Habíamos subido desde la oscuridad, acribillada por la lluvia, de Depot Street, hasta el distrito de los almacenes, hasta la orilla cubierta de maleza del Black River, para torcer luego por Highlands Bridge, que era un precioso puente suspendido sobre el río, con un suelo de enrejado metálico que vibraba bajo los neumáticos de nuestro coche. Una alocada felicidad se apoderó del Cadillac Seville 1976 con el interior de cuero color crema, pintura bermellón «Red Canyon» y neumáticos de bandas blancas. «¡Abróchense los cinturones! ¡Despegamos!» Papá se estaba riendo, de puro júbilo o desafío; también yo me oí reír, emocionada e intranquila.
¿Adónde me llevaba? Al otro lado del puente suspendido, bajo una lluvia que ya era ligera, con la niebla surgiendo de la corriente invisible debajo de nosotros y un borroso panorama de luces a lo largo del río, el oscuro tramo con fábricas de ladrillo y otros edificios industriales en mal estado que no funcionaban ya desde que yo tenía uso de razón: medias de lujo Link para señoras; artículos de papel Reynolds Brothers; conservas de tomate Johnston.
Hitos familiares de Sparta que había visto durante toda la vida antes de que el problema destruyera a mi familia.
– … de lo más orgulloso, Krista. Ver a mi niñita compitiendo con esas chicas tan grandotas.
Chicas tan grandotas parecía querer decir algo más que su simple enunciación. Chicas tan grandotas contenía algo erótico, un poco burlón.
Le pregunté cómo había sabido dónde encontrarme. Cómo había sabido que seguía en el instituto después de las clases y que estaba en el gimnasio. Papá se dio unos golpecitos en el costado de la nariz y dijo:
– Este padre tuyo te tiene en su radar, Krista. Más vale que te lo creas.
¿Estaba borracho?, me pregunté. Voz bromista que era casi un gruñido, las palabras perceptiblemente arrastradas.
Y, sin embargo, no existe felicidad como la de tener quince años y que tu padre (prohibido) te lleve en coche a un destino que eres incapaz de adivinar, aún. Tu apuesto padre (prohibido) tan claramente jubiloso en tu presencia por tenerte en su poder como un ladrón podría regodearse al haber escapado con el objeto de valor de más precio sin que nadie lo persiguiera.
Yo estaba pensando en que nadie más me quería así. Nadie más habría querido poseerme.
Años atrás, antes de que mi padre se hubiera marchado de Sparta, en aquel intervalo de confusión y de pesadillas en el que Edward Diehl «estuvo a disposición de la policía» o «dejó de estar a disposición de la policía» y en el que, pese a su expulsión de nuestra familia, vivía con parientes en la zona, sucedía que, como por casualidad, papá aparecía en lugares donde estábamos Ben y yo: cuando nos subíamos al autobús escolar después de las clases, en el centro comercial mientras nuestra madre hacía la compra o cuando montábamos en bicicleta por Hurón Pike Road. A mí me encantaba verlo saludándonos desde lejos con la mano, pero Ben se ponía tenso y se daba la vuelta.
Y murmuraba entre dientes Como un condenado fantasma que nos persiguiera. ¡Ojalá se muera!
Era un aspecto muy desagradable de Ben, algo que nunca le he perdonado, la manera entusiasta en que iba a contárselo a nuestra madre: «¡Papá nos ha seguido! ¡Papá nos ha saludado con la mano!». A mi madre la aterraba (o le gustaba decir que la aterraba) que mi padre pudiera «secuestrarnos», e incidentes como aquél la dejaban casi al borde del ataque histérico a causa de la indecisión. ¿Debería llamar a la policía, llamar a la familia de mi padre, o tratar de hacer caso omiso del «acoso» de Eddy Diehl?; ¿qué era lo que debía hacer una madre responsable.?
Nadie lo sabía. Se le ofrecían muchas opiniones pero nadie lo sabía con seguridad. Si creías que Edward Diehl podía haber asesinado -«estrangulado en la cama»- a una mujer de Sparta que había sido su «querida» -sí, querida era precisamente el término utilizado, impreso sin el menor reparo en la prensa local y pronunciado en la radio y en la televisión locales-, pensarías de manera lógica que a Edward Diehl se le debía prohibir relacionarse con sus hijos; si creías que Edward Diehl era inocente, de hecho un «buen padre y cariñoso con esos hijos», pensabas, como es lógico, de otra manera.
