—¿Lo ves? Eres mi sirviente, Índigo. Ahora, escúchame con atención y transmite mis palabras a mi gente. Te están esperando.
A lo lejos, como el lejano rugir de las olas del mar, Índigo escuchó el sonido de innumerables voces. En un principio su sonido no era más que un rumor vago, pero se convirtió de inmediato en una única palabra cantada, que se repetía una y otra vez.
—¡Habla! ¡Habla! ¡Habla!
La llamaban, llamaban al oráculo. Habían visto las señales y sabían que la Dama Ancestral estaba entre ellos, Índigo intentó resistirse a sus exhortaciones, pero la desorientación regresó a ella como una tremenda oleada y los sentidos la abandonaron. No podía ver, ni tocar; había perdido toda conciencia del propio cuerpo y parecía existir tan sólo como una mente sin envoltorio físico.
«Escucha, Índigo. Escucha y habla.»
No tenía elección. Las palabras la inundaban. Empezaba a convenirse en las palabras; no conocía otra cosa que no fueran las palabras. A la orilla del lago, en
medio de un mar de rostros levantados, el oráculo abrió la boca y un gemido de expectación se elevó en el aire. En otro mundo, en medio de la oscuridad y de la nada, Índigo intentó gritar. Sintió una violenta sacudida; una ráfaga de frío ártico la atravesó, y en ese mismo instante sintió cómo su mente caía impotente en un torbellino mientras el mundo físico la arrastraba de vuelta a la noche y el fuego bajo la fría mirada de la luna que empezaba a alzarse en el firmamento.
Los tambores volvían a sonar, apremiantes, insistentes; su repiqueteo tamborileó en sus huesos, y la luz de las antorchas llameó ante sus ojos, obligándola a parpadear y volver la cabeza. Unas sombras vagas se movían bajo la luz de las antorchas. Las sacerdotisas recorrían el arenoso redondel arrastrando los pies en una extraña danza; sus voces acompañaban el retumbar de los tambores mientras cantaban con tono agudo. Una nueva sombra apareció entonces en la base de la roca donde se encontraba la litera de Índigo; una figura trepó hasta ella y una fuerte mano cuadrada sostuvo una copa junto a sus labios, Índigo bebió con avidez, reconociendo la grave voz de Shalune cuando la figura dijo:
—Tranquila, ahora. Esto te ayudará.
«¿Grimya?» Con las ideas todavía confusas, Índigo buscó mentalmente la tranquilizadora presencia de la loba; pero no obtuvo respuesta.
«¿Grimya?» La incertidumbre se transformó en alarma, e Índigo se echó hacia adelante en su sillón. «¡Grimya!»
—¡Tranquilízate! —Shalune la obligó a recostarse otra vez, sus palabras un susurro sibilante—. Todo está bien.
Índigo apartó la copa que se le volvía a ofrecer, y murmuró excitada:
—¡No encuentro a Grimya!
—No está aquí. Regresó a vuestros aposentos. Yo la envié allí... Estaba asustada. Bebe un poco más.
—¿Asustada?
Anonadada, Índigo se vio cogida por sorpresa y tomó un nuevo sorbo de la bebida antes de darse cuenta de lo que hacía. El licor tenía un sabor dulce y fuerte; algún tipo de fruta fermentada, se dijo, y sin duda con una buena dosis de alcohol. Su cuerpo empezaba ya a relajarse, .Hinque su mente seguía hecha un torbellino. ¿Qué había asustado a Grimya? Intentó rememorar lo sucedido, y con un sobresalto advirtió que no recordaba absolutamente nada.
—¡Shalune! —Su voz era un agudo siseo—. ¿Qué sucedió? ¿Hablé? ¡No puedo recordar nada!
—Hablaste —respondió la mujer dedicándole su terrible sonrisa como muestra de satisfacción—. Silencio, ahora. Deja que la bebida haga su efecto y te devuelva las fuerzas. —Tras lo cual se acuclilló junto a la litera, impidiendo cualquier otra conversación.
