El hombre dormía boca arriba, con un pesado sueño aletargado, un brazo extendido por encima de la cabeza, en un gesto de alarma detenido. Tenía arrugas en la frente, pliegues en los extremos de los párpados, porque incluso en aquel sueño aletargado estaba tenso, inquieto. Gimió suavemente y le rechinaron los dientes. En su rostro, que era juvenil pero con un toque de aspereza, se percibían unas cuantas cicatrices antiguas. En los antebrazos, musculosos y cubiertos de un espeso vello negro, había tatuajes de color morado oscuro, con formas y significado difíciles de precisar. Y en el pecho, vientre e ingles había remolinos de vello, también oscuro, con aspecto de algas marinas. Juntos habíamos forcejeado bajo el agua. Habíamos luchado, cada uno en brazos del otro. A todo lo largo de nuestros cuerpos en tensión, desnudos y estrechamente unidos. Como peces escurridizos. Como anguilas. No era sólo que estuviéramos desnudos, sino que había sido como si no existiera entre nosotros la barrera de la piel. Ahora, sin embargo, estaba ya completamente despierta y me daba cuenta con toda claridad de la presencia del hombre dormido, allí tumbado y por completo ajeno a mí. Donde me sentía más viva era dentro de mí, donde Aaron había entrado, su pene, su pene ambicioso, pero también sus dedos, me había metido los dedos dentro, había estado a punto de desmayarme, la sensación era casi insoportable. No quedaba ninguna parte de mí que el hombre no se hubiera apropiado. Pensé en lesiones neuroanatómicas: una parte de la corteza cerebral lesionada, el sentido correspondiente (vista, olfato) confiscado, borrado. Ahora, sin embargo, me mantenía alerta y separada, por encima de él. Con suavidad le pasé una mano por el pecho, se lo acaricié, el calor de su piel un poco basta, los pechos del varón, duros por la capa de músculos que había debajo. Su piel tenía color de pergamino manchado y los pezones eran pequeños y densos como bayas secas. Con la palma de la mano me atreví a sentir su corazón, que le latía hondo dentro del pecho, un corazón vigoroso del tamaño de un puño, más fuerte que el mío. Me acordé de los muchachos indios de nuestro instituto que jugaban, solos, sus violentos partidos de lacrosse, y Aaron Kruller entre ellos, me acordé de cómo se decía que las chicas no podían tocar el palo de un jugador, porque quedaba profanado, y pensé Eso es lo que puedo hacer sin que él lo sepa: tocarlo. En un deliquio de adoración me incliné sobre él, casi perdí el equilibrio al tocarle el pecho con un lado de la cara, la suavidad de su vello me deslumbró, sentí el corazón, lo oí, sorprendente para mí, una especie de enajenación me dominó, inenarrable. Estaba enferma de amor por él, no era capaz de soportarlo. Acaricié la carne más flácida de la cintura, la parte más baja de la espalda. Sonreí al pensar en los secretos del cuerpo de un hombre dormido, pequeñas bolsas de carne donde en otro tiempo sólo existía la esbeltez de un muchacho insolente y larguirucho. Aaron Kruller de aspecto indio. El muchacho contra el que mi madre me había prevenido. Crecen deprisa dada su manera de vivir. Has de saber mantener las distancias.
