La mujer gruesa se detuvo en el umbral de la puerta que daba al pasillo y paseó la mirada por la habitación con expresión crítica. Todos los habitantes del kemb se encontraban reunidos con aire respetuoso en un lado de la sala, y durante quizá medio minuto nadie dijo nada. Entonces la mujer gorda hizo un rápido gesto de asentimiento con la cabeza y, tras proferir un gruñido que parecía significar muy bien, avanzó hasta el adornado sillón y se sentó.
La atmósfera se relajó de forma ostensible. Con un apagado suspiro de alivio, el más anciano de los hombres chasqueó los dedos en dirección a las mujeres de menor edad, y éstas corrieron junto a la estufa y empezaron a llenar cuencos de madera con el contenido de tres ollas que hervían sobre ella. Otro hombre sacó copas y vertió en ellas una infusión de olor penetrante contenida en una jarra de piedra. Entregó la primera copa a la anciana señora de la casa, quien por su parte la ofreció a la mujer gruesa, y la aceptación de ésta fue la señal para que se llenaran otras copas. Llegados a este punto, a la anciana se le permitió sentarse; los demás, no obstante, permanecieron en pie mientras las mujeres, mudas y con los ojos abiertos de par en par, depositaban cuencos de comida en el suelo a los pies de su invitada. La mujer seleccionó un bocado de cada uno, lo masticó con cuidado, asintió aprobadora y luego se volvió para hablar con la anciana, quien, al parecer, era la única de los presentes que merecía ser tratada de modo parecido a un igual.
Grimya, que había conseguido colocarse en un lugar lo más próximo posible a la recién llegada sin que resultara demasiado llamativo, escuchó con suma atención las palabras de la mujer y las respuestas de la anciana. Cada vez que la invitada callaba, la anciana asentía con deferencia y repetía las mismas dos palabras: «ain, Shalune». Grimya sabía que ain significaba «sí», y no tardó en comprender que Shalune debía de ser el nombre o título de la mujer gruesa. Ésta, al parecer, estaba o bien dando instrucciones o bien manifestando una serie de hechos, y, a medida que hablaba, la expresión de la anciana y de los miembros de su familia cambió. Algo de lo que Shalune les decía los llenaba de excitación; en un momento dado la rechoncha esposa del propietario del kemb dejó escapar una breve exclamación de deleite. Cuando Shalune acabó de hablar, todos los presentes se inclinaron hacia adelante, las palmas de las manos juntas en señal de respetuosa gratitud.
Grimya, sin embargo, no sintió más que inquietud. A diferencia de los habitantes del kemb, la mente de Shalune estaba psíquicamente activa y, por lo tanto, abierta a un ligero sondeo telepático, al menos a un nivel muy superficial, de modo que la loba había conseguido interpretar parte de sus pensamientos mientras hablaba. Por lo que parecía, ella y sus acompañantes consideraban de alguna manera importante a Índigo. Grimya no sabía cómo ni por qué, pero el sentido de sus pensamientos era inequívoco..., de la misma forma que lo eran sus intenciones. Pensaba llevarse a Índigo del kemb a algún lugar —la loba no lo pudo comprender con claridad— de especial significado, en tanto que la familia sería recompensada o recibiría algún privilegio particular por su diligencia en cuidar de ella antes de la llegada de Shalune. Mientras los anfitriones de Shalune repetían su agradecimiento una y otra vez, Grimya sintió un nudo en el estómago. ¿Dónde encontraba ese lugar al que se refería Shalune? ¿Y por que planeaba llevar a Índigo allí? ¿Qué querían de ella las mujeres? Si pensaban hacerle daño de alguna forma... Pero no, argumentó Grimya, no había percibido ninguna intención hostil en los pensamientos de Shalune; más bien lo contrario, Índigo era importante para estas desconocidas. Pero ¿por qué? No tenía sentido.
Subrepticiamente, la loba miró en dirección a las habitaciones interiores, preguntándose si podría escabullirse para ir a ver a Índigo sin que nadie se diera cuenta, pero entonces recordó que las tres acompañantes de Shalune se encontraban todavía en la habitación de la cortina. Debía ser paciente y esperar el momento oportuno, enfrentarse a sus temores y aguardar para visitar a su amiga el momento en que, si es que se daba el caso, quedara sola durante unos minutos. No resultaría fácil, pero, por ahora al menos, era todo lo que podía hacer. Desconsolada, se tumbó en el suelo a esperar.
La oportunidad de Grimya se presentó algo después del mediodía. Tras su comida, Shalune fue a reunirse con sus compañeras en la habitación de Índigo, y tardó bastante ni regresar. Pero, cuando lo hizo, el corazón de la loba se puso a latir con fuerza, pues esta vez las cuatro mujeres penetraron juntas en la sala almacén, dejando sola a Índigo.
Para entonces, ya había corrido la voz de la presencia allí del grupo. La anciana, presumiblemente con la autorización de Shalune, había enviado a los muchachos más jóvenes a comunicar la noticia a sus vecinos, y una pequeña multitud se había reunido en respetuoso silencio fuera del kemb. La mayoría traían algún regalo a las mujeres, y, tras saciar la sed con otra copa de la infusión casera, Shalune condescendió a salir a la galería para echar un vistazo a las ofrendas. Los regalos eran, al parecer, el precio que se esperaba pagar por pequeños servicios tales como una receta médica, un consejo o una sentencia en una disputa.
Estaba muy claro ahora que Shalune y sus acompañantes eran las guardianas y los instrumentos de la religión, la ley o ambas cosas, y el que ahora tuvieran que ocuparse de los recién llegados facilitó a Grimya la oportunidad que esperaba. Teniendo buen cuidado de que la mujer joven del kemb no la estuviera vigilando, la loba avanzó lentamente a lo largo de una de las paredes de la habitación, para luego deslizarse por la puerta sin ser vista y correr pasillo adelante hasta la habitación de Índigo. Empujó la cortina a un lado con el hocico, pasó al otro lado... y se detuvo en seco.
Índigo estaba sentada en la cama. Tenía la espalda apoyada en mullidos almohadones y su piel parecía un pedazo de papel fino y húmedo, pero estaba consciente y, cuando sus ojos se encontraron, Grimya supo que la fiebre había desaparecido casi por completo. «¡Índigo!»
La loba recordó justo a tiempo que no debía gritar en voz alta el nombre de su amiga. Corrió hasta el lecho y saltó sobre él, todo el cuerpo temblando de excitación mientras lamía el rostro de Índigo.
—¡Oh, Grimya! —Índigo la apretó contra ella con toda la fuerza de sus menguadas energías—. ¡Grimya, Grimya! «¡Chisst!», le advirtió la loba. «Se supone que no debo estar aquí. Me echarían si lo supieran, Índigo, ¿estás bien? ¡He estado tan preocupada!»
Índigo la soltó y dejó caer los brazos a los costados, agotada por el esfuerzo de abrazar a la loba, aunque intentó evitar que Grimya se diera cuenta de lo débil que estaba. «Mejoro con rapidez, cariño», le transmitió en silencio. «No sé lo que me dio esa mujer, pero eliminó la fiebre más deprisa que ningún elixir que conozco. » Calló unos instantes. «¿Cuánto tiempo be estado delirando?»