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Aaron estaba desconcertado, furioso. Y asustado, como un hombre que escapa de un edificio que se derrumba.

– Aaron -dije-, tienes que volver. A despedirte de ella. No puedes echar a correr sencillamente. Se está muriendo.

– Que le den por culo. Que les den por culo a todos. Por mí que se mueran.

Retiré de mi brazo la mano de Aaron. Me agarraba del brazo como si fuéramos íntimos -un hermano mayor, una hermana pequeña muy fastidiosa-, sin dar la sensación de saber lo que hacía, en el paroxismo de su furia. Tenía el aspecto de un hombre a punto de usar los puños con cualquier blanco que se le pusiera a tiro.

– Aaron, no nos podemos marchar así. No me voy a ir contigo.

– Ya lo creo que sí, joder. ¡En marcha!

Nos empujamos. Cuando ya tenía unas ganas locas de golpear con los puños a aquel hombre tan testarudo para quitarle la expresión de la cara, aquella expresión de terquedad, de deliberada tozudez, se echó inesperadamente a reír, con una risa brusca como un ladrido, cruel y sin alegría. De algún modo yo iba siguiendo a Aaron, que hacía caso omiso de mis ruegos, apartaba mis súplicas de buena chica con un gesto de la mano, mi compasión hacia la mori bunda era una completa imbecilidad para aquel hombre, algo que no merecía en absoluto la pena tratar .

Juntos pasamos al lado de un contenedor demasiado lleno. ¡Qué peste a basura! Pensé La pobre mujer ya se ha muerto. Está en el infierno, que es a donde hemos ido a verla.

En aquella zona casi desierta de Sparta, próxima a la Iglesia de Unidad Evangélica, había una actividad inusual. El ruido que habíamos estado oyendo desde la habitación de Jacky DeLucca procedía de un camión de mudanzas del que unos voluntarios estaban descargando muebles destartalados que alguien había regalado. Cerca, aunque sin relación alguna con el trabajo del camión de la mudanza, había una larga cola desordenada, formada sobre todo por varones -de carnosos rostros veteados, ojos llorosos y extremidades que parecían disparejas-, unos cuarenta en total, y entre ellos algunas mujeres apenas distinguibles, extrañamente pacientes todos ellos, tan resignados como penitentes, o quizá se situaban más allá de los penitentes: eran los condenados, eran, al igual que Jacky DeLucca, los habitantes del infierno, aunque sin protestar por su condena, estoicos y conformes, porque se trataba de una condena comunitaria, y se tenía derecho a que te dieran de comer: iban cruzando, arrastrando los pies, el umbral de lo que parecía ser un comedor de beneficencia. Deliciosos aromas calientes flotaron hasta nosotros, en claro contraste con el hedor de la basura. Nadie reparó en absoluto ni en Aaron Kruller ni en mí.

Pensé Algún día regresaré aquí. Trabajaré de voluntaria. Cuando tenga la fuerza suficiente.

Caminamos hacia el coche de Aaron por un amplio solar abierto y ventoso, donde se amontonaban los escombros de edificios derribados. Si me hubieran llevado a aquel sitio con los ojos vendados para preguntarme que dónde estaba, no habría sabido responder. Las ruinas de una ciudad americana devastada por la guerra, o una ciudad americana de la época postindustrial en el norte del Estado de Nueva York, aunque ¿qué era exactamente lo que había sucedido allí? Surgía una extraña belleza deslumbrante de aquel solar sembrado de escombros, porque eran como unas ruinas de la antigüedad, si bien se trataba de unas ruinas que no se podían nombrar y menos aún celebrar. Eran unas ruinas carentes por completo de memoria, de identidad.

¡Qué alivio, entrar en el automóvil de Aaron! Nuevo modelo, fabricado en los Estados Unidos, de líneas elegantes, tracción en las cuatro ruedas para nuestros duros inviernos del norte del estado, radio por satélite. De repente nuestras manos se encontraron. Agarré al hombre al que había querido aporrear un momento antes, y lo sujeté con desesperación. La chaqueta de piel de oveja de Aaron estaba abierta y me llegaba el olor de su cuerpo. Él metió una mano dentro de mi abrigo, lo abrió, y me arrastró hacia él. Un viento húmedo nos alcanzó, trayendo el olor del río. Alegre, burlón. Aaron me empujó sin miramientos contra el lateral del coche, me sujetó la cabeza con las dos manos y me besó con la boca abierta. Nos mordisqueamos, un frenesí sexual pareció apoderarse de nosotros. Cualquiera diría que habíamos evitado de milagro algún peligro terrible. Cualquiera pensaría que los dos estábamos borrachos. Viéndonos desde la parte de atrás de la residencia de la iglesia, cualquiera habría pensado que estábamos borrachos como cubas, borrachos, con absoluto descaro, ya antes del mediodía de una jornada laborable.

