Con breves gritos entrecortados, semejantes a risas ahogadas, Jacky había empezado a llorar. Se le arrugó el rostro como si fuera el de una niñita envejecida. La peluca plateada se le había torcido y le daba un aire desenfadado. Se la enderecé con cuidado y le ajusté la manta alrededor de los hombros.
Aaron estaba en algún sitio detrás de mí. Había dejado de dar vueltas por la habitación y no se movía. Los ojos de Jacky se dilataron al verlo como si, por un momento, se hubiera olvidado de quién era. Con voz suplicante, nos dijo, a Aaron y a mí:
– … por favor, creedme, Kristine, ¿Krista?, y Aaron, os lo suplico, Zoe era mi amiga más querida. Zoe era mi corazón. Nunca le hubiera hecho daño a sabiendas. Nunca la hubiese traicionado. Pero en aquellos años, antes de Jesucristo, yo era una persona muy débil. El demonio, con una mirada, con una caricia, con una promesa, me podía seducir para que hiciera cualquier cosa. Además, los celos me consumían el corazón. Y la envidia, y el rencor. Y el orgullo. No tuve valor para salvar a mi hermana en Cristo, ésa es la terrible verdad con la que tengo que vivir. Porque si hubiera mentido a Antón Csaba y le hubiera convencido; si, partiendo de mí, una mentira así hubiera sido posible, y hubiera podido salvar a Zoe, luego la mentira se habría vuelto contra mí. Si no hubiera dicho que Zoe se marchaba temprano a la mañana siguiente, si hubiera dicho que tardaría unos días en irse a Las Vegas, creo que Zoe habría podido irse de Sparta, y que Anión Csaba habría tenido que seguirla a Las Vegas para vengarse, y pienso que eso no lo habría hecho. Pero en ese caso la mentira se habría vuelto contra mí. Ésa fue mi elección, fui demasiado débil para elegir a Zoe porque quería salvarme yo. Por ese pecado me hundí entre la escoria y las cenizas de la humanidad y fui pisoteada como la basura más inservible y los justos me despreciaron hasta que en mi hora de mayor oscuridad, después de que me dejaran salir enferma y sin un céntimo del centro de detención, es decir, de la Casa de Detención para Mujeres, detrás del juzgado, donde me pusieron en la «sala psiquiátrica», allí no hacía más que llorar, arrancarme el pelo, arañarme la cara, por qué me detuvieron no lo supe nunca, quizá fue por «posesión de drogas», quizás algo que Martineau colocó en mi habitación… cuando me dejaron en libertad encontré el camino de la Iglesia de Unidad Evangélica y del reverendo Myron Diggs y a estos cristianos maravillosos que no juzgaron a Jacky, su hermana caída, sino que rezaron por ella y con ella, hasta que finalmente un día, durante la oración de la tarde, cuando el reverendo Diggs nos llamó para dar un paso al frente y recibir a Jesús en nuestro corazón, sentí de repente una fuerza tal, como una corriente eléctrica, que me empujaba hacia el altar, y Jesús inundó mi corazón con su calor y con su amor y ha seguido conmigo desde entonces. Porque era cierto, Jacky DeLucca se había arrepentido de verdad de sus pecados y del pecado aún más terrible de la desesperación, que, como dice el reverendo Diggs, es que no te importe vivir o morir, y mi hora más feliz fue cuando Jesús me permitió saber Estás perdonada, Jacky. Y ya han pasado seis años desde entonces. ¡Seis años! Así que se me ha concedido fuerza para soportar la enfermedad, es una prueba de mi fe, que me envuelve como en olas, ahora que la quimioterapia se ha terminado y «no se puede hacer nada más». Jesús me da fuerzas, y me estará esperando. De manera que os he abierto el corazón, para que me perdonéis. ¿Querrás darme tu bendición?
Le dije a Jacky que sí, por supuesto, que la bendeciríamos. No fui capaz de volverme para mirar a Aaron Kruller detrás de mí.
Estreché entro mis brazos a una Jacky DeLucca que sollozaba. Sostuve el cuerpo ardiente y consumido que se estremecía. Una especie de parálisis se apoderó de mí, creo que estaba sonriendo. Nos veía a las dos, a Jacky DeLucca con su peluca plateada, y a Krista Diehl con sus cabellos rubios trenzados, nuestros rostros brillantes por las lágrimas, como una pietà, algo así como la caricatura de una pietà, aunque no estaba claro quién era la madre, o sobre quién se derramaba la mayor gracia divina. Me zumbaban los oídos y estaba muy cerca de desmayarme. Tenía los labios tan secos como papel de lija. Pensé Pero no tengo que besarla, ¿verdad que no? Estoy dispensada de besarla.
Sólo nosotras dos en la habitación: Jacky DeLucca, Krista Diehl. Porque el otro, el hombre, Aaron Kruller, se había marchado en algún momento. Nos había dejado, asqueado o furioso, o quizá sintiendo una terrible compasión por nosotras, no sabría decirlo. En la confusión de nuestro abrazo, el tiesto con la espléndida hortensia se había caído de lado, y procedí a enderezarlo. Algunos de los tallos estaban rotos. En la mesita junto al raído sofá cama de Jacky había varios frasquitos de píldoras y un vaso de agua con un poco de espuma. Reparé ahora en que las paredes blancas de la habitación de Jacky estaban adornadas con imágenes religiosas que se asemejaban a estampas bíblicas ampliadas. El más llamativo de los objetos devotos de Jacky era un retrato de Jesús de un metro de altura, sobre una franja de terciopelo negro, que ofrecía con rigidez sus manos abiertas, agujereadas y sangrantes: llamativamente pálido, con grandes ojos oscuros y una boca carmesí como la de una muchacha, y en la frente una ensangrentada corona de espinas, toscamente pintada con colores brillantes. En la esquina inferior izquierda, destacaban, conspicuas, las iniciales J. D.
Jacky me vio mirarlo. Con un estremecimiento infantil me dijo que lo había pintado después de tener una visión. ¿Me gustaba?
– Es muy hermoso, Jacky -le dije-. Exactamente tal como sería Jesús si estuviera ahora con nosotros.
– ¡Aire fresco! ¡Dios del cielo!
Aaron me esperaba fuera. Cogiéndome del brazo me hizo salir, lleno de impaciencia, por la puerta de atrás de la residencia, murmurando entre dientes sin parar Joder joder joder.
Juntos descendimos las escaleras a trompicones. Escalones de cemento que se desmoronaban. El aire era frío y húmedo. Empezaron a brotarme lágrimas que corrieron por mis mejillas acaloradas. No me había dado cuenta de hasta qué punto, en la habitación de enferma de Jacky DeLucca, el olor dulzón de la carne deteriorada era tan penetrante que, sin darme cuenta, había respirado todo el tiempo de manera superficial, metiéndome muy poco oxígeno en los pulmones. Estaba aturdida, mareada. El impacto del aire frío fue tan intenso como una bofetada.