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Un sueño con Honeystone's por escenario podía estar además lleno de tensión, dado que no veías con claridad quién te había llevado allí. Porque de manera invariable eras un niño pequeño y esencialmente indefenso, acompañado por un adulto .

– ¿Qué puedo hacerte, cielo ?

Era la manera briosa que tenía Zoe de saludar. La glamurosa Zoe Kruller inclinándose por encima del mostrador, apoyada en los codos, de puntillas, con su hambrienta sonrisa carmesí de labios carnosos, enseñando las encías. Los ojos exóticos por debajo del rímel, de la sombra para ojos y del delineador de color azul plateado, y tú la mirabas boquiabierta sin saber cómo responder.

Y había otras cosas fascinantes acerca de la madre de Aaron Kruller: la forma que tenía de remangarse la bata blanca de Honeystone's hasta por encima de los codos, con lo que sus brazos esbeltos quedaban al descubierto, marcados por lunarcitos y pecas como hormigas diminutas. ¡Había un algo cosquilloso, estremecedor, en Zoe Kruller! En aquella mujer de voz gutural y siempre risueña, de la estatura de una chica de trece años, que hacía que quisieras hundir los dientes en un helado, morderlo hasta el fondo de manera que te dolieran los dientes y las mandíbulas, y te estremecieras de frío.

El personal de Honeystone's tenía que llevar bata blanca sobre pantalones también blancos y había que mantener impolutos tanto la bata como los pantalones. El personal de Honeystone's tenía que llevar redecilla, lo que les hacía parecer -si se exceptúa a Zoe Kruller- ridículos, sin gracia. Pero en el caso de Zoe, con sus tupidos cabellos de color rubio tirando a rojo, apenas contenidos por la tenue red, el efecto era extrañamente seductor.

La pregunta coqueta de Zoe -«¿Qué puedo hacerte, cielo?»- era como un acertijo, porque había algo en ella que no funcionaba, tenías que pensar, y parpadear, y esforzarte por pensar para descubrir lo que era raro.

Hacerte. No Hacer por ti. Divertido.

Hasta Ben, a quien no le gustaban las bromas, en especial de personas a las que no conocía bien, se rió cuando Zoe Kruller se apoyó en los codos para mirarlo por encima del mostrador y preguntar qué podía hacerle y luego le llamó hombrecito de papá.

Bueno, si era mamá quien nos había llevado, Zoe llamaba a Ben hombrecito de mamá. Pero, por alguna razón, ya no era tan emocionante y Zoe tampoco nos hacía tanto caso.

Nuestra madre había conocido a Zoe Kruller cuando aún tenía otro apellido. En los tiempos en que estudiaba en el instituto de Sparta, y era la hermana menor de una compañera de curso de Lucille Bauer.

En una población pequeña como Sparta, todo el mundo conoce a todo el mundo. Es una cuestión de edad, de generación. Todo el mundo está al tanto de los antecedentes familiares de los demás, hasta cierto punto. Existían historias entremezcladas, amistades intensas y enemistades igualmente intensas que, pese a haberse convertido en subterráneas décadas antes, seguían ardiendo sin llama y contaminando el aire.

Se huele la contaminación, pero no se ve. Ni siquiera se puede imaginar la historia.

Raíces enredadas debajo de la superficie de la tierra. Cuán sorprendente descubrir aquellas raíces, tan escondidas. Ver cómo mi madre empezaba a trabajar de manera obsesiva al aire libre aquella primavera, cavando en el suelo arcilloso, junto a la entrada para los coches, decidida a plantar lo que ella llamaba nieve-sobre-las-montañas -una planta perenne muy resistente que crece deprisa- y la pala se tropezó con una maraña de raíces que era como algo feo anudado en el cerebro.

Cuando el problema empezó en la vida de mis padres -si bien Ben y yo no habíamos sabido que existiera nada parecido al problema en un principio- nuestra madre nos desconcertó al pasar mucho tiempo al aire libre, algo que nunca había hecho en el pasado, sudorosa y con las venas marcadas como cuerdas en los antebrazos de una manera que asustaba ver y el gesto de la boca adusto, como algo bien cerrado pero visto desde el lado equivocado. Y mamá trató de hundir la pala en la tierra, utilizando su peso como palanca, y la suela de la playera golpeó con fuerza contra el borde de la pala y ella gritó de dolor ¡Jesús bendito! Maldita sea.

