Aaron no tuvo nada que decir ante todo aquello. Como le había sucedido a mi hermano Ben.
Aaron no había terminado la secundaria, suponía. Recordaba que lo expulsaron del instituto en su penúltimo año.
Quería que conociera aquellos datos sobre mi vida. Porque eran realidades de mi vida hacia fuera, como una armadura.
Le conté que cuando empecé a trabajar como asesora había tratado de ponerme en contacto con los detectives de Sparta -Martineau, Brescia, nombres que nunca olvidaría- que investigaron la muerte de su madre. Pero Martineau se había jubilado y Brescia nunca contestó a mis llamadas. También traté de hablar con el jefe de policía, la persona que había ocupado el cargo al jubilarse Schnagel, pero tampoco había encontrado nunca tiempo que dedicarme. La última vez que llamé, amenacé con conseguir una citación para que se me permitiera ver lo que el departamento de policía de Sparta tenía en sus archivos, y una voz me respondió Señora, tendrá que esperar a que alguien esté en condiciones de hablar con usted.
Me eché a reír. Al parecer mi intención había sido que Aaron Kruller riera conmigo. En lugar de hacerlo volvió los ojos en otra dirección. El rostro se le tensó, su mirada se hizo distante.
Era la manera de comportarse de hombres como él cuando, por lo visto, entrabas sin autorización en su territorio.
Aaron había estado mirando, detrás de mí, el resplandor de unos faros en el momento en que giraban para entrar en el aparcamiento del restaurante.
El resplandor de los faros al otro lado de la ventana azotada por el aguanieve tenía algo de hipnótico. Vi su reflejo en el rostro de Aaron como un juego de luces acuáticas sobre una roca. Sentí una pequeña punzada de satisfacción: era él quien había venido a mí.
Le pregunté si Sparta había cambiado mucho desde mi marcha en 1988 y dijo que se imaginaba que sí, seguro.
– Cuando vives en un sitio no te das cuenta. Y estoy siempre allí.
Le pregunté si había vendido el taller de su padre y me dijo que sí, si es que se le podía llamar «vender»: había liquidado la propiedad para pagar los malditos préstamos e hipotecas de Delray. Pero ahora se había convertido en copropietario de un taller de chapa en Garrison Road y el negocio les iba bien.
– Ahora soy un «ciudadano». Propietario de un negocio, pago a gente que trabaja para mí. Aunque yo también trabajo.
– ¿Y disfrutas con lo que haces? ¿No es cierto? Lo mismo que hacía tu padre…
– Claro -Aaron se rió como si mi pregunta fuese una completa estupidez y no tuviera sentido tomársela en serio.
Estaba deseando preguntarle si se había casado. Sabía que por propia iniciativa no me proporcionaría nunca una información tan personal. Le pregunté en cambio por el taller de chapa, dónde estaba localizado en Garrison Road. Le pregunté quién era su socio y qué clase de trabajo hacía un taller de chapa.
Cuando la camarera nos trajo la cuenta, Aaron insistió en pagar la cena de los dos. Abrió la cartera y me enseñó una instantánea de un niño pequeño sonriente y con hoyuelos. Con voz enigmática dijo:
– Davy. Cuando tenía dos años. Ahora es mayor. -¿Tu… hijo?
Me quedé mirando la instantánea. La sangre me latió con fuerza, repentinamente envidiosa.
– Es muy guapo, Aaron.
– No se parece mucho a mí, eso ayuda. No está mal.
El niño tenía los ojos tristes de su padre y algo en la posición de la mandíbula que también hacía pensar en Aaron. Pero el pelo era rubio y ligeramente ondulado, la piel mucho más clara que la de Aaron. Apenas quedaba nada del aspecto indio. Me pregunté quién sería su madre. Por qué Aaron no decía nada de ella y por qué no tenía una foto suya para enseñármela.
El niñito estaba extrañamente solo, en un prado iluminado por el sol. Con una sonrisa dulcemente confiada miraba boquiabierto la cámara sostenida por encima de él y orientada hacia abajo. La sombra de un adulto, la de su padre, caía en diagonal sobre él.
