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– ¡Vaya! ¿Qué tal? Me había parecido que eras tú.
En Honeystone's Dairy la persona que querías que te atendiese era Zoe Kruller.
No Audrey, la corpulenta, con una boca malhumorada de color morado oscuro, como una herida, ni la abuela Honeystone, la mujer del dueño, de ojos acerados, o, en el momento central del verano, las temporeras, chicas de instituto que no se molestaban en aprenderse los nombres de la mayoría de los clientes ni en recordar que una niña melindrosa podía preferir un tipo de cucurucho (de color más claro, menos crujiente) en lugar de otro (más oscuro, con más cuerpo y más duro de masticar) y que quería la bola de helado de chocolate abajo y la de fresa encima de manera que, al derretirse, la fresa se filtrara en el chocolate y no al revés, porque esto último les parecía ligeramente repugnante y poco natural a los melindrosos; y también que prefería los sundae sin frutos secos ni cerezas al marrasquino. Pero Zoe Kruller sí lo sabía, Zoe Kruller siempre se acordaba. Como también se acordaba de los nombres:
– ¿Krissie, no es eso? ¡Qué tal, Krissie!
Zoe era glamurosa, no solamente bonita. Tus ojos se posaban sobre Zoe con sorprendido interés, igual que se sentirían atraídos por el rostro en un cartel colocado sobre la autovía, sin imaginar nunca que, ni por lo más remoto, pudiera reparar en ti.
Si tenías pocos años, claro está. Si eras una niña intensamente consciente de las mujeres adultas: de su rostro, de su cuerpo.
Zoe era una mujer adulta, esposa y madre. Nadie habría adivinado, sin embargo, que era mucho mayor que las alumnas de instituto que trabajaban como camareras en Honeystone's. Su rostro era el de una muchacha, todavía de una belleza juveniclass="underline" su sonrisa entusiasta ponía al descubierto una franja de encías rosadas y de dientes largos, con aspecto de hambrientos, que sobresalían de manera perceptible. Su piel era pálida, cálidamente pecosa. Su pelo, de color rubio tirando a rojo, rizado, suelto, le caía hasta los hombros. Llevaba las cejas muy bien depiladas y pintadas, y las pestañas, pálidas, ennegrecidas gracias al rímel. La nariz era un poco demasiado larga, de punta cérea y ventanillas anchas. La barbilla, un chispitín demasiado estrecha. Los ojos, sin embargo, eran hermosos, exóticos: con matices de ámbar semejantes al jerez en el fondo de una copa, o a cierta clase de canicas, vidriadas en ámbar, que cambian de color al darles vueltas entre los dedos.
Zoe era pequeña y su figura correspondía a lo que se entiende por petite. No podía pesar más de cuarenta y cinco kilos ni medir más de un metro cincuenta y poco. Rezumaba, sin embargo, una seguridad al caminar, de chica divertida y sexy, que la hacía parecer más alta, como si se tratara de alguien acostumbrado a las candilejas. Detrás del mostrador de Honeystone's, Zoe, con aquella manera suya de alzarse sobre las puntas de los pies cuando miraba a los ojos a un cliente, y de ofrecerle su sonrisa refulgente de encías descubiertas, lograba de verdad crear la sensación de que en aquel momento una luz le iluminaba el rostro.
– ¡Vaya! ¿Qué tal? Me había parecido que eras tú.
Entre lo más notable de su persona figuraba la voz, gutural y ronroneante. Era una voz tan baja y trémula que no daba la impresión de surgir de la boca de carnosos labios carmesíes de Zoe Kruller sino de una radio. Se trataba de una voz muy personal entre un clamor de voces sin nada distintivo, una voz que hacía que te detuvieras y mirases a Zoe todavía más de lo que podría haber justificado la luz que irradiaba su rostro. Aquí hay alguien singular era lo que te veías obligado a pensar.
Aquel zoe bordado en rojo en el bolsillito sobre su pecho izquierdo.
– «Zuh-ey.» No «Zu-ey». ¡Por favor!
