Ésas eran las bromas de papá. Me gusta acordarme de papá bromeando. Es importante recordar que hombres como mi padre -tan americanos, originarios de ciudades pequeñas y que alcanzaron la mayoría de edad en la época de la guerra de Vietnam- eran dados a bromear, a burlarse, a lo que llamaban tomar el pelo, y que no había nada más maravilloso que un hombre como Eddy Diehl cuando estaba de buen humor, era posible que se hubiera tomado unas cuantas cervezas, quizá estuviese con sus amigos, tipos como él que eran las únicas personas de las que se podía fiar, dado que no se podía fiar de ninguna mujer, ni siquiera de la suya, ni tampoco de su madre. Si tienes que preguntar por qué, olvídalo.
Si tienes que preguntar, vete al infierno.
Vete a tomar por culo, ¿entiendes? Si tienes que preguntar.
Nada más maravilloso que la sonrisa de aquellos padres americanos que lograban suavizar sus facciones endurecidas y transformarlas en rostros de muchachos y conseguían que se les formaran arrugas amables en torno a los ojos cansados y, sin embargo, nada más aterrador que aquellos padres cuando dejaban de sonreír.
De repente y sin avisar.
Como en Honeystone's aquel día, cuando mi padre le dijo a Ben con voz cortante: «Eh. Lárgate de ahí».
¿Qué había estado haciendo Ben? Tocar una bandeja de bizcochos de chocolate recién salidos del horno y cubierta de celofán, que se exhibía en una de las vitrinas.
Ben a la edad de diez años, un niño larguirucho de rostro agradable con pelo cobrizo formando remolinos sedosos que le hacían parecer una chica, ojos asustados de color castaño claro, un desasosiego un poco conejil. La voz de papá demasiado áspera, furiosa en aquella ocasión.
– Qué estás haciendo, condenado. Las manos lejos de lo que no es tuyo.
Papá se estaba cabreando, como diría él mismo. Mientras esperaba que Zoe Kruller le hiciera caso. Estaba esperando, y Eddy Diehl no estaba acostumbrado a esperar para que las mujeres le hicieran caso.
Sentí un pequeño escalofrío de satisfacción al ver que mi hermano mayor recibía una reprimenda en público de nuestro padre. Muy divertida la manera en que Ben se apartó de golpe de la vitrina como si hubiera tocado una serpiente. Aunque me asustó que papá pudiera hundirse de pronto en uno de sus malos humores y que también riñera a la pequeña Krista sin contemplaciones.
Pero llegó entonces la voz de Zoe, dulce como la miel, dirigida por fin hacia nosotros.
– ¿Eddy? Vaya coche para quitar el hipo que tienes ahí fuera.
Papá se echó a reír, complacido. Confirmó que el automóvil era suyo y que lo había adquirido hacía muy pocos días.
– Tan pronto como lo he visto entrar en el aparcamiento he sabido que tenías que ser tú.
Acto seguido las palabras fluyeron entre nuestro padre y Zoe Kruller con la velocidad de pelotas de ping-pong. Fuera cual fuese el significado de aquellas palabras -sobre el coche que papá acababa de comprar o el próximo concierto de Black River Breakdown dentro de una semana o dos, sobre las respectivas parejas y familias- eran a primera vista inocuas y banales como la sonrisa de los adultos mientras te miran aunque estén ocupados con sus remotos pensamientos privados.
Zoe bromeaba pero por debajo se podía ver que hablaba muy en serio.
Con sus ojos exóticos de color ámbar fijos en Eddy Diehl, calculadores y ardientes; acariciándose el antebrazo cubierto de pecas y salpicado de lunares diminutos.
Vi cómo relampagueaban las uñas carmesíes de Zoe Kruller. Vi. cómo iba a verlas papá y sentí que mi sangre se aceleraba.
Después de lo que pareció mucho tiempo -aunque no debieron de ser más de dos o tres minutos- Zoe se volvió a mirarnos a Ben y a mí con los ojos muy abiertos:
– Así que… ¿Ben? ¿Y Krissie? El hombrecito y la mujercita de papá… ¿qué puedo haceros hoy?
