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Cagarla era lo que Eddy Diehl aborrecía. Cagarla -sus propios errores o las equivocaciones de otros- le volvía loco.

Quien hubiera tratado a mis padres en sociedad, sin llegar a ser amigos íntimos, habría dado por sentado que mi madre podía ser difícil de complacer, y que Eddy Diehl, con su sonrisa indolente y su actitud relajada, era quien dejaba que las cosas fuesen a su aire, pero de hecho mi padre era la persona a quien cualquier clase de cagada enfurecía porque era la señal de que un hombre estaba perdiendo el control sobre su entorno. Al enfrentarse con cualquier cagada en nuestras inmediaciones, Lucille, mi madre, se alarmaba y se asustaba, inquieta sobre cómo reaccionaría mi padre.

Hasta la época de la orden judicial que excluía a Eddy Diehl de nuestra propiedad y de nuestras vidas no llegué a enterarme de lo mucho que a mi madre la aterraba el genio vivo, propenso a explotar, el genio «ciego» de mi padre.

¿Quizá debería dejar el baloncesto?, le pregunté enfurruñada.

Mi corazón, que se había llenado de euforia, de orgullo, deseosa como estaba de impresionar a papá, se quedó tan arrugado como una ciruela pasa.

Mientras dirigía el Cadillac Seville hacia una vía de salida, frunciendo el ceño y forzando la vista a través del parabrisas manchado de lluvia, mi padre dio la sensación de no haberme oído en un primer momento; luego explicó, con tono más tierno:

– No he dicho eso, Krissie. Demonios, no. Estás aprendiendo. Eres prometedora. Lo más importante en los deportes es con quién compites, ¿te das cuenta? Como en la vida, quizá. Sólo eres lo bueno que tus contrarios te permiten ser. Y ellos sólo son lo buenos que tú les dejas ser.

Así eran las cosas. Sin discusión. Ahora ya tenía una idea de lo que mi padre podía estar sintiendo, frustrado por sus oponentes, que le ponían obstáculos, que le pisoteaban la vida. Y yo tenía un recuerdo muy preciso de cómo, cuando todos vivíamos juntos en la casa de Hurón Pike Road, el aire mismo reverberaba con el hincharse y encogerse, con el menguar y crecer del estado de ánimo de mi padre.

– Chiquilla, no. No renuncies nunca.

Papá no se alojaba con parientes o amigos aquí, en Sparta, sino, sorprendente para mí, en el Days Inn, un hotel situado en la Route 31. Quizá había una razón para ello, según él me había explicado. Iba a estar «por los alrededores» hasta el lunes siguiente «para ver a gente», «resolver algunos asuntos», «atar algunos cabos sueltos». Yo confiaba en que aquello no incluyera un intento de ver a mi madre ni a nadie de su familia. Ninguno de los Bauer quería volver a ver a Eddy Diehl, nunca jamás.

Tu padre no es bien recibido entre nosotros.

Tu padre está muerto para nosotros.

Algunos de los asuntos de mi padre en Sparta tenían que ver con «litigios». Llevaba años intentando, con un abogado u otro, demandar a los agentes de policía locales y a la oficina del fiscal de Herkimer County por acoso, difamación, calumnia criminal y abuso de autoridad. Según sabía todo el mundo, los pleitos de mi padre no habían conseguido nada, excepto honorarios para los abogados.

Me horrorizaba oír que quizá estuviera de nuevo en tratos con otro abogado. O que estuviera planeando hablar de nuevo con la policía, con el fiscal, con los periódicos locales y con otros medios de comunicación. Exigiendo que se limpiara su apellido.

Fueran cuales fuesen los asuntos concretos de mi padre en Sparta, no se me ocurriría ni por lo más remoto preguntarle. Porque si bien papá parecía estar siempre hablando con sinceridad y franqueza y en un tono de optimismo beligerante, no era posible hablarle a él de la misma manera. Yo había llegado a reconocer ya cierto tipo de habla adulta que, íntima en apariencia, era sin embargo una manera de impedir la intimidad. ¡Te estoy contando todo lo que necesitas saber! Lo que yo no te cuente, te quedarás sin saberlo.

