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Fuera, en el aparcamiento, donde el aire era caliente y húmedo, opresivo después del frescor de la granja, al acercarnos al coche de papá, aparcado imprudentemente bajo el sol despiadado, descubrí que mi cucurucho de barquillo había perdido la punta, estaba roto, y a continuación descubrí, llena de horror, que había algo al final del cucurucho, negros gorgojos que se agitaban.

Di un grito y dejé caer el helado.

Papá lo oyó y vino a investigar.

– ¿Qué demonios sucede, Krissie? ¿Qué ha pasado?

Dos bolas de helado -fresa, chocolate- sobre la grava caliente, deshaciéndose. Con un aspecto absurdo allí en el suelo. Algo que era supuestamente exquisito -algo especial, delicioso- en el suelo, como si fuese basura. Le dije a papá que había gorgojos dentro del cucurucho y que no me lo podía comer. Sentía náuseas y estaba a punto de vomitar. Papá lanzó una maldición en voz baja y empujó el cucurucho con la punta del zapato, como si pudiera ver desde su altura la media docena de insectos negros moviéndose dentro del cucurucho; su actitud era escéptica, impaciente; no parecía muy comprensivo, como si la profanación del helado fuese culpa mía. O, quizá, niña torpe, simplemente se me había caído y estaba tratando de echar la culpa a otra persona.

– Bueno. No vamos a ir a por otro helado, se nos ha hecho tarde y hemos de marcharnos.

¿Me voy a quedar sin helado? ¿Aunque no he tenido la culpa? Me llené los pulmones de aire para protestar, para llorar, acongojada por un sentimiento infantil de injusticia, y por la pérdida de una cosa que me apetecía mucho, pero papá hizo caso omiso, había decidido que no iba a volver a entrar en la granja, que no iba a quejarse ni a Zoe Kruller ni a nadie sobre el cucurucho de helado de su hija.

Cuando me resistí a marcharme, papá me agarró por el brazo con brusquedad, mi brazo descubierto, tan flaquito, por el codo, y me dio la clase de tirón ante el que no se ofrece resistencia.

– Joder, Krista, he dicho que subas al coche.

Ben, con una sonrisita mientras lamía su helado, tampoco manifestó ninguna comprensión. En el asiento delantero junto a papá, donde, por el hecho de ser chico, insistía en sentarse. Yo, en el asiento de atrás camino de casa. El coche era un Oldsmobile, creo, algún tipo de modelo especial «Deluxe», el cuero del asiento caliente por el sol achicharrándome las piernas, iba gimoteando, lloraba en voz baja, anonadada por la injusticia de lo que acababa de suceder: si hubiera corrido para entrar de nuevo en la granja, Zoe Kruller por supuesto me hubiese dado otro cucurucho de helado, si hubiera sido mamá y no papá quien me hubiera traído aquel día, por supuesto mamá se hubiese encargado de que me dieran otro helado, dentro de Honeystone's las dependientas se habrían mostrado comprensivas, se habrían disculpado. Pero papá había decidido marcharse y estaba rojo de indignación. Papá maldecía en voz baja, no era cuestión de enojarlo aún más. Si lo hubiera pensado, le habría ordenado a Ben que compartiera su cucurucho conmigo, pero papá no estaba pensando en helados, ni en su hija acongojada, porque sus pensamientos estaban en otro sitio. Me acurruqué en el asiento de atrás sorbiéndome la nariz y jadeando mientras pensaba No ha sido culpa mía. No ha sido culpa mía. ¡Por qué se ha enfadado papá conmigo! M i corazón de ocho años estaba destrozado, y no sería la última vez.

