Y ya, en aquel instante, Zoe Kruller divisaba a Eddy Diehl y Eddy Diehl divisaba a Zoe Kruller. Casi era posible sentir el torrente de emoción que se establecía entre los dos, como una corriente eléctrica.
– ¿Qué tal te va, Zoe-y? Tienes buen aspecto.
Mi padre saludaba con voz despreocupada. Los domingos por la tarde, lo más probable era que hubiese bastante ajetreo en Honeystone's.
Zoe Kruller estaba muy solicitada en la granja, cosa que también le sucedía en Chautauqua Park en las noches musicales de verano, y había clientes que hacían cola para que los sirviera ella, aunque tanto la corpulenta Audrey como la señora Honeystone, de cabellos blancos, estuvieran disponibles detrás del mostrador, con cara de pocos amigos.
Poco deseoso de tropezar con la mirada de la señora Honeystone -la mujer de más edad y pelo blanco era la esposa de Marv Honeystone y Eddy conocía a Marv por haber trabajado para él-, Eddy se entretenía, con las manos en las caderas, meditando, delante de una de las vitrinas refrigeradas donde se exponían los postres. Como si hubiera ido a Honeystone's con la intención de comprar una tarta de fresas con nata montada, o una mousse de chocolate, o una tarta de cumpleaños de tres pisos, o una exquisita tarta con fruta glaseada o una bandeja de dulce de leche, galletas con pedacitos de chocolate, mostachones.
– Vamos a ver. Ben, Krissie, decidme qué es lo que os parece mejor. Lo que más os gusta.
Ben y yo lo debatíamos con mucha seriedad: tarta de fresa con nata montada, tarta de plátano con nata, tarta de cerezas con tiras de crujiente masa tostada, semejantes a los radios de una rueda en lugar de la habitual tapa maciza tan aburrida…
¡Toda una vitrina llena de tartas de cumpleaños!
Aquella discusión podía durar varios minutos. Mientras, Eddy Diehl veía a Zoe Kruller reflejada en el espejo situado detrás de la vitrina y examinaba su propio reflejo con un crítico fruncimiento de ceño y se alisaba el pelo rojizo alborotado a manera de cresta de gallo con un rápido movimiento de las dos manos.
Las manos grandes de carpintero de Eddy Diehl. Los enormes pulgares de Eddy Diehl. Sus ojos de pesados párpados detrás de las gafas de sol color verde mar, modelo «aviador», con montura metálica. La súplica sin palabras de Eddy Diehl a la rubia coqueta y menuda de rostro con maquillaje glamuroso, como una muñeca Dolly Parton, y bata remangada para dejar al descubierto los pálidos antebrazos pecosos.
Después de unos cuantos domingos de lo mismo, Ben empezó a protestar:
– Papá, siempre nos preguntas qué queremos, pero nunca compras nada. ¿Para qué nos preguntas?
Yo no quería oírle. Ya había hecho mi elección para contársela a papá: tarta de plátano con nata, tarta con crema caramelizada, tarta de chocolate de tres pisos con feliz cumpleaños en letras de color rosa en lo más alto. En una ocasión había visto a Zoe Kruller echar un chorrito de sustancia rosa parecida a pasta de dientes sobre un duplicado de aquella misma tarta para completar el mensaje: ¡feliz cumpleaños robín!
Por aquel entonces pensé en la suerte que tenía Robin.
Tanto si Robin era chica como si era chico.
Papá dijo, casi al borde del enfado:
– Cabe que esté tomando nota mental, Ben. Tu papá tiene una cabeza que es como un cepo de acero. Atrapa hechos que un buen día le pueden ser útiles.
¿Nota mental? Sentí curiosidad y le pregunté a papá qué era una nota mental pero papá miraba de reojo a Zoe Kruller que le estaba lanzando una sonrisa, también de soslayo, desde el otro lado del peinado afro de un cliente.
– ¿Papá? ¿Qué es una «nota mental»…?
– Explícaselo tú, Zoe -papá había alzado amablemente la voz para incluir a Zoe en la conversación mientras preparaba batidos, a unos tres metros de distancia, para una familia de niños pequeños e inquietos-. Qué es una «nota mental».
