Era como caer juntos. Como caer desde una gran altura. El impacto de la tierra contra la carne. Me quedé sin aliento. Mi cerebro estaba muerto, a oscuras. No había palabras, tan sólo sonidos. Cuál de los dos producía tales sonidos, no podría decirlo.
Una ocasión para que Krista confesara Siempre te he querido. Siempre he soñado con esto.
Excepto que había algo impersonal, anónimo en la manera que tenía Aaron de hacer el amor. Sentías que eras la presa de una hambrienta necesidad sexual, del apetito voraz de un depredador.
Más tarde Aaron abrió la botella de whisky. Bebimos -bebí atolondradamente, de un vaso de plástico, el licor quemándome la boca- e hicimos el amor de nuevo, y al cabo de un rato bebimos, Aaron bebía whisky y cerveza, las dos cosas, y volvimos a hacer el amor. Nuestros besos apestaban a alcohol. Nuestros cuerpos apestaban a sudor. Nos habíamos mordisqueado tanto la boca que la almohada debajo de nuestras cabezas estaba empapada de saliva. Dormimos entre ropa de cama revuelta que olía demasiado. Dormimos abrazados. Al despertarme no entendía dónde estaba, con quién estaba acostada y que era como hallarse entre los anillos de una serpiente pitón, una pierna mía sobre la cadera y el final de la espalda de Aaron.
Cuando nos despertábamos usábamos por turno el baño: Krista primero, luego Aaron. La desnudez parecía hacernos inusitadamente torpes. Tropezaba, cegada por la luz demasiado brillante del baño. Nuestras risas eran bruscas e imprevisibles. Es posible que nos avergonzáramos. Es posible que fuésemos muy felices. Cabe que estuviéramos borrachos. Desde luego desnudos y sudorosos y sin que nos importase el tiempo. Habíamos dejado de oír las aspiradoras en las habitaciones vecinas y delante de la nuestra, en el pasillo. Pasó la mañana, las primeras horas de la tarde, y algún tiempo después ya habíamos empezado a oír las voces del nuevo turno de huéspedes. Puede que estuviéramos cerca del ocaso. Más allá de las cortinas descuidadamente cerradas, el día de noviembre se había encendido en una especie de llama luminosa que se apagaba ya y a la que siguió velozmente el anochecer. En Peekskill, aquél era -o habría sido- un momento melancólico del día. En Sparta busqué a tientas mi vaso de plástico, siempre necesitada de nuevas dosis de whisky. Aaron avanzaba ya por el segundo paquete de latas de cerveza. Había encargado que nos trajeran algo de comer a la habitación: hamburguesas con queso, sándwiches de pavo de dos pisos con beicon y más queso, patatas fritas y ketchup, ensalada de repollo con exceso de azúcar, de manera que las cortezas y los restos malolientes de aquellos alimentos seguían allí, en una bandeja empujada contra la pared, sobre la alfombra de pelo largo, detrás del televisor apagado, donde la descubriría una de las doncellas del hotel horas más tarde. A través de una rendija en las cortinas mis ojos distinguían lo que parecía ser la luna, una luna en cuarto creciente, a no ser que se tratara, sencillamente, de una de las luces del aparcamiento, sobre un poste muy alto. Besaba con ansia la boca del hombre, que sabía a cerveza. Besaba una boca que era como la boca de mi padre. El hombre yacía despatarrado y desaliñado en su desnudez entre ropa de cama completamente arrugada. El hombre retenía con una mano mi pecho izquierdo, amasándolo y apretándolo, apretándolo y soltándolo de la manera en que se acaricia o se dan palmaditas a un animal, para hacerle saber que se siente afecto por él pero que no se le puede prestar plena atención precisamente en ese momento. Yo estaba medio llorando, de repente me golpeó la emoción y dije:
– Aaron, Dios mío… Me olvidé de lo que me había propuesto hacer por ella…
– ¿Hacer por… quién? -preguntó el hombre.