Reímos, era una manera muy curiosa de hablar, como un acertijo, como un cosquilleo. No estaba segura de que me gustase, ordenar así las palabras. De pequeña me preocupaban mucho las equivocaciones al hablar, que provocaban las risas de los adultos. Decir palabras en el orden equivocado, mojar la cama, derramar un vaso de leche durante la cena, dejar caer un tenedor cargado de puré de patata, lo que un niño teme más son las risas desquiciadas de los adultos cuando hace una cosa equivocada.
Ahora Zoe Kruller estaba pronunciando palabras curiosas. Haceros. Qué puedo. ¿Ben? ¿Krissie?
Me enamoré de Zoe Kruller, creo. Me enamoré de la manera en que Zoe Kruller me miró fijamente y me llamó por mi nombre.
Pero ¿por qué me daba tanto miedo?
Se produjo una pausa dedicada a tomarle el pelo a Krissie: papá le dijo a Zoe que yo quería un cucurucho con helado de café y protesté asegurando que aborrecía el helado de café y Zoe se rió y dijo que sí, que lo sabía; que lo que quería era un cucurucho con dos bolas, chocolate en el fondo y fresa encima.
– A tu papá le encanta tomar el pelo, corazón. No pienses que presto mucha atención a tu condenado papaíto.
Condenado era una de las palabras que las personas mayores podían utilizar. Dependiendo del tono y de quién se lo dijera a quién, podía sonar suave como una caricia o muy violento.
Todo lo que intercambiaban Zoe Kruller y Eddy Diehl en Honeystone's Dairy tenía la suavidad de una caricia y ninguna aspereza.
Papá nunca tomaba helados de cucurucho ni batidos. Nunca. Apenas le gustaban las cosas dulces; prefería las saladas, como pretzels, cacahuetes, patatas fritas a la inglesa por revenidas que estuvieran, comiéndoselas a puñados mientras bebía cerveza, los domingos. Y a papá le gustaba el café, papá estaba «enganchado» al café solo, con un aroma tan intenso que hacía que se me cerraran las ventanillas de la nariz. De manera especial a papá le gustaba el café que daban en Honeystone's y que olía de una forma distinta que el de casa.
Zoe convertía en espectáculo su modo de servir el líquido humeante en un vaso alto de espuma de poliestireno.
– Ahí lo tienes, Eddy. Espero que esté como te gusta.
– Sí. Está como me gusta.
Pero llegó un día en que Zoe Kruller desapareció de Honeystone's. Un día nada lejano y aquello fue un golpe para mí, una sorpresa crueclass="underline" nos llevó mi madre a Ben y a mí y entramos corriendo, impacientes, buscando a Zoe Kruller, pero allí no estaban más que la anciana señora Honeystone, la gorda Audrey con el ceño fruncido, y otra chica que no conocíamos, así que preguntamos por Zoe a la señora Honeystone. ¿Dónde estaba Zoe?, y la señora Honeystone sólo nos dijo que ya no trabajaba allí, y ni siquiera pronunció su nombre. Se notó enseguida que no iba a sonreír y que no quería decir nada más sobre Zoe Kruller y que tampoco nuestra madre estaba dispuesta a preguntar.
¿Dónde está?, se ha despedido. Dijo que se iba y se fue.
Aquel día, aquel domingo en el que estoy pensando tenía ocho años y empezaría tercer grado en otoño. Y papá y Zoe Kruller se intercambiaban bromas como veloces pelotas de ping-pong mientras Zoe servía los helados para Ben y para mí y el café para papá, abría la caja registradora para cobrar, sacaba el cambio y papá le decía -bajando la voz mientras recogía las monedas de los esbeltos dedos de Zoe con las uñas asombrosamente carmesíes- que debería saludar a Del de su parte -alguien llamado «Del»- y Zoe se rió y dijo «¡Claro! Cuando lo vea». Que fue una respuesta que posiblemente cogió a papá por sorpresa, porque se hizo un lío con el cambio y se le cayó una moneda de veinticinco centavos que rodó por el suelo de baldosas de mármol y Ben se agachó veloz para apoderarse de ella; y Zoe dijo, con aquella risa en la voz como si nada pudiera herirla, displicente y ligera como cualquier pajarillo revoloteando por encima de nuestra cabezas: «Y tú dile hola a Lucy, ¿querrás?».