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—¡Oh! —dijo—. Comprendo. —Pasó junto a Índigo y Grimya para detenerse frente a la estructura. Sus ojos dedicaron al cadáver una rápida mirada crítica y evaluadora— Así que está muerta. Ha sido más rápido de lo que pensaba. — Desvió la mirada en dirección al lago—. La Dama Ancestral ha decidido ser compasiva en esta ocasión.

¿Compasiva? —repitió Índigo, anonadada.

—Desde luego —repuso la Suma Sacerdotisa, contemplándola con sorpresa—. Existen muchísimas formas di morir mucho menos cómodas que ésta. Imagino que perdería el conocimiento con mucha rapidez.

Índigo le devolvió la mirada, con un estremecimiento de repugnancia ante la inhumana indiferencia de Uluye.

Imaginas... ¿Me estás diciendo que no la mataste?

—¿Yo? —En esta ocasión la sorpresa de Uluye era inconfundiblemente genuina—. ¡Claro que no!

—¿Quién lo hizo?

—Sus víctimas. ¿Quién si no? Ella los asesinó, de modo que es justo que sean ellos quienes la asesinen a su vez.

Índigo recordó entonces que la noche anterior, mientras la transportaban hacia las escaleras, había visto volver a formarse la niebla y había vislumbrado tres figuras avanzando en dirección a la orilla...

—Diosa de mi corazón —dijo en voz baja.

—Tal y como te dije en la ceremonia, ¿por qué te sientes tan escandalizada? — repuso Uluye mientras en sus labios se dibujaba una fría sonrisa—. Fueron las

palabras de la Dama Ancestral las que la condenaron a muerte, no un decreto mío. Lo cierto es que deberías considerarte a ti misma como su juez, ya que eres el oráculo por medio del cual nos habla nuestra señora.

—Eso es lo que tú dices —contestó Índigo—. Pero no tengo más que tu palabra de que es así, ¿no es cierto, Uluye?

—¿Qué quieres decir? —inquirió la mujer cambiando de expresión—. No te comprendo.

La oscuridad empezaba a aclararse de forma visible. El amanecer se aproximaba, la neblina se disipaba ya y el sol tardaría en salir, Índigo empezó a apartarse del cadáver, deseosa de alejarse de sus inmediaciones antes de que la luz del día la obligara a contemplarlo en todo su horror. Uluye la siguió. No repitió la pregunta, pero Índigo intuyó que se contenía con un gran esfuerzo y gracias a su sentido de tozudo orgullo.

De alguna forma, sin saber cómo ni por qué, había tocado a Uluye en un punto flaco. Había algo más en todo y aquí y ahora, sin nadie que pudiera escucharlas, Índigo se preguntó si no habría encontrado un arma con que resquebrajar la máscara de piedra de la Suma Sacerdotisa y desafiarla a decir la verdad. La sangre fría de la mujer ante la desagradable muerte de otro ser humano había enfurecido y envalentonado a la muchacha lo suficiente para intentarlo.

Se detuvo cerca de la roca donde había estado colocada la litera la noche anterior y se volvió para mirar a Uluye la cara.

—Puede que seas o no consciente de esto, Uluye —dijo—, ero no tengo el menor recuerdo de nada de lo que me sucedió durante el trance. No sé lo que dije o hice. Por lo que yo sé, podría haber estado sentada en ese trono chillando y gruñendo en una buena imitación de un cerdo, mientras tú te reías interiormente de mis gritos de animal contabas a tu congregación lo que querías que escucharán.

—¡Esto es una blasfemia! —exclamó Uluye con expresión escandalizada.

—No para mí. La Dama Ancestral es tu diosa, no la mía. Es decir, si realmente crees en su existencia.

El color desapareció de los labios de la Suma Sacerdotisa, y sus ojos se abrieron de par en par llenos de rabia. —¡No oses pronunciar tales perversidades en mi presencia! ¡No lo toleraré!

—No tienes otra elección más que tolerarlo, ¿no crees? —rebatió Índigo—. No si yo soy lo que a ti te conviene decir que soy. ¿Qué es lo que soy, Uluye? ¿Soy la elegida para ser vuestro oráculo o no? ¿Hablé realmente anoche, o preparaste todo el espectáculo para embaucar a una muchedumbre supersticiosa y crédula y de ese modo conseguir que creyeran lo que tú querías que creyeran? ¡Dime la verdad!

