Que hubiera vuelto a las oficinas de Prosecution Watch Inc., en Seventh Street, Peekskill, en lugar de irme a casa había sido sólo una casualidad. Porque eran ya más de las cuatro de la tarde y un buen número de mis colegas, además de mi supervisor, se habían marchado. Lo sucedido en el centro penitenciario de Newburgh me había afectado mucho, me dolía la nuca y me sentía humillada, tenía un desgarrón en la chaqueta de lana de color azul marino y la trenza se me había deshecho en parte. La verdad era que no soportaba la idea del vacío que me esperaba en mi apartamento.
– Podría salir dentro de una hora más o menos, imagino. Pero he de ir antes a casa. Y viajaré con mi coche.
– No. Conduzco yo.
– Y después, ¿qué? ¿Me traerás de vuelta a Peekskill, mañana?
– Claro. Lo puedo hacer.
– ¿Seis horas? Eso es ridículo, Aaron.
Dije su nombre con despreocupación. Quería que «Aaron» sonara indiferente, ordinario. Quería que sonara como un nombre que no significaba nada para mí. Él me había llamado «Krista» de la misma manera, y me estaba preguntando si no lo había hecho a propósito.
¿Habíamos empezado a pelearnos? Se tenía la sensación de que a Aaron Kruller no le gustaba que se le llevara la contraria ni siquiera en cosas pequeñas. Había planeado llevarme a Sparta en su coche, y yo ponía objeciones, discrepaba de manera muy razonable, como Aaron podía haberse imaginado que sucedería; era puro sentido común utilizar mi propio coche. Quizá no se fiaba de que condujera con la competencia necesaria para llegar hasta allí, y era crucial que fuera con él para que Jacky DeLucca pudiera hablar con los dos.
O quizá quería que estuviésemos juntos en su coche. Durante el viaje nocturno de regreso a Sparta, de camino hacia el norte por la autopista, bordeada por tramos de paisaje desolado. Para llegar tarde a un motel en Sparta.
No hay amor como el primero.
Sentía una opresión en el pecho, una necesidad de resistir la voluntad de aquel hombre, de oponerme a él. Ya no era una muchachita de Sparta, era una mujer joven que trabajaba en Prosecution Watch, Inc.; tenía títulos universitarios, me ganaba la vida y vivía sola. No estaba ni casada ni prometida: ningún anillo en mi mano izquierda. Había hombres en mi vida pero ninguno indispensable. Quería que Aaron Kruller se diera cuenta de todo aquello.
Le dije que llevaría mi propio coche. Le expliqué que era una buena conductora. Dije que mantendría el coche por delante de él en la autopista, de manera que pudiera verlo desde el suyo.
Objetó que viajar los dos en un solo coche sería más fácil. En el caso de que empezase a nevar, según las predicciones en el norte del estado.
¿Predicciones para el norte del estado? No estaba enterada.
– Probablemente no estás acostumbrada a conducir de noche, Krista. Yo sí.
– ¿Probablemente? ¿Cómo lo sabes?
– ¿Estás acostumbrada? ¿Durante seis horas?
Seis horas. Sentí un conato de pánico. En mi estado de agotamiento, aquello era una locura. No era una buena idea. Y sin embargo, no iba a retractarme, iría por mi cuenta y saldría dentro de una hora.
– Quiero ir en mi coche, Aaron -dije-. O voy en mi coche o no voy.
Ante mi oposición, Aaron acabó por ceder. Se echó a reír para demostrar que tenía espíritu deportivo.
– De acuerdo, Krista. Lo que tú digas.
Y sólo si tienes una pierna fantasma que duele que se las mata, puedes conseguir una pierna artificial para ir a trabajar.
En la repisa de la ventana que tengo frente a mi mesa está pegado este comentario hecho por una cliente mía, escrito con letra de imprenta sobre cartulina.
Me hubiera gustado que Aaron Kruller se fijara e hiciese algún comentario. Pero no era ésa la manera de proceder de Aaron Kruller.