Me aparté despacio, para observarlo. Al hombre que dormía olvidado de mí. Nunca más durante su sueño iba a poder observarlo así. Lo cubrí hasta el estómago con una sábana arrugada. Siguió durmiendo ajeno a todo. No había visto nunca nada tan hermoso. Nadie hubiera dicho que aquel hombre fuese hermoso, su rostro no lo era, tallado con dureza, un rostro tosco, un rostro que podía ser cruel, un rostro que reflejaba terquedad, estupidez masculina. Y sin embargo, a mí me parecía una cara hermosa, me sentía perdida en asombro ante ella. La belleza del hombre, su masculinidad, me inundaba dejándome débil, desorientada. Me quedaría con él en Sparta si era eso lo que quería. Creería que me necesitaba de verdad. Creería que su hambre sexual devoradora era auténtico amor por mí. Imaginé nuestra vida juntos en Sparta. Sería la madre de su siguiente hijo. (¿Tendría un hijo suyo? ¿Era eso posible?) (¡Por supuesto que era posible! El fluido caliente que brotaba de aquel hombre hervía de vida con un deseo devorador de reproducirse.) Vi nuestras existencias, tan dispares y tan distintas, reunidas en una sola en Sparta. Porque Aaron Kruller y yo sólo podíamos tener una vida común en Sparta. Éramos un idilio de Sparta, nuestros padres habían nacido allí. Nosotros habíamos nacido allí. Mi padre había muerto allí. Dondequiera que Delray hubiese muerto al fin, también había sido en Sparta. Pensé Quizá no ha terminado. Quizá nada termina nunca. Vi que el hombre era como mi padre, un varón depredador. Su cuerpo destilaba una poderosa inquietud sexual. Le amaba pero no lo soportaría. Cada vez que hiciéramos el amor su posesión de mí sería más intensa. Yo le amaría más y él me amaría menos. Nunca puede haber igualdad en el amor sexual. Lo esperaría por las noches. Esperaría la luz de los faros en el techo. Como había hecho mi madre. Porque Aaron Kruller tenía que apropiarse de Krista Diehl, lo había comprendido al ver la determinación en su rostro en la mesa del restaurante, en el espejo lleno de manchitas encima del lavabo de su tía, porque de lo contrario a Aaron Kruller yo le repelía, le repelía que fuese tan rubia, le repelía mi cuerpo de chica blanca de huesos pequeños. Porque de lo contrario hubiera querido estrangularme, acabar conmigo. Matar su deseo por mí. Y además, yo era un insulto para él, por mi condición de chica que había dejado Sparta y lo había dejado a él; me había convertido en una mujer adulta para quien palabras como criminología, citación, parte querellante, ética profesional eran corrientes. Aaron Kruller se casaría conmigo para reivindicarme y para apropiarse de mí como hija de Sparta, de la misma manera que él era hijo de Sparta, la ciudad condenada a orillas del Black River. Era probable que no me abandonara nunca. Su primer matrimonio había acabado en desastre, pero no cometería la misma equivocación una segunda vez, su orgullo no se lo permitiría. No dejaría a su familia como mi padre no había dejado a la suya, aunque al final le hubieran obligado a marcharse. Preveía que aquel hombre acabaría traicionándome, porque ¿cómo era posible que Aaron Kruller no traicionara a Krista Diehl? Él era el varón depredador, promiscuo por naturaleza, inquieto y cruel, no podía evitarlo. Que yo fuera mujer era un desafío para él y un triunfo, en la cama del hotel me había hecho gritar al penetrarme, pero para él no era una amiga, eso no era posible tratándose de Aaron Kruller. Yo lo sabía, ya lo había sabido en el instituto. Cuando me rodeó la garganta con sus manos de abultados nudillos, ya lo sabía. Preví el lento desmoronamiento de mi vida si me rendía ante él. En Peekskill se diría de mí con asombro y compasión ¿Dónde está Krista Diehl? ¿Por qué se ha ido a otra ciudad? ¿Es cierto que se ha casado? ¿Con alguien de Sparta que ya conocía? ¿Cuando era una adolescente? ¿Y es en Sparta donde vive ahora?
El resto de mi vida en Sparta, a orillas del Black River, en Herkimer County, Nueva York.
