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—¿No las oyes? —exclamó Índigo.

—LAS OIGO, PERO ES TARDE. MI CÓLERA DEBE SER APLACADA, Y MIS SIRVIENTES, PAGARLO. ¡DEBERÁN HACER PENITENCIA POR SU DESAFÍO, Y TEMERME!

—¡Pero no te han hecho ningún mal! —le respondió la muchacha a gritos—. ¿Qué crimen han cometido? ¿Qué pecado?

—MI SUMA SACERDOTISA HA FALTADO A SU DEBER. SU HIJA SE NEGÓ A ENTRAR A MI SERVICIO, Y SIN EMBARGO ULUYE NO LE IMPUSO EL CASTIGO QUE DECRETÉ. EL FRACASO DE UNA ES EL FRACASO DE TODAS.

De improviso, la luz plateada de la superficie del lago resplandeció deslumbradora, y la voz de la Dama Ancestral adoptó un nuevo tono, doblemente siniestro.

Uluye, haz callar a tus mujeres y mírame.

El cántico se hundió en el caos antes de caer en un silencio espantoso. Arrastrando los pies, con paso inseguro, con la misma falta de voluntad propia de un hushu, Uluye dio tres pasos al frente; entonces le fallaron las fuerzas, y cayó de rodillas en la arena.

—HAS HECHO MAL, ULUYE —salmodió la voz con crueldad— TE DI A CONOCER MI VOLUNTAD, PERO NO ME OBEDECISTE. AHORA HAY QUE PAGAR EL PRECIO. ¿CARGARÁS TÚ CON LA PENITENCIA, O TENDRÉ QUE ENVIAR HUSHU A DESGARRAR LOS CUERPOS DE TUS MUJERES, Y PESADILLAS PARA ATORMENTAR SUS MENTES? MI JUSTICIA SE REALIZARÁ, Y NO PODÉIS ESCAPAR A ELLA. ESCOGE, ULUYE. EN TU INTERIOR SABES PERFECTAMENTE CUÁL HA DE SER EL PAGO. ESCOGE.

Durante unos segundos Uluye permaneció totalmente inmóvil. Luego, vacilante pero resuelta, se incorporó muy despacio.

—Mi dulce señora... —su voz era apenas un susurro, pero se escuchó con espeluznante claridad en el repentino silencio que se había apoderado del lugar— , aquí me tenéis ante vos. Soy vuestra sierva, pero he faltado a vuestro servicio. La falta es mía, y mío ha de ser el justo y legítimo castigo. No soy digna de pedir vuestra clemencia; no merezco esperar vuestro perdón. Sólo rezo para que mi penitencia nos sirva a todas, y que mis hermanas puedan vivir en la esperanza de que mi destino les sirva para volver a obtener vuestro amor, que es la fuente de nuestra existencia.

Y, en la mente de Índigo, Grimya exclamó silenciosa y apremiante: «¡Índigo! ¡Tiene un cuchillo!».

Con una violenta sacudida mental, Índigo regresó a la realidad como movida por un resorte, y comprendió con horror que ella misma se había visto momentáneamente atrapada en la red de la Dama Ancestral, hipnotizada por la voz sobrenatural, prendida en el enfrentamiento entre la diosa y su Suma Sacerdotisa. Sólo ahora se daba cuenta de las intenciones de Uluye... y, al mismo tiempo, comprendió que ninguna palabra suya haría cambiar de opinión a la Dama Ancestral ahora. Había perdido. El miedo, el demonio del miedo, había vencido.

«¡No! —pensó—. ¡No! ¡No puede ser! No puedo fracasar. Existe otra forma, un poder mayor...»

Una voz hueca había empezado a reír dentro de su cerebro. En su visión mental, unos ojos como carbones envueltos en una llama plateada ardían con hielo y fuego. Y un centenar, un millar, diez millares de voces le gritaban:

«nosotros somos ella... ella es nosotros... ayúdala... ayúdanos, Índigo... Índigo...».

