Súbitamente, los tambores callaron. Absorta en sus desdichados pensamientos, Índigo dio un respingo al desvanecerse los últimos ecos y ser absorbidos por los apiñados árboles. Parpadeó con rapidez, intentando, aunque su mente se rebeló contra ello, regresar a la realidad y al momento presente. ¿Había terminado la ceremonia? No lo parecía, pues la muchedumbre estaba en tensión como si esperara algo, y las sacerdotisas que se ocupaban del brasero seguían amontonando más incienso en su interior. Entonces, rompiendo el momento de calma, se dejó oír la potente voz de Uluye:
—¡La Dama Ancestral nos ha hablado!
Las danzantes habían retrocedido y la Suma Sacerdotisa se encontraba sola en el centro de la polvorienta plaza. Con un gesto teatral, extendió un brazo para indicar la roca y la figura entronizada e inmóvil de Índigo.
—¡Escuchadme ahora! ¡Escuchadme, y os diré qué mensaje nos trae!
Uluye estaba ronca, bien por la excitación, bien de tanto gritar. La multitud se echó hacia adelante, escuchando con avidez, y, con una gracia sinuosa que era a la vez impresionante y algo repelente, Uluye empezó a andar. Avanzó en dirección a la multitud como un gato que va de caza, deteniéndose cada dos por tres para clavar la mirada en algún rostro atemorizado o para hacer algún rápido movimiento con la mano que hacía retroceder a los que la observaban. La sacerdotisa poseía un muy afinado sentido de lo teatral; los seguidores del culto estaban cautivados y resultaban tan maleables como si fueran pedazos de arcilla blanda en sus manos. Entonces, la mujer se detuvo.
—Esta noche hemos sido doblemente bendecidos —anunció; su voz resonaba fantasmagóricamente en la pared del zigurat—. La Dama Ancestral nos ha otorgado no sólo un favor, ¡sino dos! Ha enviado a sus sirvientes, que ahora habitan con ella bajo las aguas del lago, para comunicarse con nosotros. ¡Y aún más, también ha juzgado conveniente hablarnos por medio de su oráculo! Y el mensaje que nos comunica es... —giró lentamente sobre uno de los talones, con ojos relucientes como pedazos de azabache tallados a la luz de las antorchas— ... ¡el mensaje que nos trae es uno de justicia!
Empezó a moverse otra vez, buscando al parecer un rostro concreto entre los allí reunidos. Incluso Índigo estaba como hipnotizada por ella, y por primera vez se dio cuenta de que Uluye realmente poseía poder, no tan sólo el poder temporal de un gobernante laico, sino un auténtico don oculto. La atmósfera que rodeaba a la Suma Sacerdotisa estaba cargada de electricidad. Su congregación —no existía otra palabra para ellos, y eran suyos, totalmente suyos para que los manipulara a voluntad— estaba pendiente de cada movimiento, de cada palabra, como niños bajo el dominio de un mentor terrible y a la vez querido.
—Justicia. —Uluye repitió la palabra con un impresionante siseo—. ¿Quién de entre vosotros teme el juicio de la Dama Ancestral?
Volvió a detenerse y señaló a uno de los reunidos; luego empezó a darse la vuelta con premeditada lentitud, mientras su dedo extendido encontraba otro blanco, y otro, y otro.
—¿Quién tendrá motivo para arrodillarse en alabanza y agradecimiento esta noche, y quién tendrá motivo para alimentarse? ¡La Dama Ancestral lo ve todo! ¡La Dama Ancestral lo sabe todo! Por medio de su nuevo oráculo os ha juzgado, y yo, Uluye, he sido encargada por el oráculo para dispensar la correcta y oportuna justicia de nuestra señora, que reina sobre nuestras almas.
Se escuchó una voz femenina, gimoteando con una emoción que tanto podía deberse al nerviosismo de la alegría tomo a la desesperación del sufrimiento. Uluye giró en redondo y descubrió el origen del grito con sobrenatural precisión.
