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El rostro de la suplicante se arrugó en una desagradable expresión infantil. No intentó discutir, pero, mientras sus tres acompañantes —Índigo sospechó que «guardianes» debía de ser una palabra más apropiada— la conducían a reunirse con los otros postulantes, sus manos y pies empezaron a agitarse en mudo pero incontrolable terror.

Uluye escudriñó con la mirada a los congregados e inquirió con engañosa suavidad:

—¿Quién es el siguiente?

Mientras el octavo candidato se adelantaba, Índigo dirigió una veloz mirada a Shalune. La gorda sacerdotisa la observaba con disimulo, Índigo le hizo una señal sin ser vista, y Shalune se alejó despacio de su compañera para acercarse furtivamente a la litera, hasta quedar lo bastante cerca como para poder conversar en susurros.

—No deberías hablar.

El tono de su voz recordó a Índigo el susurro de los cazadores de las Islas Meridionales; Shalune había aprendido el truco de suprimir los tonos sibilantes de su voz. Índigo sonrió levemente y contestó en forma parecida.

—Lo sé. Pero hay mucho que no comprendo. ¿Quién era esa mujer?

—¿Ella? Una asesina de niños. Degolló a tres de sus hijos y afirma que fue su marido quien lo hizo. Él ha desaparecido; lo más probable es que también lo haya matado, aunque todavía no se ha encontrado su cadáver. Todos los habitantes de su pueblo saben que es culpable, pero! no tienen pruebas. Así pues la han obligado a venir aquí,! a descubrir la verdad.

—¿Cómo pueden descubrirla?

Shalune la miró a los ojos, con cierta sorpresa.

—Por los niños, claro. Ellos conocerán a su asesino.

—Pero...

Sin proponérselo, Índigo levantó la voz, y Uluye le dedicó una mirada malévola por encima del hombro. Al instante, Índigo transformó la exclamación en un carraspeo, pero, cuando Uluye desvió la mirada otra vez, Shalune hizo un gesto silenciador.

—No más charla —musitó—. Espera y observa. No necesitas hacer nada más. —Dedicó una mueca a la espalda de Uluye y retrocedió para reunirse con su joven compañera.

Índigo se recostó en su sillón, perpleja, mientras el despreocupado comentario de Shalune resonaba en su cerebro: «Por los niños, claro». Seguía sin poder convencerse de que era posible. No quería creerlo, porque, si fuera cierto, si esta noche los espíritus de los muertos iban a levantarse y andar de nuevo por el mundo de los vivos, entonces..., entonces...

—Nnn...

El sonido brotó involuntariamente de su garganta; no pudo acallar la lengua a tiempo. Uluye volvió a girarse con rapidez, pero esta vez expectante más que enojada, como si esperara ver algún cambio en ella.

Índigo cerró los ojos ante la intensa mirada de la sacerdotisa, al tiempo que pensaba: «No, Uluye, no se trata del oráculo. ¡Soy yo!». Algo centelleó por un instante en su mente: unos ojos aureolados de plata, pero desaparecieron con tal rapidez que no arraigaron en su memoria. «Contrólate —se dijo furiosa—. No pierdas la lucidez.»

Era el incienso que la afectaba..., este repentino aturdimiento que parecía provenir de la nada, como si se alzara de la litera para flotar sobre ella. Humo narcótico en el aire. Empezaba a padecer alucinaciones; le pareció que una neblina se alzaba del lago y empañaba su superficie, difuminando los reflejos de la luz de las antorchas, convirtiendo Las aguas en un enorme espejo dorado. ¿Cuánto tiempo duraría aún esta ceremonia? Ansiaba que terminara. Tenía sed. También hambre. Deseaba regresar al familiar refugio de la cueva, dormir...

Sacudió la cabeza, y el miasma se disipó. Parpadeando, descubrió que ahora había quince personas apiñadas a un lado del redondel y que no había ningún nuevo demandante frente a Uluye en la roja arena. ¿Quince postulantes? Quizá se había dormido después de todo. Y Grimya se había ido. ¿Dónde estaba Grimya?

«¿Grimya?» Envió su llamada y se sintió aliviada cuando la voz mental de la loba le respondió de inmediato.

