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Se escucharon unos ruidos al otro lado de la cortina, y, ante la sorpresa de Grimya, la muchacha salió de la habitación a los pocos segundos. Deteniéndose en el umbral, la joven alisó las arrugas que la larga vela le había dejado en la falda, apretó las palmas de las manos contra la espalda como para aliviar el entumecimiento de los músculos, y luego se alejó pasillo abajo, chasqueando los dedos en dirección a la loba y lanzando un gorjeo alentador al pasar a su lado.

Grimya la siguió despacio, y en la habitación almacén la mujer empezó a encender más lámparas y a remover las cenizas de la estufa. Los dibujos proyectados por los haces de luz gris-plata se habían esfumado de la habitación al ponerse la luna, y, en el exterior, el bosque empezaba a despertar con la llegada del amanecer. Grimya supuso que los otros habitantes del kemb no tardarían en hacer su aparición; a lo mejor, una vez que la familia estuviera inmersa en los quehaceres del día, ella podría escabullirse e ir a ver a Índigo. Animada por ese pensamiento, la loba se acomodó de nuevo en su improvisada cama y se dedicó a observar las idas y venidas de la muchacha.

La luz empezó a filtrarse al interior del kemb, obligando a las sombras a retroceder; pocos minutos después otros sonidos humanos empezaron a romper el silencio y, primero el hombre joven, luego la mujer más anciana, y más tarde las niñas penetraron en la habitación bostezando. Las dos mujeres sostuvieron algo parecido a una discusión en voz muy baja, con muchos refunfuños y suspiros por parte de la de más edad, pero Grimya no tuvo la menor idea del tema de la conversación hasta que la anciana vertió algo que había estado removiendo sobre el fuego de la estufa en un cuenco de madera y las dos volvieron a salir por la puerta en dirección a las habitaciones interiores. Transcurrieron varios minutos pero no regresaron, y de improviso una inquietante corazonada puso de punta los pelos de Grimya.

El hombre y las niñas no la observaban, de modo que se incorporó y salió al pasillo sin que la vieran. Brillaba una luz por debajo de la cortina de la tercera habitación, y al acercarse escuchó unas inquietas voces ahogadas y percibió el fuerte olor de una cocción de hierbas.

La corazonada de Grimya se transformó en pánico y, corriendo hasta la cortina, se abrió paso a través de ella. Las mujeres se volvieron, asustadas, y por un instante sus pensamientos y emociones quedaron retratados en sus rostros, confirmando lo que ella más temía: estaban poniendo en práctica todos sus conocimientos, pero hasta ahora sin resultado, Índigo no mostraba la menor señal de mejora... y las mujeres empezaban a desesperar.

CAPÍTULO 2

Todas las mujeres del kemb intentaron con señales y palabras amables tranquilizar a Grimya, pero la loba se negó a dejarse consolar y al final, dándose por vencidas, le permitieron velar junto al lecho de Índigo. La loba se quedó allí durante todo el sofocante día, vigilando constantemente el rostro congestionado y febril de su amiga, estirando el morro de vez en cuando para lamer suavemente una de sus ardientes manos.

Índigo permaneció inconsciente la mayor parte del tiempo, pero en ocasiones se agitaba en la cama y abría los ojos, clavándolos sin ver en el techo durante unos instantes antes de empezar a dar vueltas y ponerse a gritar delirante. Grimya jamás había visto ataques de esa especie, y los salvajes pensamientos que brotaban del subconsciente de la muchacha como una llamarada incontrolada aterrorizaban al animal. Cada vez que esto sucedía, la loba se precipitaba a la puerta, ladrando frenética; alguien acudía corriendo a la llamada, volvía a lavar el rostro y torso de Índigo, obligándola a beber por entre los apretados dientes alguna nueva pócima de hierbas, y durante un tiempo la muchacha se calmaba, pero a poco el desagradable ciclo se iniciaba de nuevo.