Índigo se recostó en el sillón, contempló desconcertada el lago y las antorchas y a las mujeres que danzaban y cantaban. Empezaba a sentirse mareada por los efectos de la mezcla del incienso en el aire y del alcohol en el cuerpo, pero una única idea se había introducido en su cerebro y la atosigaba, negándose a ser reprimida. Algo no estaba bien. Sin duda, antes de que cayera en trance, la escena había sido diferente. El recuerdo seguía sin querer materializarse, y la bebida le embotaba el cerebro a la vez que aliviaba la tensión de los efectos posteriores a la conmoción sufrida; pero estaba segura de que había habido otras personas aquí, y que algo extraño e inquietante había sucedido. ¿O acaso se engañaba a sí misma? No, porque, si así fuera, ¿qué podía haber asustado tanto a Grimya que había estado dispuesta a huir de regreso a las cuevas?
Índigo miró más allá del resplandor de las antorchas en dirección al lago. El lago... Durante unos instantes su confundido cerebro no percibió más que la imagen de las negras aguas, la multitud reunida junto a la orilla, la ceremonia, los tambores. Entonces, de improviso, una chispa de comprensión surgió del subconsciente y encajó donde debía.
Al momento se sentó muy erguida y escudriñó a la muchedumbre. Franqueada la primera barrera, el recuerdo de lo que había visto antes de caer en trance empezaba a regresar con toda nitidez, como el retrato de un artista que va tomando forma lentamente. Del lago..., habían salido del lago, ella los había visto. Fantasmas, espíritus, lo que fueran, habían salido de la espesa niebla que envolvía las aguas e ido a reunirse con los seres vivos que habían dejado atrás. Niños..., había habido tres niños, cogidos de la mano, ensangrentados, acusadores. Un hombre decapitado, un joven víctima de las fiebres, una anciana demente; muchos, muchos otros. Ella los había visto a todos. Y —la última y más dolorosa conmoción la sacudió con rudeza— ¡había visto a Fenran!
Índigo apretó las manos con fuerza sobre los brazos del sillón mientras miraba a su alrededor desesperada. Pero ahora ya no había apariciones. La neblina se había desvanecido y el lago era un tranquilo espejo negro, que reflejaba únicamente las antorchas y el afable rostro redondo de la luna. Los aparecidos se habían marchado. Pero ¿adonde? ¿Habían vuelto a fundirse con las aguas que los habían vomitado, o seguían aquí, invisibles, los muertos mezclándose con los vivos y moviéndose entre ellos?
—¡Shalune! —susurró inclinándose y agarrando a la mujer por el hombro—. ¿Dónde...?
—¡Chisst! —Shalune le pellizcó el brazo con fuerza a modo de advertencia—. ¡Ahora no!
La sacerdotisa se deshizo de su mano, y, con un violento gesto, Índigo intentó volver a sujetarla. Empezó a levantarse de su asiento, pero volvió a dejarse caer en él; la cabeza le daba vueltas y las piernas se negaban a obedecerla. La tisana era más fuerte de lo que había creído, su efecto tan poderoso que le había robado las fuerzas y la coordinación.
Respirando con dificultad y llena de confundida frustración, intentó controlar sus alborotados pensamientos y obligarse a sí misma a razonar de forma más coherente. Fenran no estaba aquí. No podía estar. El incienso y los cánticos y la tensa atmósfera fantasmagórica habían abierto,! las compuertas de su imaginación, y aquella última figura solitaria que había salido del lago, con el rostro ceniciento y el andar encorvado y dolorido, debía de haber sido una alucinación. Lo había visto porque quería verlo; puede que incluso lo hubiera esperado, pues esta estrafalaria ceremonia a la luz de la luna llena era una ceremonia de la muerte, ¿y en qué otro lugar podía esperar encontrar a Fenran sino entre las sombras de los muertos?
La vieja y pesada carga que tan bien conocía se instaló en el corazón de Índigo, y ésta volvió la cabeza a un lado para que Shalune no viera las lágrimas que empezaron a brillar de improviso en sus pestañas. Por un único instante había sentido algo parecido a la esperanza, pero el frío razonamiento la había hecho pedazos. Había soñado o sufrido una alucinación; no sabía cuál de las dos cosas ni le importaba. Todo lo que importaba era la dolorosa conciencia de que su amor perdido no se encontraba entre los que habían regresado esta noche, aunque sólo hubiera sido un momento, para reunirse con los seres queridos que habían dejado atrás.