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Grimya agarró con los dientes el borde de la camisa de Índigo y tiró de él con todas sus fuerzas. La tela se desgarró; Índigo giró en redondo, tambaleante, y dio un traspié en dirección a la maleza. Nuevos relámpagos acuchillaron los cielos, y el titánico crujido de un rayo al caer sobre el bosque hizo que Grimya lanzara un gañido y diera un salto atrás, atemorizada. A lo lejos se escuchó el rugido de un árbol al incendiarse, y luego el chisporroteo del fuego y el agua al unirse y entablar combate. Todo el bosque estaba envuelto en una luz cadavérica y parpadeante, y las ramas se doblaban y agitaban como si los árboles luchasen por arrancar las raíces del suelo y huir.

¡Índigo! —volvió a gritar la loba, frenética ahora—, ¡Índigo, por aquí! ¡Ven!

Echó a correr en pos de la vacilante y desconcertada figura, y esta vez consiguió sujetar una de las tiras de las bolsas que la muchacha llevaba a la espalda. Columpiándose en las patas traseras, perdiendo casi el equilibrio, la loba consiguió dirigir a su amiga de regreso al sendero y por unos breves segundos llegó a creer que todo iría bien, que Índigo se serenaría y encontraría las fuerzas necesarias para continuar. Pero fue una esperanza efímera. Un nuevo relámpago centelleó a través del bosque y, cuando su resplandor destacó en espantoso relieve el rostro de Índigo, Grimya vio cómo ésta ponía los ojos en blanco. La loba proyectó una frenética súplica, pero la muchacha se balanceó impotente, se desplomó hacia adelante y cayó boca abajo sobre el suelo. Durante unos segundos permaneció inmóvil; luego intentó incorporarse, apoyándose en las manos, y se dobló hacia el frente vomitando un fino hilillo de bilis y sangre.

El pánico se apoderó de Grimya cuando ésta comprendió que Índigo había llegado al límite de sus fuerzas. La loba no tenía fuerza suficiente para arrastrar a su amiga a un lugar seguro, y empezó a dar vueltas en círculo a su alrededor, gimiendo y lloriqueando y dándole golpecitos con el hocico. Pero Índigo ya no era capaz de responder; permanecía acurrucada en el suelo, abriendo y cerrando las manos espasmódicamente, con un desagradable gemido vibrando en la garganta.

Finalmente, Grimya dejó de girar a su alrededor y, por entre la cortina de lluvia, contempló con desesperación el sendero que se extendía ante ella. No quería abandonar a Índigo, pero con eso tampoco conseguiría ayudarla, y cada momento perdido aquí inútilmente no haría más que empeorar las cosas. Necesitaba ayuda humana. Unía, que encontrar a alguien.

Se acercó a Índigo, intentando explicarle su razonamiento y decirle que pensaba ir en busca de ayuda, pero comprendió al instante que cualquier explicación carecería de sentido. Lloriqueando, dio media vuelta y empezó a avanzar con paso envarado y cansado, chapoteando en el agua que se convertía ya en un torrente ininterrumpido y cada vez más profundo, corriendo, con las pocas energías que le quedaban, sendero abajo. Mientras corría, la loba rezaba en silencio a la Madre Tierra para que tuviera piedad de ella y la ayudara, para que le permitiera encontrar a un cazador o leñador, para que le permitiera encontrar un lugar en el que poder refugiarse, cualquier cosa, cualquier cosa que ayudara a Índigo...

Nada más doblar una curva del sendero, descubrió el kemb y, al frenar en seco, resbaló sobre el enfangado suelo con un gañido de sorpresa.

Durante algunos instantes apenas se atrevió a creer lo que veían sus ojos. El kemb —ésta era una de las pocas palabras del idioma local que había aprendido hasta ahora— Era una construcción de madera de un solo piso, parecida a una cabaña, con un techo de hojas de palma y erigida sobre cuatro postes cortos pero resistentes que la mantenían lejos del alcance del agua y las serpientes. Una galería cubierta recorría toda la fachada, con un tramo de peldaños de madera que conducían hasta ella. Del interior, distinguibles para el olfato de Grimya incluso entre los desagradables olores del bochornoso y empapado bosque, urgían los aromas entremezclados del humo de un fuego de leña, de comida cocinándose y de sudor humano.