– Jacky DeLucca -respondí-. Me olvidé de lo que me había propuesto hacer.
– ¿Qué era, cielo? -preguntó.
– Quería bañaría -dije, mientras las lágrimas me corrían por las mejillas-. Lavarla y cambiarle la ropa de la cama. Esa pobre mujer, también quería apuntar su dirección para mandarle dinero.
– ¡Dios bendito, otra vez ella! -respondió el hombre, riendo-. Que le den por saco a la vieja Jacky.
– Aaron, no hablas en serio.
– ¿No? ¿Por qué no?
– Ha dado un descanso a nuestras almas, Aaron, la tuya y la mía. No necesitaba hacerlo, ha sido una muestra de afecto.
El hombre había dejado de amasarme el pecho. Despreocupadamente dio una patada a la ropa de la cama que le limitaba el movimiento de una pierna.
– Que le den por saco al que tenga alma.
– Tú tienes alma.
Le sujeté la cara con las manos. Le dije que tenía un alma y que yo la había visto.
El amor me hacía decir aquellas cosas tan profundas.
El amor borracho, de manera especial. Locas profundidades.
Aaron se rió y me apartó las manos.
Dije que insistía. En lo de su alma. La había visto, Krista era la única que la había visto.
Estaba borracha, dijo Aaron. Pero le gustaba, dijo.
Rió, avergonzado. Pero también complacido. Le brillaba la cara de satisfacción. Me agarró y me empujó hasta ponerme de espaldas a su lado y hundió la cara en mi cuello, de manera que no podía vérsela, igual que podría hacer un niño para esconderse. Sus brazos, rodeándome los costados, la espalda, sus manos, inquietas sobre mí, eran lo bastante fuertes como para romperme los huesos. Casi con voz inaudible, dijo:
– No te vayas. Quédate aquí.
– Quedarme, ¿dónde? -pensé que se refería al hotel.
– Quédate conmigo. Donde vivo. Hay sitio.
– No me puedo quedar contigo. Ni siquiera te conozco.
– Sí. Me conoces.
Más tarde: agitaba la cabeza, para aclarármela. De algún modo me había quedado dormida bajo el pesado brazo del hombre. Y el brazo, por otro lado, se me había dormido, retorcido bajo mi cuerpo. No estaba acostumbrada a beber nada que fuese más fuerte que el vino blanco, y eso sólo de tarde en tarde, y nunca me había emborrachado, pero me gustaba estar borracha. Tuve que levantar el pesado brazo tibio del hombre, cubierto de espeso vello, para zafarme de él. Estaba incómodamente caliente, excesivamente acalorada, me ardía la nuca, riachuelos de sudor me corrían por los costados. ¡Cómo me hubiera reñido mi madre! ¡Krista, hueles a tu cuerpo! Porque no hay nada más vergonzoso para una chica que oler a su cuerpo. El olor del hombre era intenso, acre, inconfundible. Era el olor sexual del varón, franco y sin disimulo. Y él no se preocupaba en lo más mínimo, dormía despatarrado, con el placer del abandono total, hundido en el sueño, la boca abierta en parte, su respiración fuerte y húmeda. Pensé El varón tiene que roncar para asustar a los depredadores. Me reí, quizá fuese una percepción radicalmente nueva, una subteoría de la evolución del todo nueva e ingeniosa. Donde Aaron me había besado, donde había restregado sus mejillas sin afeitar, la piel me escocía como quemada por el sol. La piel imposiblemente suave de mis pechos, pequeños y elásticos, y el estómago, y el interior de los muslos, estaban enrojecidos e irritados como si los hubieran frotado con papel de lija. Donde me había penetrado, también aquellas partes estaban irritadas. Las sentía en carne viva, poseídas. Pensé Nadie ha llegado nunca tan hondo dentro de mí. Pero incluso ahora puedo dejarlo y marcharme.