Debajo, las raíces enmarañadas. Al cortarlas, su interior revelaba un blancor terrible, semejante a la médula de los huesos.

Fuera como fuese la manera en que nuestra madre conocía a Zoe Kruller, la dependienta que hacía tan gran despliegue de glamour en Honeystone's, nuestro padre la conocía de otro modo.

Supongamos que estuviera aún en relativas buenas relaciones con mi hermano Ben -de quien no me he distanciado, exactamente- y le llamara, dejándome llevar por un impulso, para preguntarle ¿ Te acuerdas de cuando íbamos a Honeystone's? ¿Cuando papá nos llevaba? ¿Lo diferente que era de cuando nos llevaba mamá?

Y supongamos que Ben no me colgara, sino que en un ambiente de reminiscencias sin amargura me respondiera con sinceridad, pensativamente. Diría:

Claro, se notaba. Claro que sí.

¿Por entonces?

No. Por entonces no.

Pero ¿más adelante?

Exacto. Más adelante.

Aquella alacridad de papá. Ponía muy alta la radio del coche y tarareaba con ella a todo volumen. Conducía un poco demasiado deprisa por Hurón Pike Road para luego estacionarse de manera muy cuidadosa en el aparcamiento con suelo de grava de Honeystone's, muy probablemente conduciría uno de los coches espectaculares de Eddy Diehl, que aquella misma mañana habría lavado, encerado y sacado brillo en nuestro camino de entrada para coches y aquí, en el aparcamiento con suelo de grava de Honeystone's, Eddy Diehl lo colocaba de tal manera que, si alguien desde dentro se molestaba en mirar fuera -la ventana delantera de Honeystone's era horizontal, larga, una luna que abarcaba casi toda la anchura del edificio- vería el majestuoso Lincoln Continental de 1973, pintado con dos tonos de beis y acabado en negro, o quizá el Oldsmobile Deluxe de 1977 de color crema, con sus resplandecientes adornos cromados, tal vez el Thunderbird casi de museo, rojo cereza, parecido al más elegante de los cohetes, ansioso de ser lanzado, y esa persona se pararía en seco, para mirar fijamente. Y sonreír.

Los automóviles especiales de Eddy Diehl estaban pensados para hacer sonreír a los observadores.

Ciertos observadores, para ser más exactos. En otros casos, la intención era intimidar, provocar envidia.

¡Santo cielo! ¿Quién es el dueño de eso?

Al ver aquel automóvil en el aparcamiento, y calcular que el conductor era probablemente Eddy Diehl, Zoe se daría la vuelta a toda prisa para comprobar su aspecto en el espejo que tenía a la espalda o en el de la pequeña polvera de plástico que llevaba en un bolsillo de la bata blanca precisamente para ocasiones así de semiemergencia; disponía justo del tiempo necesario para retocarse la nariz con polvos perfumados, comprobar el maquillaje de los ojos, hacer un mohín con la boca para ver si el lápiz de labios carmesí aún estaba en condiciones. Y ajustarse el pelo dentro de la estúpida redecilla que te obligaban a llevar en aquel lugar tan remilgado.

– ¡Vaya, qué tal, Eddy Diehl! Me había parecido que eras tú.

La voz de Zoe Kruller, gutural y sexy, que era como papel de lija frotado contra papel de lija para hacerte estremecer. La voz de Zoe Kruller, cercana, cálida y burlona como una voz que te murmura al oído cuando estás tumbado en la cama, la cabeza en la almohada y las sábanas agarradas a la altura de la barbilla.

Papá entraba pisando fuerte en Honeystone's: empujaba la puerta con tanto ímpetu que la campanita colocada encima tintineaba bien alto mientras hacía pasar a sus hijos de pocos años -¿cómo se llamaban?, ¿Ben?, ¿Krissie?- al interior de Honeystone's Dairy, un espacio que resultaba tan maravilloso por el doble frescor del blanco de la leche y del mármol.