—¡Tú! Sí, te veo y te escucho de la misma forma que te ha escuchado la Dama Ancestral. Adelántate, hija mía. Ven a mí. ¡No oses reprimirte!
Despacio, temblando de miedo, la joven viuda cuyo esposo había muerto víctima de unas liebres salió de entre la muchedumbre. Uluye aguardó; la joven se acercó y cayo de rodillas a los pies de la Suma Sacerdotisa.
—Hija mía —dijo Uluye—, tu esposo abandonó el servicio de la Dama Ancestral para que pudieras ver su rostro de nuevo y renovar tu compromiso con él. Todo lo mal has hecho, y nada se te puede reprochar. Has sido fiel a su recuerdo y no lo has defraudado ni vuelto los ojos a otro, y, así pues, te diré ahora cómo te recompensa la Dama Ancestral. Durante el transcurso de este año conocerás a otro buen hombre, y tu corazón doliente curará su herida. Puedes unirte a este otro hombre sin temer la ira de tu esposo muerto, y puedes hacerlo tu esposo y dormir los dos juntos bajo el mismo techo con la certeza de que ningún espíritu vengativo ni ningún hushu hambriento se arrastrará hasta tu lecho cuando la noche alcanza su momento más oscuro. —Extendió una mano y la posó sobre la coronilla de la inclinada cabeza de la muchacha—. Vete ahora, hija. Rinde tu homenaje, y regresa a tu casa sin temor.
Sin dejar de temblar de forma incontenible, la joven viuda se puso en pie. Desde el otro extremo de la plaza, Índigo vio cómo sus ojos brillaban igual que candiles a la luz de las antorchas, y la expresión de creciente alegría de su rostro, de esperanza reavivada donde momentos antes no había más que desesperación, fue para ella como un puñetazo. Mientras la muchacha, conducida por Uluye, empezaba a avanzar vacilante hacia ella, Índigo sintió como si algo en lo más profundo de su ser se hubiera convertido en cenizas. Comprendía el dolor de la joven; comprendía, también, lo que significaba recibir la esperanza de un nuevo amor cuando el antiguo parecía perdido irremediablemente.
Mentalmente rememoró un rostro, no el de Fenran esta vez, sino otro que en una ocasión, años atrás, creyó durante un corto tiempo que podría haber ocupado el lugar de Fenran en su corazón. Había estado lamentablemente equivocada, y la seguía obsesionando el aguijoneante remordimiento de la estupidez cometida. Pero a lo mejor esta noche, como oráculo de la Dama Ancestral, había, de alguna forma, reparado el antiguo error siendo el instrumento a través del cual se iba a otorgar a esta desdichada joven una segunda oportunidad para ser feliz. Resultaba una cruel ironía, pues al parecer poseía los medios de conseguir para otros la única cosa que ella misma ansiaba por encima de todo y no podía alcanzar. Nadie podía conceder a Índigo la certeza de la esperanza. Ni el oráculo, ni Uluye, ni siquiera la Dama Ancestral.
La viuda llegó ante la roca y se detuvo. No se atrevía a levantar la cabeza para mirar al oráculo a la cara, pero dobló una rodilla a modo de torpe reverencia y con manos vacilantes rozó el reborde de la túnica de Índigo. Las miradas de Uluye e Índigo se encontraron por encima de la encorvada figura, y los ojos de la sacerdotisa se entrecerraron al vislumbrar algo que Índigo hubiera querido que no viera.
—Es suficiente, hija mía. —Uluye posó la mano sobre el hombro de la muchacha y la echó hacia atrás. Su expresión era pensativa y algo vacilante.
Índigo contempló como la joven se alejaba, y el gusano de la envidia que se había agitado en su interior se desvaneció. ¿Cómo podía envidiarle a la joven viuda su suerte? No sabía si la promesa de la Dama Ancestral resultaría cierta o falsa, y en ciertos aspectos eso parecía irrelevante.
La muchacha creía, y en la fe existía la esperanza y la curación, Índigo rezó en silencio para que, al menos para esta joven, la esperanza fuera una realidad y no una ilusión.