Aaron recuperó la cartera, la cerró y se la guardó. Quizá me había enseñado más de lo que era capaz de enseñar sin sentirse incómodo y su mirada se volvió de nuevo huidiza. Pensaba en la madre de su hijo, supuse. Se terminó la cerveza: había bebido varias botellas. Entre mis conocidos nadie bebería tanto si estaba conduciendo, pero Aaron Kruller no figuraba entre mis conocidos, ni estaba en mi mano hacerle la más suave advertencia, como podría habérsela hecho a un amigo.
– ¿Nunca has pensado que la vida es como una partida de dados? -dijo-. Se tiran y es así como nace un crío. Todas las probabilidades en contra. ¡Dios del cielo! -se rió, era un chiste para él.
– No -dije-. Creo que tiene un propósito, que existe un significado.
– ¿Un significado? ¿Sólo uno? ¿Igual que… para la vida? -Aaron se mostraba divertido, desdeñoso.
– El que estemos aquí juntos, ahora mismo; tú y yo juntos camino de Sparta. Después de tantos años. Eso tiene un significado.
La voz se me quebró con inesperada emoción. Me sentía inquieta, nerviosa. Aaron apartó la vista como avergonzado.
La camarera reapareció con una sonrisa esperanzada que tenía a Aaron por destinatario. Aaron dejó una propina de varios dólares, se apoderó de su chaquetón de piel de oveja y se levantó de la mesa.
Como si hubiéramos sido amantes mucho tiempo atrás. Antes de que nos convirtiéramos en los adultos que somos ahora. Imposible rechazar ese convencimiento, era casi como una música, música sexual, de manera que te bastaba con cerrar los ojos y sumergirte en el sueño, para que la música te inundara con una ola irresistible de deseo.
Sparta, una ciudad construida sobre colinas de origen glaciar. A través de una neblinosa cortina de lluvia helada, las luces de la ciudad eran apenas visibles mientras nos acercábamos en nuestros respectivos vehículos y cruzábamos el Black River, que quedaba casi sumergido en la oscuridad debajo de nosotros; luego seguimos hasta la Route 31, hacia el noreste de la ciudad, donde me alojaría en un hotel Sheraton recientemente inaugurado. Aaron había llamado con su móvil para hacer la reserva. Eran cerca de las once de la noche cuando llegamos, y me tambaleaba de agotamiento. Aaron me acompañó desde el aparcamiento e insistió en subir hasta mi habitación en el quinto piso. En el pasillo, mientras abría la puerta, vaciló como esperando a que le invitase a entrar. A que me volviera hacia él y le suplicara. Aaron, estoy muy sola, tengo miedo, Aaron, no me dejes.
Cuando le di las buenas noches y le tendí la mano con una sonrisa, se dio la vuelta diciendo que me recogería por la mañana a las nueve.
2
– … Quiero daros mi bendición. Antes de morir. Quiero bendeciros a ti, Krista, y a ti, Aaron. Ahora que Jesús vive en mi corazón, sé que puedo bendecir. Pero antes tengo que reparar el daño que os hice. He hecho daño a otros a lo largo de mi existencia pero vosotros sois las caras vivas, jóvenes, de aquellos a quienes hice tantísimo daño. ¡Por favor, perdonadme!
Jacky DeLucca hablaba apasionadamente, con una voz ronca que no era más que una cáscara.
Jacky DeLucca: tan cambiada que no la hubiera reconocido, después de casi veinte años.
Su cuerpo, opulento y descarado en otro tiempo, parecía haberse derrumbado sobre sí mismo, pero no por igual, como también sucede cuando la tierra se hunde. Había huecos y bultos y fisuras dentro de su ropa, que era una especie de chándal de franela, de un curioso color rosado; su rostro, en otro tiempo redondo y sensual, que con maquillaje brillaba como una luz de neón, estaba ahora hundido y apagado y amarillento; en sus mejillas planas había delicadas arrugas verticales que eran como erosiones sobre la arena. Sus ojos, antes brillantes, habían perdido las pestañas y estaban hundidos; las cejas, dibujadas antiguamente de manera tan espectacular, daban la sensación de haber desaparecido. Jacky tenía sin duda menos de sesenta años pero parecía cerca de los ochenta. ¡Pobrecilla! Llevaba una desenfadada peluca con forma de yelmo que brillaba como si estuviera hecha de alambres de plata. Con una sonrisa irónica Jacky se la tocó, ajustándosela con sumo cuidado.