Índigo empezó a comprender. Tal y como habían muerto, así regresaban: locos, enfermos, poseídos por la fiebre, tal y como habían estado en sus últimos momentos de vida terrena. Mientras comprendía todo esto, emergió de las aguas el tercer aparecido, y esta vez tuvo que apartar la mirada, pues lo que salía del lago era un hombre que sostenía su propia cabeza decapitada entre los brazos. Escuchó los gritos de sus hermanos, que querían vengarlo, pero no tuvo valor para contemplar la reunión familiar, y sólo volvió a alzar la vista cuando la espeluznante visión desapareció en la confusión.
Llegó a tiempo de ver a los niños. Surgieron del lago cogidos de la mano, los pequeños cuerpos manchados con la sangre que había brotado de sus gargantas cortadas. Su madre empezó a chillar, y sus gritos se redoblaron cuando, uno tras otro, los niños alzaron las manos y la señalaron en clara acusación. No podían hablar; tenían las tráqueas seccionadas junto con las yugulares, y ahora carecían de voz. Pero sus manos y expresiones eran más elocuentes que cualquier palabra.
Después de los niños vinieron muchos otros, aunque ninguno con un aspecto tan espeluznante. Acostumbrada ya, Índigo los contempló con objetiva y desapasionada fascinación, como si una parte de sí misma se negara a aceptar la realidad de lo que veía y lo hubiera transformado en un sueño. Por fin, no obstante, ya no apareció nadie más. Los gemidos y llantos y las exhortaciones y protestas se habían amortiguado hasta convertirse en murmullos, como el zumbido soporífico de las abejas en un jardín adormecido. Lo percibía y a la vez no lo percibía; lo que la rodeaba resultaba remoto, un poco irreal.
Entonces, sobre el lago, la neblina se revolvió de improviso y las aguas se agitaron de nuevo.
Grimya lanzó un lloriqueo, y aquel sonido tan cercano sacó a Índigo de su estupor con un sobresalto. Miró al lago, y vio al último de los aparecidos. Su piel era de una palidez cadavérica, en terrible contraste con la de aquellos que habían aparecido antes que él. Tenía la larga cabellera negra enmarañada, empapada de sudor. Se movía como un anciano atormentado por la artritis —o un joven cargado de cadenas que su alma apenas podía sostener— y, mientras cojeaba en dirección a la orilla, Índigo vio todo el rosario de laceraciones que le cubrían las carnes: brazos, piernas, rostro, todo su cuerpo cubierto por el ulcerante y salvaje trabajo de cientos de miles de espinas envenenadas.
Se dio cuenta de que había gritado en voz alta. Desde otro nivel, otro plano, otro mundo, vio rostros asombrados que se volvían hacia ella a la luz de las antorchas, vio la alegría fanática de Uluye cuando Índigo —o algo que se encontraba más allá de Índigo— lanzó un alarido sin palabras. La pálida y encorvada figura de la orilla del lago se detuvo. Luego extendió los brazos hacia ella, a través de la roja arena, a través del abismo físico que los separaba, y la llamó por el nombre al que ella se había visto obligada a renunciar hacía tantos años cuando la Torre De los Pesares se derrumbó, cuando ella lanzó el mal sobre su hogar, su familia y todos sus seres queridos, cuando los demonios penetraron en su mundo. Su auténtico nombre. El nombre por el que él la había conocido en los días felices antes de que se convirtiera en Índigo.
—Anghara...
Aquello que había estado intentando surgir del alma de Índigo se hizo añicos y explotó en su interior, y la joven echó la cabeza hacia atrás gritando con todas sus fuerzas.
—¡Fenran!
El mundo se desvaneció ante sus ojos.
CAPÍTULO 7
—No te veo. ¡Fernán, no te veo! ¿Dónde estás?
Oscuridad; silencio. Sentía el propio cuerpo, aunque éste no parecía poseer las familiares dimensiones físicas. Las tinieblas eran tan intensas que su visión interior inventó colores, en un intento por crear algún sentido de la orientación en la desconcertante oscuridad.