De camino hacia el Sheraton en el extremo septentrional de Sparta, en la Route 31, Aaron se detuvo en una tienda de vinos y licores para comprar una botella de whisky escocés y dos paquetes de latas de cerveza. Durante el trayecto sostenía el volante con una mano y con la otra me apretaba y acariciaba el muslo mientras yo me pegaba mucho a él. Estábamos aturdidos, locos de deseo. Había vivido durante tanto tiempo una vida anestesiada y sin sexo, habitando en mi cuerpo como si habitara en el capullo de un gusano de seda, que me resultaba asombroso notar con qué fuerza sentía la necesidad sexual, cómo reaccionaba mi cuerpo, con qué franqueza. ¿O era aquella otra clase de anestesia, la anestesia del anonimato, del puro anhelo físico? De repente era muy feliz, algo se había decidido por fin. Ha terminado, están todos muertos. Sólo quedamos nosotros.

Iba,i cruzar una última vez -por el antiguo y majestuoso puente suspendido- el Black River, ancho, de rápida corriente y atormentado por la espuma, en su serpentear a través de Sparta. Nunca volvería a cruzarlo. Nunca más en toda mi vida -parecía saberlo, con un fatalismo extático-, mientras veía desde lo más alto del puente la curva sinuosa, serpenteante, del río y, a lo lejos, las cumbres neblinosas de los Adirondack meridionales. De muy joven me había aprendido sus nombres:

Star Lake, Little Mouse, Bullhead, White Ridge y Hammer, apenas visibles en el horizonte.

Nunca más los muelles en la orilla del río, los embarcaderos envejecidos, los almacenes y las fábricas; los camiones de dieciocho ruedas que se cargaban y descargaban en las calles de adoquines. Bidones de aceite, charcos grasientos. Refinerías, altas chimeneas coronadas de llamas como pequeños labios burlones. Pero ¿dónde, a lo largo de la orilla del río, estaba la fábrica de medias de lujo para señoras? No logré encontrarla.

Aquel día de noviembre era húmedo, ventoso, salpicado con repentinas apariciones del sol y, sobre nuestras cabezas, un intenso cielo azul por el que corrían nubes enormes, empujadas, rotas, desperdigadas como si fueran escombros.

– Es lo que pensaba -dijo Aaron-. Lo que ha dicho. Sabía que no había sido Delray.

Pegada a aquel hombre excitado, no me era posible hablar. No podía decir Supe siempre que no había sido mi padre. No podía decir Te quiero dentro de mí. Lo más hondo que nadie pueda llegar.

Aaron entró conmigo en el Sheraton. En una mano llevaba una bolsa de papel con la botella de whisky y las latas de cerveza y con el otro brazo me sujetaba, como temeroso de que me escapase. Su rostro encendido reflejaba excitación, y ya no estaba tan enfadado. Al recepcionista -cuya distraída mirada inicial pasó enseguida a manifestar considerable interés- le dije que me quedaría una noche más.

En mi habitación del quinto piso, Aaron cerró la puerta y dio dos vueltas a la llave; corrí las cortinas sin fijarme mucho y enseguida estábamos tirando el uno del otro, quitándonos la ropa, riéndonos, casi sin aliento, como si hubiéramos subido a pie los cinco pisos, y a continuación en la cama, Aaron con todo su peso, lanzando resoplidos y besándome de la manera en que lo había hecho en el aparcamiento, la boca abierta, sus dientes golpeando los míos. Estábamos medio vestidos, él tumbado entre mis piernas, yo agarrada a él, las caras contraídas como las de nadadores que se han hundido mucho, con un repentino miedo a ahogarse. Pensé Pero ¿es esto, Krista?¿Es esto… lo que quiero? Volvimos a reír los dos mientras nos besábamos. Nuestra risa era áspera, atónita. Mis brazos le apretaban el cuello, no había tiempo para la ternura. Los codos unidos como si, en el caso de quererlo, pudiera romperle el cuello.