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Vuelve, Krista, te quiero.

¡Salí de la habitación! Me moví deprisa y sin vacilación alguna. Quería pensar que ya estaba por completo serena. Habían empezado las punzadas del dolor de cabeza, aquello era ya el pleno estado de vigilia, mi penitencia. El dolor era algo con lo que era capaz de codearme. El dolor era una herencia que conocía y que aceptaba. Gran parte de mi vida -personal y profesional- era una estrategia para enfrentarme al dolor, era algo para lo que estaba preparada. Por mi reloj vi que eran las ocho y diez de la tarde. El día había ido pasando haciendo eses de borracho. Como había pagado la habitación con mi tarjeta Visa, no tuve necesidad de hablar con ningún recepcionista, ni siquiera de ser vista. Me escapé por una puerta lateral con el letrero de salida. Al cabo de unos minutos de búsqueda durante los que llegué al borde del pánico, localicé mi coche, mi automóvil extranjero de segunda mano, metí dentro la maleta, me senté ante el volante y huí. Pensando en lo prudente que había sido al regresar a Sparta con mi coche. Al no rendirme ante la insistencia de Aaron para que lo acompañara en el suyo. Emprendí el camino hacia el sur por la Route 31. Tuve cuidado de no superar el límite de velocidad porque me preocupaba pensar que se considerase disminuida mi capacidad para conducir. No me podía arriesgar a que me detuviese un agente, me sometiera a una prueba de alcoholemia y diese positivo. Me incorporaría a la autopista del Estado de Nueva York en el cruce donde la había abandonado, la noche anterior, seguida de cerca por Aaron Kruller en su coche. Y pondría rumbo sur y este. Los carteles de la autopista me hablarían de Utica, de Albany y de la ciudad de Nueva York.

Con el tiempo aparecería Peekskill.

Al salir de Sparta, el aire era denso y había zonas de niebla, pero tuve ocasión de ver, en el espejo retrovisor de mi coche, las luces de la ciudad sobre sus colinas glaciares, luces que brillaron y resplandecieron como una galaxia remota en el cielo nocturno hasta que quedaron ocultas por la bruma y la distancia y desaparecieron de mi vista.

Joyce Carol Oates

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