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Todo lo que mi padre me dijo fue que si no quería que me hicieran daño, quizá fuese mejor que no participara. Pero estoy jugando y creo que lo hago bien.

Al menos, no he fracasado aún.

Todavía soy joven. Y tengo mucho tiempo por delante.

– ¿… poner al día estos formularios? Pariente más próximo…

¿Ha sufrido Claude Loomis un ataque de apoplejía en la cárcel? ¿O le ha golpeado alguien, causándole una hemorragia cerebral? Eso explicaría la sensación de parálisis que da la mitad de su cara. Si le han pegado, no habrá denunciado la agresión.

– … déjeme leerle esto, Claude. Vamos a ver si encontramos el sentido… -un olor a rancio me llega hasta las ventanas de la nariz, un olor a desesperación que surge de Claude Loomis o del montón de documentos. Siento unas ganas terribles de apoyar la cabeza en los brazos, de acunar la cabeza que me martillea y protegerme la cara del resplandor fluorescente, cerrar los ojos y hundirme en el sueño.

¿Es eso lo que está haciendo Claude Loomis? Tiene entornados los ojos saltones, sus párpados son pliegues de carne de reptil. Cuando le pregunto si se encuentra bien murmura lo que suena como ¡Señora!, o quizá Soy o Mmm…

En esta prisión de máxima seguridad, Claude Loomis es un anciano. Ha cumplido por lo menos cincuenta años y la mayoría de los presos son jóvenes -blancos, negros, hispanos- que tienen desde veinte a algo más de treinta. Unos cuantos, muy pocos, son mayores, alrededor de los cuarenta. Y a Claude Loomis le aquejan además problemas físicos. Entristece pensar en la posibilidad, nada remota, de que muera en este terrible lugar si el tribunal de apelación rechazara revisar su caso. Entristece todavía más pensar que a este hombre le han sorbido el espíritu, le han secado el tuétano de los huesos. Incluso si a Claude Loomis le conceden finalmente un nuevo juicio, incluso aunque lo absuelvan y lo pongan en libertad después de once años de cárcel…

El problema que se presentó en mi vida.

El problema que va a acabar con mi vida.

Cuando disimuladamente consulto mi reloj -el reloj que fue de mi padre, con su cadena extensible de oro blanco- compruebo con horror que llevo menos de treinta minutos en esta habitación. ¡Treinta minutos!

Entrar en estos lugares con vallas de piedra de cuatro metros de altura coronadas por espirales de alambres puntiagudos, en estos corredores laberínticos sin carteles que indiquen dónde está la salida y con pesadas puertas metálicas que sólo se abren si se marca un código, es entrar en un tiempo primitivo. En una curvatura en el tiempo. Dado que eres «visitante», tienes «libertad» de entrar y de salir. Y cuando te marchas, sales tambaleándote, exhausta, incapaz de creer que haya transcurrido tan poco tiempo, relativamente, desde que entraste. Una hora son muchas horas. Un solo día son muchos días. Un mes es un año. Los presos hablan de hacer tiempo. En sitios así tiempo es esfuerzo, como si se tratara de un trabajo corporal.

Mi padre, al menos, se libró de eso. Se consiguió una ejecución rápida por pelotón de fusilamiento.

Sueño con él a menudo: Edward Diehl. Puede que de continuo, todas las noches. Como si soñaras con algo anudado y retorcido en la región del corazón. Como si soñaras con un compás musical repetido hasta llegar a la locura. Como si soñaras con el hecho incognoscible e indecible de tu propia muerte. Y como si la ciudad de Sparta se hubiera convertido, en mi recuerdo, en una muda sensación física que hace que el corazón se me contraiga de emoción. Volver allí.

Donde los perdí a todos. A mi padre, a mi familia.

A Aaron Kruller, de quien me enamoré.

Por esas razones -de las que no he hablado a nadie en mi vida de ahora- trasladarme a la cárcel de Newburgh es para mí una acción con un significado profundo. Tiene para mí un significado profundo venir sola hasta aquí y entrar sola en estas instalaciones a través de sus sucesivos controles. El Centro Penitenciario para Hombres de Newburgh es una anticuada fortaleza de piedra sobre el río Hudson, azotada por el viento y del color del plomo fundido en esta tarde nublaba de noviembre, catorce años, once meses y quince días después de la muerte de Edward Diehl.

Cuánto me gustaría hacerle a Claude Loomis una confidencia acerca de mi padre. Cuánto me gustaría atreverme a tocarle un brazo, la muñeca: no sería difícil extender el mío por encima de la separación de plástico y tocarlo con suavidad. El corazón me late muy deprisa: estoy peligrosamente cerca de hacerlo.

Loomis me mira, atento y preocupado. Como si sintiera algo peligroso en el aire entre nosotros.

¡No toque, señora!