Índigo, Índigo, Anghara, Némesis, lobo, emisario, avalar, diosa. De improviso le parecía estar en cinco lugares a la vez: era Índigo, contemplando horrorizada cómo Uluye levantaba el cuchillo sujetándolo con ambas manos; era Grimya, paralizada e impotente; era Uluye, observando atemorizada la hoja que sostenía sobre su propia cabeza, pero a la vez demasiado consumida por su deseo de contentar a su diosa para detener su mano; y, también, se encontraba de regreso en el mundo subterráneo, con los muertos clamando a su alrededor; y era la Dama Ancestral en persona, una arremolinada columna de humo, una voz surgida de un lago de plata, una diminuta criatura arrugada acurrucada en la oscuridad y demasiado asustada para mostrarse por miedo a perder su dominio sobre sus seguidores humanos. Era todas estas cosas, y más. Y el miedo que aprisionaba a cada una de ellas era un gusano que se retorcía bajo sus pies.

Examinó con atención las profundidades de su corazón, de su alma, y comprendió. La lección aprendida en el mundo de los muertos había sido mayor de lo que imaginaba la Dama Ancestral; mayor incluso de lo que ella misma había imaginado hasta ahora. No necesitaba ningún avatar que le mostrase el camino, o que mediara entre su propia alma y el auténtico poder que existía detrás de la vida y la muerte, el poder que era el amor que las envolvía a ambas. Ella era, un avatar. Era la hija de la Madre Tierra, y, si el ser de la Dama Ancestral poseía la chispa de la divinidad, también la poseía su propio ser. Era hermana de la Dama Ancestral, como lo era de miles de millares de otras como ella. Pero, en tanto la Señora de los Muertos temía por su puesto en el esquema de cosas, la entidad llamada Índigo lo había aceptado y abrazado. Ésa era la diferencia entre ambas. Y, de las dos, ella era la más fuerte ahora.

Índigo fue hacia la enojada, burlona y aterrada imagen de su mente, y se hizo con ella. Abrió los ojos de golpe, y eran ojos como tizones, circundados de llamas plateadas, que relumbraban con hielo y fuego. Dirigió la mirada al otro lado de la plaza al lugar en el que se encontraba Uluye sola.

La hoja del cuchillo pendía sobre el corazón de la Suma Sacerdotisa. Uluye contempló el mundo por lo que creía que era la última vez en su vida; luego cerró los ojos y sus palabras resonaron en la ciudadela y el bosque mientras gritaba con orgullo y fuerza:

—¡Por mi señora, no me importa morir!

Y, del lugar en el que había estado Índigo, surgió una nueva voz:

—DÉJALO.

Era tan suave, pero aun así tan poderosa, como un mar en calma, y llenó la plaza, llenó las mentes de todos los que la oyeron, como luz líquida. Sobre el lago, la negra columna se estremeció como golpeada por una galerna. Sobre la plaza, una multitud de ojos oscuros y asustados se volvieron...

La figura de pie en la arena no era Índigo... o, si lo era, entonces Índigo ya no era totalmente humana, sino mucho, mucho más poderosa. Una aureola dorada brillaba a su alrededor, como si el sol acabara de alzarse de la oscuridad a su espalda. Una capa hecha de cielo y tierra y agua y fuego le caía de los hombros, y sus cabellos eran una reluciente cascada de todos aquellos colores y más, derramándose, entremezclándose, vivos. Tan sólo el rostro no había cambiado. Y los ojos...

Los ojos eran los negros ojos de la Dama Ancestral, y los lechosos ojos dorados del emisario que la había empujado a su misión, y los ojos plateados de Némesis, y los ojos ambarinos de un lobo, y los ojos azul-violeta de una mujer que había conocido el amor y visto la muerte, y que, después de medio siglo de vagabundeo, todavía se esforzaba por comprender. A Uluye le resbaló el cuchillo de los dedos, mientras que las sacerdotisas, como una sola, caían de rodillas.

Y de la nebulosa torre de oscuridad que flotaba sobre el corazón del lago brotó un fino y atemorizado lamento, como el llanto de un niño al despertar en la noche y encontrarse solo.

El ser que era Índigo se giró. Detrás de él, en el cuadrado ceremonial, tres antorchas seguían ardiendo de forma irregular, aunque su luz resultaba ahora un pálido reflejo de la luz que llameaba a su alrededor. Más allá de las antorchas, los hushu aguardaban, Índigo percibió sus destrozadas mentes, su dolor, su desdicha, la esperanza que seguía flotando tal como el humo permanece cuando todo lo demás se ha consumido; y los compadeció.