—Estoy aquí —dijo entonces una voz.
—¿Dónde? —Giró en redondo antes de darse cuenta de que no se trataba de la voz de Fenran, sino la de un desconocido, y que ésta no había hablado en voz alta, sino en su cabeza.
—Aquí. Detrás de ti. Delante de ti. A tu izquierda y a tu derecha. Arriba y abajo. Mira, Índigo. Mira, y me encontrarás.
Alguien respiraba muy cerca de ella. Oyó el ininterrumpido «ha-ha», no en su mente esta vez, sino real, tangible. La claustrofóbica atmósfera se agitó un instante como si algo la hubiera perturbado, y un olor apenas perceptible penetró en el olfato de la muchacha. ¿Qué era lo que había dicho Grimya al describir lo ocurrido en el templo le la cima del farallón? «Olí a muerte, como a carne podrida.» Sí, también esto poseía el olorcillo de la descomposición, de la putrefacción...
Aspiró justo lo suficiente para poder hablar.
—Tú no eres Fenran.
—¿Fenran? —Había un leve y helado regocijo en la pregunta que se filtró a través de su cerebro, Índigo sintió cómo una combinación de cólera y temor tomaban forma dentro de ella.
—Sí, Fenran. Lo vi. Lo vi salir del lago.
—Ah. El lago posee muchos secretos, que no revela fácilmente. La gente tiene muchos sueños a la orilla del lago, y los sueños no siempre son de fiar.
El olor empezaba a cambiar, a volverse más dulzón, adoptando una naturaleza que evocaba el incienso que las sacerdotisas quemaban en sus ceremonias, Índigo aspiró y sintió cómo el humo le llenaba los pulmones y la garganta.
—No creo que estuviera soñando, o que esté soñando ahora. —Se detuvo, intentando controlar mentalmente su rabia para reforzar su confianza en sí misma, pero de improviso resultó demasiado tenue para sujetarla y se le escapó, dejando tan sólo una renovada sensación de perplejidad.
La voz de su cabeza se echó a reír con suavidad.
—No, no estás soñando. Estoy aquí. No me imaginas.
—Entonces tampoco imaginé a Fenran.
—Puede que no. Eso debes decidirlo tú.
Índigo paseó la mirada a su alrededor, pero siguió sin poder ver nada; la oscuridad era total.
—¿Quién eres?
—Ya sabes quién soy.
Sí, lo cierto es que creía saberlo... Índigo apretó los dientes con fuerza, y los músculos de su garganta se contrajeron mientras el humo, empalagosamente dulzón ahora, la sofocaba.
—¿Dónde está Fenran? ¿Adonde ha ido, adonde lo has enviado?
—No lo encontrarás aquí. Sólo me encontrarás a mí, y a aquellos a quienes escojo como mis sirvientes, de la misma forma en que te he escogido a ti.
Índigo arrugó la frente, aunque por algún motivo desconocido le resultó un tremendo esfuerzo.
—No soy tu sirviente. Sólo reconozco a una señora: la Madre Tierra.
—¿Es así, Índigo? No lo creo. Me parece que, aunque todavía no te permitas creerlo, estás gobernada por otra.
Índigo volvió a sentir cólera; intentó una vez más sujetarla, y de nuevo su esencia la esquivó. No obstante, su voz era cortante al responder:
—¡No por ti, señora!
Una risita gutural resonó espectral en su cerebro, y la voz replicó:
—Ya lo veremos en su momento. Ahora, Índigo, yo hablaré y tú serás mi portavoz al igual que lo fuiste en la otra ocasión.
—No. —Índigo sacudió la cabeza—. No seré tu marioneta por segunda vez.
—Lo serás. Eres mi oráculo. Yo te he escogido, y no tienes otra elección más que obedecerme.
—Tengo toda... —empezó a decir Índigo, pero de pronto descubrió que ya no tenía voz. Tenía la lengua paralizada, pegada a la parte superior del paladar, y ni su fuerza física ni su fuerza de voluntad podían moverla. La suave risita volvió a resonar en su cabeza.