—¿Te atreves a llamarme farsante? —replicó Uluye siseando como una serpiente.

—Oh, no. No eres una farsante, lo sé muy bien. Pero, cuando el oráculo habla a la gente, ¿a requerimiento de quién lo hace? ¿De la Dama Ancestral... o de ti?

Uluye se quedó mirándola un buen rato. Los primeros rayos del sol rozaban las copas de los árboles ya, y en medio de la neblina la elevada figura de la sacerdotisa parecía aureolada de frías llamas.

—Te mueves por un terreno difícil y peligroso, Índigo —dijo al fin—. He sido elegida para servir a la Dama Ancestral, y, al recusarme a mí, recusas también a nuestra señora. Te lo advierto: ten cuidado, o puedes encontrarte con que tu tiempo de estancia en este mundo finalice antes de lo que esperabas.

—¿Es una amenaza, Uluye? —Índigo permaneció totalmente inmóvil.

—No es una amenaza, es una profecía. Predecir el futuro no es competencia tan sólo del oráculo, y yo conozco la forma de ser de la Dama Ancestral mucho mejor que tú. —Dio un paso al frente, extendió la mano y sujetó a Índigo del brazo—. Puede que seas el oráculo escogido por la señora, pero eres tanto su servidora como todas nosotras.

Índigo intentó soltar su brazo, pero Uluye la retuvo con fuerza. Grimya se adelantó, con un gruñido formándose en su garganta; Índigo la contuvo rápidamente con un mensaje mental. Había conseguido penetrar la barrera de Uluye, aunque en una forma que no había esperado, y no quería perder su ventaja ahora. La sacerdotisa no le haría daño; no le pareció que la mujer estuviera enojada siquiera. Si algo estaba, era asustada.

—Mi lealtad está sólo con una diosa —le dijo Índigo con una calma glacial—.

Y esa diosa es la Madre Tierra.

—No —negó Uluye—. Sirves a la Dama Ancestral. Ella te ha escogido, y te gobierna, de la misma forma en que gobierna a todos nosotros.

De improviso Índigo experimentó una terrible sensación de deja vu. Su propia declaración, la enérgica respuesta a Uluye... Había escuchado tales palabras con anterioridad, había discutido con alguien, reñido de la misma forma. ¿Cuándo y dónde? ¡No lo recordaba!

Te he escogido, y no tienes otra elección más que obedecerme... mano de la sacerdotisa se cerró de pronto con más fuerza alrededor de su brazo. ¿Qué? ¿Qué es?

Por espacio de unos segundos, la escena ante los ojos Índigo desapareció. Luego recuperó los sentidos y se encontró contemplando con ojos nublados el rostro ávido y sorprendido de la sacerdotisa. ¿Te está hablando? —quiso saber Uluye, jadeante—.

Dime, dime.

Antes de que Índigo pudiera responder o protestar, Grimya saltó gruñendo sobre la sacerdotisa y le hizo perder el equilibrio. Uluye retrocedió tambaleante y la loba se impuso entre las dos mujeres, con la cabeza gacha, mostrando los colmillos

—¡No, Grimya! —Índigo había recuperado la compostura externa, aunque se sentía sobrecogida—. No quiere hacerme daño.

La loba se tranquilizó un poco, aunque con el pelaje todavía erizado, y por encima de su cabeza Uluye miró Índigo a los ojos, vacilante. —¿Comprende tu propia lengua...?

—Sí. —Índigo regresó al idioma de los habitantes de la isla Tenebrosa—. No atacará a menos que crea que quiera hacerme daño.

Los ojos de la mujer se entrecerraron y volvió a arrugar la frente. Súbitamente, Índigo comprendió que Uluye no se atrevería a hacerle daño, a pesar de cualquier animosidad que pudiera albergar —y eso seguía siendo un misterio—, pues creía en su diosa de forma tan inquebrantable como Índigo creía en la Madre Tierra, y también creía que la Dama Ancestral había escogido a la muchacha como avatar.