¡La Madre Tierra había respondido a sus oraciones! Grimya corrió a la escalera y subió el cono trecho entre gañidos y ladridos. Se escucharon unas voces sorprendidas en el interior del kemb, acompañadas del estrépito de algo que caía al suelo; luego, un hombre fornido y de tez morena apareció en la puerta, seguido de una mujer regordeta. Los ojos del hombre se abrieron desmesuradamente al ver a la temblorosa y empapada loba, y lanzó una retahíla de palabras que sonaron enojadas y asustadas a la vez, al tiempo que agitaba los brazos con energía.

Grimya retrocedió con el estómago pegado al suelo, gimoteando; luego se dio media vuelta y empezó a ladrar en dirección al bosque antes de volverse otra vez y dirigirle una mirada de desesperada súplica. El hombre arrugó el entrecejo, vacilante, y la mujer dijo algo, meneando la cabeza. Grimya, furiosa consigo misma por la frustración de ser incapaz de comunicarse con más claridad, intentó de nuevo transmitir su mensaje. El hombre debió de comprender, pues, tras un rápido intercambio de frases con la mujer, gritó algo al interior del kemb y otro hombre, más joven, hizo su aparición. Los tres se acercaron a Grimya con mucha cautela, sin aproximarse demasiado y sin dejar de hablar en tono interrogativo. La loba meneó la cola, la lengua colgando por entre los dientes; luego bajó la escalera corriendo, volvió la cabeza para mirarlos y lanzó un apremiante ladrido.

Ambos hombres desaparecieron de inmediato en el interior de la cabaña y la loba temió que no la hubieran comprendido, pero, al cabo de un momento, volvieron a salir, el más joven armado con un pesado bastón y el mayor con un machete, y los dos descendieron los peldaños a toda prisa para reunirse con la loba. Grimya dio un salto en el aire, agradecida, para lamer la mano del más joven —se mantuvo prudentemente alejada del cuchillo del otro, no fuera el caso que éste malinterpretara su gesto— y echó a correr por el sendero. Oyó cómo los hombres maldecían profusamente la tormenta, pero parecía como si estuvieran habituados a tales condiciones climáticas, pues la siguieron con rapidez y paso firme.

Por fin Grimya vio delante de ella la figura acurrucada inmóvil de Índigo. La joven estaba tumbada de costado ahora, con ríos de agua rodeándola por todas partes, y la loba se dio cuenta de que, en un principio, los hombres creyeron que estaba muerta. Pero, cuando se inclinaron ante ella, la muchacha se movió y sus párpados se agitaron y se abrieron para mostrar unos ojos enrojecidos que miraban sin ver.

El hombre de más edad lanzó una aguda exclamación más de volverse hacia la loba y realizar un gesto conciliador al tiempo que le hablaba despacio y con dulzura. Él más joven levantó a Índigo y se la echó sobre el hombro, equipaje incluido. Luego, algo tambaleante bajo todo aquel peso, se dio la vuelta y empezó a avanzar pesadamente de regreso al kemb.

De no haber sido porque la ansiedad eclipsaba cualquier otra consideración, Grimya quizás habría pensado que formaban una curiosa procesión cuando el kemb apareció ante ellos. Desde luego, su llegada llamó la atención. La mujer regordeta se encontraba de pie en la galena, esperando verlos aparecer a través de la lluvia, y, cuando por fin alcanzaron la escalera, varias otras personas se habían reunido ya con ella; todas ellas hablaban y lanzaban exclamaciones de sorpresa. Grimya descubrió a otro hombre joven, a una abuela desdentada, a dos mujeres jóvenes y a un pequeño número de niños entre los allí reunidos. La rodearon en un instante y, dándole palmaditas, la obligaron a recorrer la Balería y a pasar al otro lado de la puerta de hojas de palma, donde se vio sepultada por manos y rostros curiosos mientras sus rescatadores se llevaban a Índigo a otra parte. Alguien intentó envolverla en un gran pedazo de tela que apestaba a ceniza y a manteca rancia. Grimya se debatió, deseando tan sólo seguir a los hombres que se llevaban a Índigo, pero la rodeaban demasiados rostros ansiosos y la sujetaban demasiados brazos, y de repente se sintió muy cansada para resistirse. Empezó a temblar; luego, bruscamente, las patas se negaron a aguantarla y se desplomó sobre el suelo como un cachorro recién nacido. Dos de las mujeres empezaron a arrullarla y a hacerle carantoñas, y alguien le colocó un cuenco de agua salobre bajo el hocico. No le apetecía pero se obligó a lamer unos sorbos para no parecer desagradecida, ante los aplausos satisfechos de sus cuidadores.