En Chautauqua Park, en las noches de verano, músicos y cantantes locales actuaban en el quiosco de la música, y Zoe Kruller formaba parte del grupo más popular, que había adoptado el nombre de Black River Breakdown. Zoe era la única mujer entre varios instrumentistas varones: guitarra, banjo, violín y piano.
Con la excepción del guitarrista de aire a lo Elvis, un chico de poco más de veinte años con el pelo teñido de negro y botas de vaquero con tacones de tamaño notable, todos los demás tenían más de treinta, eran fogosos y entusiastas, y estaban deseosos de aplausos. Sus interpretaciones iban desde clásicos de música country («Little Maggie», «Down from Dover», «I’ll Walk the Line») hasta bluegrass («Litde Bird of Heaven», «Footprints in the Snow») y música disco («I Will Survive», «Saturday Night Fever»).
Sobre todo cuando actuaba en el quiosco de la música -seductora y sexy con un vestido de lentejuelas que dejaba al descubierto la mayor parte de los muslos y con el pelo rojizo ensortijado y ondulado en una llamativa aureola alrededor de la cabeza como si acabara de alcanzarla una descarga eléctrica-, Zoe Kruller no se parecía a ninguna otra esposa o madre de Sparta.
Era, sin embargo, la señora Kruller, madre de un condiscípulo de Ben. El hijo de Zoe se llamaba Aaron, parecía un año mayor que Ben, o incluso más, y su rostro, severo y desafiante, no tenía ninguna semejanza con el de Zoe.
«Zoe se casó joven» era lo que decían de la señora Kruller nuestra madre y sus amigas.
«Zoe se casó "imposiblemente joven"» era lo que a la gente le gustaba decir.
Y, a veces: «Zoe se casó "imposiblemente joven y se equivocó de marido"».
Nada de todo aquello tenía sentido ni para Ben ni para mí. Llevarnos en coche a Honeystone's, una granja lechera auténtica a las afueras de Sparta, famosa localmente por sus helados y sus postres caseros, era una recompensa dominical por habernos portado bien durante la semana o una de las invitaciones caprichosas de papá. ¿.Alguien interesado en un paseo en coche? ¿Honeystone's?
Supongamos que regresara a Sparta. Supongamos que fuese a ver a las pocas «amigas» que me deben de quedar -compañeras del instituto- y les preguntase qué recuerdan con mayor intensidad de nuestra infancia, y todas dirían «¡Honeystone's!». Cogidas de la mano, los ojos humedecidos con lágrimas sinceras de verdad, las lágrimas más dulces, recordaríamos Honeystone's Dairy como uno se acuerda de un paraíso perdido.
Y hasta el paseo en coche que nos llevaba a Honeystone's estaba cargado con las expectativas más felices.
Se salía por el este de Hurón Pike Road, hasta más allá de la torre donde se trataba el agua. Pasado el almacén ferroviario. Había que cruzar el puente sobre el Black River, dejar atrás el Memorial Park de East Sparta y a cosa de un kilómetro de los límites de la ciudad aparecía el edificio de estuco resplandecientemente blanco, algo apartado de la carretera, al fondo de un aparcamiento con suelo de grava muy bien cuidado y que quedaba delimitado en verano por llamativos geranios rojos en macetas de barro y en otoño por crisantemos de todos los colores; había un cartel de una vaca sonriente de diez metros de altura, sobre un poste, que se iluminaba de noche como un decorado teatraclass="underline" honeystone's dairy. Dentro, el ambiente era inmediatamente reconocible: frescor de blanco lechoso, frescor de mármol, como el vestíbulo del Midland Sparta Bank, excepto que en este caso había un olor a panadería tan agradable que la boca se te hacía agua como si fuera la de un niño pequeño. El suelo de Honeystone's estaba recubierto de lo que parecía ser mármol de verdad, a cuadros blancos y negros, gastado pero todavía elegante; había además mesas y sillas blancas de hierro forjado recargadamente diseñadas y pequeños reservados con unos asientos de escay que parecían de cuero, negros y elegantes. Del techo descendían media docena de ventiladores que se movían despacio, con palas como hélices de aviones pequeños, que resultaban al mismo tiempo lánguidos y vagamente amenazadores. Si soñabas con el interior de Honeystone's, los lentos ventiladores ponían una nota ominosa.