Por supuesto, ¡no voy a tocar a Claude Loomis! Gestos tan íntimos están prohibidos aquí. Como está prohibido el contrabando. Cualquier clase de toque personal, de comunicación. Así se te advierte todas las veces que entras en la cárcel.

(La habitación para entrevistas, sin embargo, no está sometida a vigilancia. A no ser que, en secreto, las autoridades penitenciarias violen las leyes federal y estatal que garantizan la privacidad y la confidencialidad de los intercambios entre abogados y clientes. Aquí no hay ninguna cámara, nadie vigila ni escucha.)Con paciencia trato de explicar a Claude Loomis la necesidad de escucharme con atención y de responder a las preguntas que le hago: se trata de preguntas cruciales. Trato de no parecer enfadada con él cuando le pregunto cómo espera que se le conceda un nuevo juicio, cómo espera salir de la cárcel si no coopera…

Loomis me sigue mirando, sin sonreír. No sirve de nada que continúe fingiendo creer que este hombre se fía de mí, que tiene confianza en mí. Menos todavía, que me mira con «simpatía». La boca le tiembla, sus palabras son ininteligibles, algo que suena como incluso si, dese cuenta, señora, están muertos, no hay familia allí, no soy más que yo, señora frunciendo el ceño y haciendo muecas como si discutiera con alguien. ¿Ha estado Claude Loomis discutiendo conmigo durante todo este tiempo? ¿Y soy yo quien no ha entendido su hostilidad? En uno de sus bruscos movimientos espasmódicos tira de la mesa una carpeta de papel manila, mi bolígrafo sale volando y se estrella contra el suelo, de repente hay ruido, agitación en el sofocante cuarto que es como una caja. De repente Claude Loomis se ha puesto en pie y de repente Claude Loomis está muy enfadado, pero ¿por qué?

Todo esto ha sucedido tan deprisa que más tarde no recordaré el orden de los acontecimientos.

Aunque creo que traté de hablar sin levantar la voz a aquel hombre tan nervioso, de hablarle con calma y como si no sucediera nada que no estuviera bien, al menos todavía. Le insté a que por favor se sentara, que por favor no hablara tan alto, el vigilante entraría en la habitación y nuestra entrevista concluiría. Pero Claude Loomis no está dispuesto a calmarse, no por obra mía. No por obra de esta jovencita blanca de los cojones con los ojos dilatados por el miedo. Loomis me mira como si yo fuera el enemigo: no me conoce, no me recuerda, una expresión de repugnancia, de cólera, brillantes ojos oscuros que muestran un borde blanco por encima del iris como los ojos de un animal presa del pánico. Sin saber lo que estoy haciendo -quizás fuera uno de los gestos con que me dirigí a mi padre, en la habitación del motel- extiendo el brazo hacia él, que me maldice y aparta mi mano como podría apartar a una serpiente.

Claude Loomis ha derribado su silla, las piernas se le han enredado en las patas de la silla, da violentas patadas a la silla lanzándola contra la pared. Pasa la mano por encima de la separación de plástico para agarrarme por el hombro, me arranca la solapa de la chaqueta de lana de color azul marino, me empuja contra la pared. Para entonces el fornido vigilante de raza blanca ha entrado en el cuarto y maldice a Loomis-es parte de la técnica del funcionario de prisiones gritar en tales momentos, decir palabrotas-, lo sujeta y lo tira al suelo a pesar de los forcejeos del recluso. La habitacioncita resuena con los gritos de ambos. Las voces de los hombres son ensordecedoras. Todo esto ha sucedido en el espacio de segundos, como un accidente de circulación. Más deprisa de lo que soy capaz de entender. Más deprisa de lo que puedo contarlo. Me estoy agarrando a algo para mantener el equilibrio. Me esfuerzo al máximo por no desmayarme. Ni perder el control de la vejiga. Me estalla la cabeza de dolor; de algún modo he sido arrojada contra la pared. Documentos inapreciables se han desparramado por todas partes. El expediente del caso Loomis, Claude T. está por los suelos. Documentos, carpetas, actas. La cartera de cuero y la de los documentos. Emmet tiene ya al recluso boca abajo, con la cara pegada al suelo. De manera eficaz el vigilante aplica una rodilla sobre la parte inferior de la espalda del hombre derribado y procede a esposarlo. Las muñecas de Loomis son gruesas, el metal de las esposas se le hunde en la carne de color morado oscuro. Emmet tira de las muñecas y de los brazos de Loomis hacia arriba por detrás de la espalda para potenciar al máximo el dolor. Esto es lo que se acostumbra a hacer, además de blasfemar y de decir palabrotas. Esta es la gran emoción del funcionario de prisiones, el momento de triunfo que el vigilante espera con paciencia durante horas de tedio, de aburrimiento. La adrenalina corre hasta el corazón, tan potente como cualquier droga. Mejor que el sexo.