«Estoy aquí, Índigo. Detrás de tu sillón.» Una pausa,,! luego: «Na.., no me gusta lo que percibo. Huelo algo, lo reconozco, pero me hace sentir inquieta».

Los tambores volvieron a repicar entonces. En un principio el sonido era tan sutil que Índigo sólo se percató él a un nivel inconsciente, pero se hizo más fuerte, sonoro, más rápido, hasta que pareció como si el mismo aire estuviera impregnado de los vibrantes ritmos; ritmos trastornantes e inquietantes que se cruzaban y entrecruzaban chocando unos con otros, y estremecían a índigo hasta los huesos. La muchacha miró al lago y vio que , neblina había regresado. No se trataba de una alucie esta vez, sino de algo real, que se alzaba del agua en silenciosas columnas parecidas a humo y formaba un manto como de vapor sobre la superficie. Las sacerdotisas había empezado a cantar acompañando el insoportable redoblante de los tambores; sonidos aullantes, agudos, ululantes cor el estruendo de aves enloquecidas.

Shalune se había ido, y Yima también; se habían ido con las otras, una hilera de mujeres que descendían a la orilla del lago golpeando el suelo con los pies y liando, y con ellas iban los suplicantes, dando traspiés, gritando de alegría o de terror, Índigo oyó cómo la viuda pronunciaba el nombre de su esposo muerto, oyó aguda protesta de la asesina mientras la arrastraban la arena dos mujeres que empuñaban sendos machetes, por un terrible momento le pareció como si se hubiera convertido a la vez en ambas desdichadas criaturas, desconsolada y la culpable. Llorando por los seres queridos perdidos, pero a la vez llevando consigo la certeza de ser una asesina y de que, para ella, no podía existir redención.

«¡Índigo!»

El grito telepático de Grimya resonó en su cerebro el mismo instante en que se ponía en pie, pero no le prestó atención. Se encontraba de pie ahora, temblorosa, pesada corona del oráculo haciendo que se balanceara con un árbol en una tormenta. Algo intentaba abrirse a través de su alma, de su corazón, de sus costillas. Una palabra, un nombre, intentaba formarse en sus labios, intentaba obligarla a pronunciarlo, a gritarlo, proclamarlo en voz alta. Los tambores estaban en su interior y formaban parte de ella, de su propio pulso, del caótico latir de su propio corazón. Las voces de las mujeres la enardecían... y algo empezaba a formarse en la neblina que cubría el lago. Las aguas de la superficie se movían, se agitaban; amplias ondas se desplegaban hacia las orillas y las lamían en forma de diminutas olas.

—Fe...

Algo ahogó la palabra en su garganta antes de que pudiera pronunciarla. Los cánticos se interrumpieron, los tambores callaron, y el silencio se produjo de una forma tan repentina que Índigo apenas pudo comprender lo que había sucedido. Pero no, no era exactamente un silencio total. Escuchaba el batir de las olas en la orilla del lago, lamiendo la arena rojiza. Y un gemido, bruscamente aparecido. Sabía de dónde había surgido: la asesina; sólo podía ser ella, Índigo parpadeó, volvió a mirar al lago y vio lo que había surgido de la neblina y ahora vadeaba por los bajíos en dirección a tierra firme.

Una mujer sola fue la primera en salir. Era muy anciana, y mostraba la terrible sonrisa de la locura incurable. Sus ojos ardían como dos frías estrellas muertas, y extendía unas manos parecidas a garras en dirección a dos hombres jóvenes que permanecían abrazados en la orilla, la expresión de su rostro llena de inefable pero totalmente insensato amor, Índigo escuchó sus desgarrados gritos de «¡Madre! ¡Madre!» y tuvo que desviar la mirada cuando lomaron las manos del

cadáver y empezaron a llenarlas de besos.

El siguiente en aparecer fue un hombre joven, desmielo, Índigo contempló su rostro, las llagas que deformaban lo que habían sido unos labios hermosos en una parodia purulenta, la lengua negra e hinchada, el velo que empañaba sus ojos de mirada fija. Su cuerpo brillaba, pegajoso por el sudor de la fiebre, y se estremecía, se estremecía mientras su desconsolada esposa corría hacia él y se lanzaba al agua para sujetar y abrazar sus tobillos.