Más o menos una semana después, cuando nuestra madre nos llevó a Honeystone's antes de volver a casa y después de visitar a unos primos suyos en las afueras de East Sparta, a Ben le apetecía mucho un cucurucho de helado, pero a mí no. Pedí en cambio otro con frutas y nueces en un recipiente de plástico, donde veías bien lo que estabas comiendo. Aunque Zoe Kruller estaba en el mostrador, y recordaba exactamente la clase de cucurucho de helado que pedía siempre, y a pesar de que me hizo un guiño y me llamó Krissie de la manera más amable y trató de conseguir que le sonriera, no lo hice; estuve huraña y malhumorada y no fui la simpática hijita de papá ni alcé tampoco los ojos al rostro resplandeciente de Zoe, no señor.

8

Dos años y siete meses después, en una mañana de domingo, bajo el brillo deslumbrante de la nieve de febrero de 1983, se encontró muerta a Zoe Kruller en una casa alquilada de West Ferry Street, en el centro de Sparta.

En la primera página del Journal se informaba de que Zoe Kruller había sufrido un violento traumatismo en la cabeza además de estrangulamiento manual, por lo que se trataba de un acto delictivo, de un homicidio.

Se daba a conocer que la mujer muerta se había separado de su marido, había dejado de vivir con su familia. A continuación se añadía que la víctima había sido encontrada en su cama, por…

– Krista. Dame eso.

– ¡No! Lo estoy leyendo.

– He dicho…

Me arrancó las páginas de la mano. Era tal la conmoción en su rostro que se las cedí para evitar rasgarlas.

Tanta conmoción en su rostro que me aparté asustada. Pero había visto…

Encontrada en su cama por Aaron Kruller, su hijo de catorce años, que salió corriendo a la calle para pedir ayuda.

Para entonces tenía once años. Ya no era una niña pequeña que hubiera que proteger de lo que mi madre llamaba cosas «feas», «repugnantes», «vergonzosas». Ya no era una niña pequeña para tener que tolerar semejante protección y en consecuencia supe -llegué a saber- de algún modo que la simpática pecosa llena de glamour que nos había atendido en Honeystone's era la misma mujer a la que su hijo había encontrado estrangulada en la cama; llegué a saber, con un escalofrío de horror, y de fascinación, que, en el momento de su muerte, Zoe Kruller no vivía con su familia, como otras esposas y madres viven con la suya; en el momento de su muerte Zoe Kruller estaba separada, distanciada de su marido Delray Kruller y de su hijo, Aaron, condiscípulo de mi hermano Ben: separada, distanciada, rota la comunicación. Llegué a enterarme de hechos deliciosamente turbadores, causantes de una sensación de aturdimiento que me recorrió de pies a cabeza, como si estuviera caminando en un sueño; un sueño que se parecía a la novocaína inyectada en mis delicadas encías cuando iba al dentista; un sueño que me dejó sin aliento, mareada y extrañamente soliviantada y como con dolor de cabeza; un sueño del anhelo más intenso y también de la repugnancia más intensa. Porque a aquellos hechos se añadía, en lo que era de manera invariable un tono alterado de voz, como el cambio en una emisora de radio a punto de perderse a causa de las interferencias, el hecho de que Zoe Kruller compartía alojamiento con otra mujer en el 349 de West Ferry.

¡Compartía alojamiento con una mujer! ¡No vivía con su marido y su hijo sino con una mujer! Y el apellido de la mujer también parecía exótico: DeLucca.

West Ferry Street estaba a kilómetros de distancia de Hurón Pike Road y era una calle que no me resultaba familiar. Pensé que debía de estar cerca del almacén ferroviario. Cerca de Depot Street, una o dos manzanas antes del puente. En el límite del distrito de los almacenes, en la zona que bordeaba el río. Aquella parte de Sparta. Allí había bares, cafeterías para altas horas de la madrugada y restaurantes. Estaba la tienda de libros y vídeos clasificados X, sólo para adultos. Había solares cubiertos de escombros y una gran parcela de aspecto inhóspito, barrida por el viento, a la orilla del río, que se anunciaba como Sparta Renaissance Park donde se estaban construyendo edificios de apartamentos de muchas plantas.