Abandonamos el puente colgante -que zumbaba de manera extraña y perturbadora- para dejar el centro de Sparta y pasar a East Sparta, una tierra de nadie de fábricas pequeñas, gasolineras, almacenes desocupados, cientos de metros de aparcamientos con suelo de asfalto con pliegues y grietas y en los que habían crecido cardos gigantescos. En campos sembrados de desperdicios, en alcantarillas obstruidas por la basura se veían cuerpos sin vida -lo que parecían ser cuerpos-, envueltos y atados con cuerdas, con aspecto de seres humanos, medio descompuestos. Lo veías y mirabas de nuevo: sólo se trataba de bolsas de basura, de más desperdicios. East Sparta había perdido la mayoría de sus industrias y se llenaba de desechos.

Le pregunté a mi padre que dónde estaba viviendo ahora, y mi padre dijo: «¿Yo? ¿Viviendo ahora?» con intención de hacer un chiste, de manera que reí, nerviosa.

¿Quizá quería que lo adivinase? Lo intenté con Buffalo, Batavia, Port Oriskany, Strykersville…

– Me encuentro en una situación transitoria -explicó-. He dejado algunas cosas en un guardamuebles de Buffalo. La mayor parte del tiempo me muevo de un sitio para otro, ¿sabes?… en este coche que es mi compra e inversión más reciente. ¿le gusta?

Aunque yo escuchaba con la mayor atención lo que mi padre decía, no me daba cuenta, al parecer, de qué era lo que me preguntaba. ¿Este coche?¿Me gusta… este coche?

Ya le había dicho que sí, que me gustaba. Era un automóvil muy bonito. Pero no estaba viviendo en el coche, ¿verdad que no? ¿O sí?

En el asiento de atrás se amontonaban las cosas. Cajas, archivadores, carpetas. Un par de zapatos de hombre, lo que parecía ser ropa: diversas prendas. Maleta. Más de una maleta. Un talego. Más cajas.

Muerto para nosotros. ¿Lo sabía él?

Maldito fantasma estúpido, ¡por qué no se muere de una puñetera vez.-Estoy en cualquier sitio, Krista. ¿Sabes? En mi alma. Como en mis pensamientos, pero a mayor profundidad. Eso es el alma. En mi alma estoy aquí, en Sparta. Muchas veces, mientras duermo, sigo en nuestra casa, en Huron Road. Ahí es donde me despierto hasta que… estoy despierto y veo… vaya, no -nooo-, no es ahí donde estoy, después de todo.

No tenía ni idea de cómo responder a todo aquello. Estaba pensando en lo mucho que quería a mi papá, en lo extraño que es que una chica tenga un papá, y que una chica quiera a su papá y que una chica no lo juzgue. Estaba pensando en lo mucho que detestaba a mi hermano Ben que se había liberado de tener que querer a papá.

Ben tampoco me quería a mí. Estaba segura.

– Aquí está mi cuna-dijo papá-. Mi derecho de nacimiento. Las noches en las que no consigo dormir, me limito a cerrar los ojos. Estoy aquí. Estoy en casa.

– Quisiera…

– ¿Sí? ¿Qué querrías, Gatita?

– … que pudieras venir a vivir de nuevo con nosotros, papá. Eso es lo que quisiera.

Papá rió, amablemente. O quizá su risa era resignada, herida.

– … me gustaría que pudieras volver esta noche… No es lo mismo sin ti, papá. En cualquier sitio de la casa. En cualquier sitio… -me tuve que limpiar los ojos, que me dolían como si hubiera estado mirando una luz cegadora. Quizá una de las defensoras del equipo contrario me había metido un dedo en el ojo, por pura maldad.

¡Blanquita del carajo, quítateme de delante!

– Te echo de menos, papá. Ben también. No lo dice, pero es así.