Aquello daba por sentado que Zoe había estado escuchándonos pese a la lejanía. Que, desde el momento en que Eddy Diehl había hecho su entrada en Honeystone's, Zoe Kruller estaba pendiente de él y de sus dos hijos de pocos años que salían, al parecer, al lado materno de la familia. Una verdadera lástima, porque Eddy Diehl es un hombre atractivo, a diferencia de Lucy Bauer, regordeta y con cara de pan.
Zoe inclinó la cabeza para indicar que estaba esforzándose mucho.
– Nota mental es… un recuerdo. Creas un recuerdo especial en la cabeza para acordarte de algo más adelante.
Nota mentales para el futuro, una forma de relacionarlo con el ahora.
Zoe hablaba en un misterioso murmullo gutural apenas audible. En cuanto a mí, no sabía de qué hablaban mi padre y ella, pero cualquier sucesión de palabras que Zoe Kruller pronunciara, por ordinaria o banal que fuese, siempre estaba cargada de significado, como palabras grabadas a fuego en un cartel o en un anuncio televisivo brillantemente iluminado.
Eddy Diehl llevaba gorras de obrero o gorras de jugador de béisbol. Sin excepción cuando estaba al aire libre y con frecuencia dentro de casa. Se la había quitado -de color azul marino, sucísima, con sparta construction en letras de color bronce, que llevaba años usando- para arreglarse el pelo, pero se la había vuelto a poner enseguida, bajándose mucho la visera sobre la frente. Había un no sé qué de timidez en él, o al menos un sentirse cohibido: Eddy Diehl era alguien que sabía que lo miraban tanto las mujeres como los hombres y que quería que lo mirasen, pero sólo de la manera que él decidiera.
En el trabajo -en la empresa Sparta Construction- papá llevaba camisas blancas: de manga corta en verano, larga en invierno. Eran camisas que mi madre planchaba, porque papá insistía en llevar camisas blancas de algodón, no de lavar y poner. También usaba pantalones bien planchados, y cazadoras o chaquetas cuando el tiempo era frío, pero jamás abrigo. Nunca se ve a un carpintero -a nadie que trabaje con las manos- que lleve abrigo en el trabajo. En verano, durante sus ratos de ocio, papá se ponía camisetas y pantalones de color caqui que con mucha frecuencia estaban arrugados y con manchas, y zapatillas deportivas del número doce.
Nunca dejaba de sorprenderme que papá fuese tan grande. Como una montaña por encima de mí, un hombre alto, musculoso, de hombros anchos, brazos largos y muñecas poderosas. A pesar de su rodilla mala (como la llamaba mi madre, aunque nunca delante de papá), caminaba sin gestos de dolor o, al menos, gestos visibles; tampoco quería nunca mencionar su rodilla mala, su herida; enrojecía de indignación si alguien -de ordinario parientes de mi madre del sexo femenino- le preguntaba por su salud y le pedía demasiadas precisiones. (Mi padre también desdeñaba con frialdad las preguntas de familiares de ambos sexos sobre cómo marchaba el negocio de la construcción, de manera que se limitaba a sonreír y encogerse de hombros con un No me puedo quejar. Nos defendemos. ¿Y tú?)Había un algo suelto e impulsivo en los movimientos de mi padre, una agitación mercurial casi con visos de amenaza, excepto que bromeaba, que sonreía, ¿no era eso? ¡No te acerques demasiado! No confundas mi actitud amistosa y pienses que soy amigo tuyo.
En los brazos morenos de mi padre crecía un vello espeso que formaba espirales y remolinos, de color rojo óxido oscuro hasta convertirse en negro, elástico y resistente al tacto, semejante a alambre. De pequeña me había sentido intimidada por los brazos musculosos de papá cubiertos de vello y por la sospecha de una oscura e hirsuta pelambrera que le cubría el pecho y partes de la espalda por debajo de la camiseta blanca y que quedaba al descubierto en la garganta. Al ver la expresión de mis ojos papá se echaba a reír: «No te preocupes, Gatita. Tú no te vas a convertir en un malvado simio peludo».