorchas, una figura que semejaba hecha de fuego y sombras en el oscilante resplandor se acercó a la roca en que estaba instalada Índigo, quien bajó los ojos y deslumbró a
Yima.
¿Qué ha sucedido, Yima? —musitó, inclinándose hacia la joven—. ¿Quién es esa mujer, lo sabes?
Sí, la conozco —repuso Yima en voz baja—. Su esposo murió de unas fiebres hace tres lunas llenas. Lo ha estado llorando desde entonces, pero sólo ahora ha encontrado el valor necesario para pedir volver a verlo. Es muy triste. Sólo tenía veintiún años.
Su voz estaba llena de compasión, Índigo frunció el entrecejo, perpleja.
—¿Cómo puede volver a verlo? —susurró de nuevo— Espero que Uluye no irá a... —Se interrumpió y rectificó apresuradamente—: ¿Esta muchacha no estará pensando! en morir?
Yima volvió unos ojos muy abiertos y asombrados en dirección a la litera. —Desde luego que no —contestó—. Él vendrá a ella. Desde el lago.
Shalune, que se encontraba a unos pasos de distancia! junto a otra joven que
Índigo no reconoció, escuchó los susurros e hizo un gesto admonitorio en dirección a Yima, al tiempo que indicaba con la cabeza a Uluye. Yima enrojeció, dedicó un ademán de disculpa a Índigo y se alejó. La muchacha la siguió con la mirada, alarmada por sus palabras. ¿Los muertos surgiendo del lago? Eso no podía ser literalmente cierto. Intentó llamar la atención de Shalune, deseosa de musitarle una urgente pregunta, pero Shalune o bien no advirtió su gesto o consideró prudente hacer caso omiso de él.
Grimya seguía contemplando a Uluye, quien ahora repetía el ritual de preguntas y respuestas con un anciana zanquilargo, e Índigo inquirió en silencio:
«Grimya, ¿escuchaste lo que ha dicho Yima?»
«Lo escuché. Pero no sé qué puede haber querido decir. La loba lanzó una rápida e intranquila mirada a su amiga «¿No creerás que eso pueda ser verdad?¿Que los muertos van a regresar realmente?»
«No lo sé. Lo cierto es que no lo sé.»
El anciano había sido despedido para ir a colocarse junto a la muchacha que seguía sin parar de llorar; otras de personas se acercaban. Las nubes de incienso eran cada vez más espesas al no existir brisa que las dispersara; el olor resultaba acre al olfato de Índigo y empezaba a volverse desagradable al mezclarse con el olor a alquitrán de las antorchas. Se sentía ya un poco desorientada y estaba segura de que había un narcótico en el incienso— y la cena y la atmósfera empezaban a adoptar un tinte irreal Índigo se dijo que tenía que mantenerse lúcida costara Id que costara. Debía descubrir la verdad sobre esta ceremonia; tanto si era un simple truco para consolar a los que habían perdido a un ser querido y atemorizar a los perturbadores, o algo más siniestro.
Seis suplicantes habían presentado ya sus ofrendas y en este momento conducían al séptimo ante Uluye. El sonido de su voz al elevarse colérica alertó a Índigo, quien levantó los ojos y vio a una mujer escuálida acurrucada de rodillas sobre el rojo polvo con otras tres personas de aspecto severo, dos mujeres y un hombre, detrás de ella.
Uluye se alzaba sobre la abyecta mujer como un ángel vengador.
—Justicia? —rugió, y su voz se escuchó por todo el Ligo—. ¿Justicia, para un asesino de niños?
—¡Yo no lo hice! —lloriqueó la mujer—. ¡Él lo hizo, él fue! ¡Dijo que no podía alimentar más bocas, que siete eran demasiadas, que tres debían morir! ¿Qué podía hacer yo? Intenté detenerlo, pero me golpeó... Mira, Uluye, mira, aquí están las señales. Sólo soy una pobre mujer débil, y él es mucho más fuerte que yo...
—¿Dónde está tu hombre ahora? —la interrumpió Uluye con voz helada—. ¿Por qué no está aquí para defenderse?
—Huyó, Uluye. Huyó porque es culpable y sabía que lo castigarías. Mató a tres de mis hijos y se llevó a los otros cuatro, y me ha abandonado para que llore
a mis pequeños sola y sin consuelo. Mira, mira las señales que me hizo, Las cicatrices...
La voz de Uluye cortó en seco sus balbuceos.
—¿Dónde están tus ofrendas?
La mujer rebuscó en una bolsa que llevaba y sacó un paquete y un odre, pero los sostuvo pegados a su pecho, claramente reacia a entregarlos a la sacerdotisa.
—Las he traído. Comida y bebida. Mira, aquí las tengo. Pero me han costado muy caras; tendré que pasar hambre ahora, pues mi asesino marido me ha dejado sin nada. Ten piedad de mí, Uluye; ¡ten piedad de mí!
Uluye clavó sus ojos en ella durante un buen rato. Luego, con deliberada lentitud, extendió los brazos y arrancó las ofrendas de las manos de la mujer. Desenvolvió el pan, abrió el odre. Comió. Bebió.