Una familia se rompe sólo una vez, todo lo que aprendas será siempre por primera vez.
– … pero si quieres no perder comba con chicas duras como ésas, cariñito, necesitas ser más agresiva. En realidad no eres la más baja que he visto en la pista, pero sí la menos «desarrollada» (me refiero a muscularmente) y tienes que tener más mala idea, y arriesgarte más. Una buena atleta no piensa en sí misma sino en el equipo. Si eres cauta pensando que te pueden hacer daño (porque siempre te pueden hacer daño, eso es seguro, en cualquier deporte) supondrás un déficit en lugar de una ventaja para tus compañeras de equipo.
Déficit. Ventaja. En la voz de mi padre había un eco de un entrenador de instituto, muchos años atrás.
Me sentí dolida, ¡papá me estaba criticando! Papá no me alababa como yo esperaba que lo hiciera.
– He estado observando a esas chicas. Tres o cuatro son excelentes para su edad. La que lleva el pelo afeitado por los lados como un tío debe de ser una india seneca, ¿no es cierto? Su manera de esquivar, utilizando los codos, de girarse en el aire al lanzar la pelota… es pura dinamita. Y la chica grande y pechugona, con las mechas oxigenadas, la manera en que te quitaba la pelota, te la birlaba de las manos, ni más ni menos. Y la otra de un metro ochenta que casi te pisoteó, pelo negro liso y cara chupada…
– Dolores Stillwater.
– Es india, ¿verdad? ¿De la comunidad local?
¡Por qué estábamos hablando de aquellas chicas! ¡Por qué no estábamos hablando de mí!
– Si quieres que atletas como ésas te tomen en serio, Krissie, tendrás que trabajar un poco más. No basta con los tiros a canasta por las faltas que te hacen, eso no es difícil. Has de hacerlo a la carrera, jugando a la defensiva, manteniéndote firme, haciéndoles ver que estás dispuesta a hacerles daño, a hacerles falta, si esas brujas se cruzan en tu camino. Un atleta tiene que tomar pronto una decisión, nuestro entrenador nos lo dijo en tercer curso de secundaria. «Una de dos, o eres tú o son ellos.» O bien evitas tú el riesgo y son ellos los que se arriesgan, o eres tú el que se arriesga y pasas por encima de ellos. Un jugador al que le hacen faltas todo el tiempo no vale un pimiento. Si no quieres arriesgarte, Garita, quizá no deberías participar en ningún deporte.
Yo estaba recordando: qué típico era aquello de nuestro padre. Del padre de Ben y mío. Pensabas que se te podía alabar por algo o que, al menos, no te considerasen deficiente, pero, de algún modo, tan pronto como papá meditaba sobre el tema, dándole vueltas de una manera y de otra en sus pensamientos como le habíamos visto dar vueltas entre los dedos a un instrumento de trabajo defectuoso, no eran alabanzas lo que merecías, a fin de cuentas, sino una crítica dura pero honesta.
En su trabajo, papá estaba muy cerca de ser un perfeccionista: su perspicaz ojo profesional descubría errores invisibles para otros. De manera que en una ocasión levantó los azulejos del suelo de nuestra cocina que había colocado laboriosamente él mismo, en otra arrancó entre maldiciones y encendido como un tomate el papel pintado con el que había trabajado durante horas en el calor del verano, y también volvió a pintar paredes porque el tono de pintura que había elegido «no era el correcto» y «le estaba volviendo loco»; había construido una terraza de madera de secuoya en la parte de atrás de nuestra casa a la que siempre le estaba añadiendo o quitando detalles; y en nuestra propiedad el trabajo nunca «estaba acabado»: «siempre había algo que arreglar»; pero era peligroso ofrecerse para ayudar a papá, porque sus niveles de exigencia eran altos, y tenía tendencia a impacientarse y a arrancar de los dedos titubeantes de mi hermano un martillo, un destornillador, una lijadora eléctrica cuando, hace años, el pobre Ben estaba deseoso de ser aprendiz de carpintero para los arreglos de la casa.