Me lavé apresuradamente bajo la luz cegadora del baño. Me lavé distintas partes del cuerpo, alzando una pierna hasta el lavabo. Ya no estaba tan borracha, en una parte de mi cerebro empezaba a martillearme la resaca, y de momento me dispuse a aliviarla tomando una aspirina y enjuagándome la cara y los ojos. No estaba del todo sobria, pero tampoco iba ya haciendo eses. Ni tenía la boca tan seca como antes. Deprisa y todo lo silenciosamente que pude me lavé como se lavan las personas sin hogar: sólo las partes cruciales del cuerpo. Las que más huelen, las más reveladoras. Para secarlas -sobacos, entrepierna- no utilicé las toallas de felpa de un blanco inmaculado del cuarto de baño, sino pañuelos de papel. Pensando aún De lo contrario vería que soy tan dejada como él, y sentiría repugnancia. Porque aún me dominaba el ingenuo exceso de delicadeza de las mujeres, una especie de horror, de que un hombre, cualquier hombre, incluso un hombre que había estado conmigo en la cama durante horas haciendo el amor en el abandono de la ebriedad, incluso a un hombre así era necesario evitarle que tuviera que ver lo sucias y arrugadas que había dejado las toallas. Me enjuagué la boca por segunda vez. La boca con sabor a whisky que sabía también a la lengua del depredador y a su saliva. Escupí en el lavabo. Estaba todavía mareada, aturdida como después del placer sexual, aquella penetración en la parte inferior de mi cuerpo que me dejaba anonadada y muda como si me hubieran atravesado una zona del cerebro, la que controla el lenguaje. Si cerraba los ojos y volvía a abrirlos, los azulejos de las paredes del cuarto de baño empezaban a torcerse y a dar bandazos, tenía que concentrarme en un horizonte, el borde del espejo con marco de filigrana encima del lavabo. (El lavabo de fórmica parecía estar hecho de burbujas de plástico de color rosa, como protoplasmas en plena ebullición.) Forzada por la necesidad me había introducido cierta cantidad de papel higiénico en la vagina, que me palpitaba y me ardía, para absorber el semen de Aaron. De lo contrario se me saldría y mancharía mi ropa de asesora jurídica. La había buscado a tientas y la había localizado para llevármela al cuarto de baño. Creía tenerlo casi todo, incluida la ropa interior de la que Aaron me había despojado, torpe por la impaciencia; aquellas prendas conseguí ponérmelas con dedos temblorosos. Lo que después me metí por la cabeza -una blusa blanca de seda con manga larga y botoncitos de perlas- no me molesté en comprobar si estaba del derecho o del revés; ni si el delantero estaba en la espalda, o viceversa; el peinado se me había deshecho en parte, también Aaron había metido los dedos para tirar en una dirección y en otra, le había maravillado poder juguetear con mi pelo rubio tan claro y aplastarlo entre sus grandes dedos, por lo que ahora estaba igual de alborotado que la peluca plateada de la pobre Jacky DeLucca. La cara la tenía igualmente irritada y con la sensación de que se me había hinchado, y pensé que era mejor no mirarla demasiado de cerca en ningún espejo; la boca estaba igualmente hinchada por haber sido besada y mordisqueada. Los zapatos los encontré fuera, sobre la alfombra de pelo largo. Me los había quitado a patadas nada más cruzar la puerta. Y mi abrigo negro de lana con cinturón, abandonado sobre una silla y caído en parte. El pesado chaquetón de piel de oveja de Aaron estaba en el suelo. Y el bolso de buen cuero italiano que una amiga me había regalado por mi cumpleaños, una amiga a la que ya no veía, una amiga perdida. Porque eran muchos los amigos que había perdido. Y muchos, también, los familiares que había perdido. Encontré mi maleta, casi había olvidado mi maleta ligera con ruedas, de cuadros escoceses, tan práctica para alguien que viajaba con mucha frecuencia y utilizaba puentes aéreos. En la cama, el hombre dormía aún, roncando húmedamente, desparramado y desaliñado. Cuando pasé junto a él, sólo iluminado por un resto de luz del cuarto de baño, porque había dejado la puerta entornada, apenas me fue posible mirarlo, por miedo a empezar a quererlo con tal desesperación que me arrastrara con él al interior de aquella cama caverna, y entonces lo abra/,aria, enterraría el rostro en su cuello y no me marcharía nunca, jamás. Como si lo sintiera, Aaron extendió un brazo hacia mí, todavía dormido; demasiado dormido para abrir los ojos, y sin embargo parecía estar viéndome con una parte del cerebro. Murmurando: «Vuelve, vamos. Ven aquí». Tuve que preguntarme si podría haber dicho mi nombre, precisamente entonces. Si quizás hubiera dicho, en el caso de que me hubiese inclinado para besarlo en la boca: «¿Krista? Vuelve…».