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Índigo se llevó la mano al cuello y tiró de la cinta de cuero que sujetaba la bolsa de la piedra-imán. El tiempo había vuelto quebradiza la vieja correa de cuero, que se rompió con facilidad, y la muchacha se quedó con la bolsa en la mano. No quería mirar la piedra, ni tan siquiera por última vez; estaba decidida, y nada la disuadiría ahora.

Arrojó piedra, bolsa y correa, todo junto, bien lejos en dirección al lago. Descendieron girando como una peonza, apenas visibles a la luz de la luna y las estrellas..., y a poco un leve centelleo rompió la uniformidad del lago porcunos instantes cuando chocaron contra las aguas.

«Esta es la pequeña ofrenda que te hago, señora —pensó—. Acéptala como muestra de mi gratitud, ya que me mostraste que aquello a lo que temía por encima de todo no tenía fundamento. Fenran está vivo, y creo que puedo encontrarlo. Ninguna otra cosa me importa ahora, y te doy las gracias por ponerme en este sendero.»

Ninguna respuesta se agitó en su cerebro, como ya había supuesto que no sucedería. El vínculo estaba roto. Sin embargo, pensó Índigo, algo de la Dama Ancestral viviría siempre en su interior a partir de ahora; un legado del avatar que llevaba dentro de su propio ser, el avatar que había despertado aquí y que había sabido, fugazmente, lo que era ser una diosa.

Bajó los ojos hacia Grimya y sintió el cálido y cariñoso contacto de la mente de la loba cuando ésta le devolvió la mirada. Grimya comprendía lo que se ocultaba tras este último ¿esto y, a dondequiera que Índigo fuera, ella la seguiría, Índigo no encontró las palabras, ni siquiera los pensamientos apropiados para expresar lo que sentía, pero se inclinó brevemente para acariciar la coronilla de la loba.

Luego se echó las bolsas al hombro, y, tan silenciosas como las sombras de dos nubes cruzando sobre el rostro de la luna, descendieron juntas la escalera y se marcharon en dirección al bosque que las esperaba más allá de la dormida ciudadela.