Mi cliente era una diabética corpulenta condenada a una «cadena perpetua» de duración indeterminada, acusada de asesinato en segundo grado por haber apuñalado en 1974 a su marido, maltratador habitual, causándole la muerte. Cuando alguien llamó la atención de Prosecution Watch, Inc. sobre aquel caso, Jasmine llevaba veintisiete años en Lyndhurst. Como no había recibido el adecuado tratamiento médico para su diabetes, se le había gangrenado el pie derecho y habían tenido que amputárselo; a la larga también tuvieron que amputarle la pierna derecha. Después siguió sintiendo el miembro que le faltaba, y en ocasiones padecía dolores muy intensos.
Jasmine creía, sin embargo, que el «dolor fantasma» era necesario para que ella, mentalmente, pudiera situar el pie y la pierna que le faltaban. Sin el dolor, no habría podido usar la pierna artificial que le colocaron.
La organización sin ánimo de lucro para la que trabajo consiguió que la acusación de asesinato en segundo grado se redujera a homicidio con circunstancias atenuantes, de manera que fue puesta en libertad por el «tiempo cumplido», después de casi veintinueve años.
Que era probablemente tres veces más del tiempo que habría tenido que pasar en la cárcel.
Jasmine tenía para entonces sesenta y un años. Se podía decir que le habían arrebatado y había perdido la mayor parte de su vida, pero ella no estaba amargada sino agradecida. Ningún cliente de Prosecution Watch, Inc. había estado nunca tan agradecido.
/ Gracias, MUCHÍSIMAS GRACIAS! Me has devuelto la vida y la esperanza, Krista.
Rodeando mis manos con las suyas. Mis manos suaves e incólumes de joven blanca con las suyas de piel oscura y de sesenta y un años que temblaban de emoción. Y cuando cogerme las manos no era suficiente, Jasmine me abrazaba con fuerza.
¿Sabes lo que te digo, Krista? Estoy rezando por ti. Estoy rezando por ti, no por mí, porque mis oraciones ya han sido escuchadas.
Quería pensar que era cierto, que había ayudado a devolver a aquella mujer vida y esperanza.
Quería pensar que era cierto, aunque no tenía en la práctica ningún poder para modificar mi propio pasado, ni lo que quedaba de mi futuro, pero, sin embargo, podía ayudar a otras personas como Jasmine. ¡Eso sí que lo podía hacer!
Con la ayuda de Prosecution Watch, Inc., trataba de hacerlo.
Aquella tarde en mi despacho tenía la esperanza de que Aaron Kruller advirtiera la frase en el alféizar de la ventana. Confiaba en que se detuviera un momento y la mirase con curiosidad; que la leyera en voz alta, como habían hecho otros visitantes, y que me preguntara por ella; y de ese modo procedería a contarle su génesis y lo que significaba.
Aaron diría Eso es estupendo, Krista.
O Aaron diría Eso es profundo, Krista. Eso es algo que hace pensar, Krista.
O A qué trabajo tan estupendo te dedicas, conseguir que se haga justicia a personas a quienes se les había negado. Como tu padre y el mío.
Por supuesto, Aaron Kruller no había dicho ninguna de aquellas cosas. Cabe que echara una ojeada a la frase en letra de imprenta sobre el alféizar, pero no se había acercado después para leerla; menos aún para leerla en voz alta, asombrado. Había dicho, en cambio, que me esperaría abajo en la puerta principal, porque le hacía mucha falta un cigarrillo y no se permitía fumar en nuestro edificio.
Por la autopista, Aaron me fue siguiendo con su coche, que era un Buick último modelo. Mi coche era un Saab de 1999, comprado a un colega a muy buen precio. En mi espejo retrovisor sus faros se mantenían constantes. Dadas las condiciones climatológicas -lluvia helada, viento- no podía ir a más de cien kilómetros por hora. Detrás de mí, Aaron Kruller se mostraba paciente, vigilante. Al cabo de quince años volvía de nuevo a protegerme. Quería pensar que era así.
Mi cabeza estaba en plena agitación: Aaron Kruller había vuelto a entrar en mi vida.
Aunque de formas que habrían resultado asombrosas para él, nunca había salido de ella.
Y Jacky DeLucca. Una persona de quien mujeres como mi madre habían dicho con desprecio ¿Es que no tiene vergüenza?