Las mujeres hacían todo lo que podían, pero con la llegada de la tarde resultó evidente para todos los habitantes del kemb que Índigo no respondía al tratamiento. La fiebre había empeorado, los intervalos entre los ataques de delirio eran cada vez más cortos, y los limitados conocimientos curativos de las mujeres habían llegado a su fin. Grimya comprendió que habían renunciado a toda esperanza de curarla por medios normales cuando, al caer la noche sobre el bosque, todas las mujeres de la casa penetraron en la cerrada y sofocante habitación y se reunieron alrededor del lecho. Encendieron unas velas cortas y gruesas que desprendían un humo espeso que hizo que Grimya mostrara los dientes inquieta, y empezaron a repetir un curioso cántico desafinado mientras la más anciana agitaba por encima de la cabeza de Índigo un bastón cincelado y adornado con borlas.

Eran rezos o conjuros... Habían aceptado la derrota e intentaban ayudar a la enferma con el último recurso de apelar a la magia, o a los dioses o poderes que veneraran. Grimya se estremeció al ver que el monótono cántico parecía no terminar jamás. Luego, incapaz ya de soportarlo por más tiempo, se escabulló por entre la cortina hasta el pasillo, donde se tumbó con el hocico sobre las patas delanteras, llena de desdicha.

Las mujeres siguieron con su vela hasta el amanecer. De vez en cuando los cánticos se detenían durante unos instantes, y Grimya levantaba la cabeza entre asustada y esperanzada; pero entonces el murmullo de las voces volvía a iniciarse y aquel ritual de pesadilla seguía adelante. Sola en el pasillo, sin otra compañía que sus propios pensamientos, la loba se preguntaba una y otra vez qué iba a ser de Índigo. Estaba segura de que las mujeres pensaban que su compañera iba a morir, y ella no podía transmitirles la verdad: que Índigo no podía morir, sino que estaba condenada a seguir viviendo, tal y como había hecho durante casi cincuenta años, sin envejecer y sin la amenaza —o la promesa— de la muerte.

Sin embargo, aunque el destino pudiera haberla convertido en inmortal, no la había hecho inmune a males y enfermedades, y Grimya no sabía qué podía suceder a su amiga si la fiebre no remitía. ¿Quedaría atrapada en una especie de limbo, reducida a una envoltura inerte, pero aferrada todavía a la existencia física? ¿Se vería afectado su cerebro, destrozado el cuerpo más allá de toda esperanza de recuperación? Grimya no conocía las respuestas, y sus conjeturas la asustaban.

La loba dio alguna que otra cabezada a medida que avanzaba la noche, pero siempre aparecían pesadillas desagradables listas para saltar sobre ella y arrancarla de su sueño con un estremecimiento. Por fin, no obstante, vio cómo los primeros indicios del alba empezaban a iluminar la estrecha ventana del final del pasillo, y, cuando se levantaba, alzando el hocico para olfatear el cambio en el aire, la cortina de la puerta de Índigo se movió y salieron las mujeres. Dirigieron una rápida mirada a la loba pero no dijeron nada y se alejaron en dirección a la habitación principal. Sólo la joven que había sido la primera en ganarse la amistad de Grimya, y que fue la última en salir, se detuvo y bajó la mirada.

¡Ssh!

Se llevó un dedo a los labios y luego se agachó para acariciar la cabeza de Grimya, hablándole con su voz suave y pausada, pero también pesarosa. La loba empezaba a comprender poco a poco algunos retazos del idioma nativo. Conocía las palabras que significaban «no», «tranquila» y «dormir», y podía hacerse una idea del significado de algo por la inflexión de la voz, de modo que supuso que la mujer intentaba decirle que Índigo dormía y no podía hacerse nada más por el momento. La loba le lamió la mano —era la única forma que conocía de demostrar su gratitud por la amabilidad y persistencia de la familia— Y, mirando esperanzada en dirección al umbral, lanzó un gemido inquisitivo. La mujer sonrió, aunque con tristeza, y apartó la cortina a un lado para dejar pasar a Grimya.