Y de algún modo también sabía que había hombres que iban a visitar a Zoe Kruller en aquella casa de piedra, que Zoe recibía a varones.
La policía de Sparta se disponía a interrogar a aquellos visitantes.
No tenía ni idea de por qué lo sucedido inquietaba tanto a mi madre. Por qué mi madre daba un portazo y cerraba la puerta con llave contra mí, contra los dos, Ben y yo, negándose a responder a nuestras asustadas preguntas ¿Mamá? ¿Mamaíta? ¿Qué es lo que pasa? No tenía ni idea.
Era un febrero muy frío. Se publicaban chistes en el periódico local sobre el regreso de las glaciaciones. Dibujos cómicos de glaciares, mastodontes y lanudos mamuts de grandes colmillos curvos envueltos en hielo. Estaba en sexto grado en Harpwell Elementary y mi hermano Ben en noveno grado en Sparta Middle, que era también el instituto de Aaron Kruller. Cuando mi madre le preguntó a Ben si conocía a Aaron, Ben respondió muy deprisa que no: «Va un año por detrás de mí».
Para añadir, con una mirada de desdén:
– Es mitad indio. No le gusta la gente como nosotros.
– Es de tu edad, ¿no es eso, Ben? En el periódico dice «catorce».
– ¿Qué tiene que ver, mamá? -dijo Ben, molesto-. Ya te he dicho que va un año por detrás de mí. No lo conozco.
– Pero no procede de la reserva, ¿verdad que no? No es indio al cien por cien. «Delray Kruller» no es un nombre indio.
– ¡Santo cielo, mamá! ¿Qué más da? ¿De qué me hablas? -Ben se estaba poniendo frenético, furioso. La obstinación de nuestra madre, su insistencia en los detalles más triviales, conseguía disgustar a Ben todavía más que a mí.
Déjalo, mamá. Por favor, déjalo sería mi petición silenciosa.
Pero nuestra madre insistía:
– Ese pobre chico. Es de él de quien me compadezco en todo este asunto. Nada más que un niño, encontrándosela -incluso pasado el tiempo, nuestra madre no era capaz de pronunciar el nombre Zoe Kruller, tan sólo el pronombre, con tono de repugnancia.
Ben se dio la vuelta con un encogimiento de hombros. No me había mirado ni una sola vez.
Por supuesto, Ben conocía a Aaron Kruller. Lo conocía desde la escuela primaria.
Pero era muy del estilo de Ben no hablar de cosas que le disgustaban. El hecho de que Zoe Kruller hubiera muerto, de que alguien que conocíamos hubiese muerto, parecía avergonzarlo. Mi hermano estaba en una edad en la que, si no podías hacer un chiste sobre algo, te marchabas con una sonrisita apenada.
A mí me dijo de manera confidenciaclass="underline"
– La madre de Kruller, esa tal Zoe, ¿sabes lo que era? Era una fulana.
¿Fulana? Sentí la palabra afilada y restallante como un bofetón que me cruzara la cara de niña tonta.
– Una fulana es una hembra que folla. La madre de Aaron Kruller era una fulana y además una yonqui. Ese es el porqué de que se marchara de Honeystone's. Y también de que dejara de cantar. Y Aaron no salió corriendo «en busca de ayuda», sino que lo encontraron con ella, donde estaba muerta y -la voz de Ben se hizo aún más confidencial, quebrándose por la hilaridad- además el muy tonto se había cagado encima. Esa noticia no la vas a encontrar en el periódico.
En el periódico -en la sucesión de periódicos que irían llegando a mis manos, algunos de ellos los que mi madre había escondido en un cajón de su cómoda de madera de cedro para que no los viéramos, y otros los que compartieron conmigo mis amigas, compañeras de clase- vería el rostro sonriente de Zoe Kruller mirándome, a punto de hacerme un guiño ¡Krissie! ¿Qué puedo hacerte hoy?
El acertijo para el que no existía respuesta.
Tal como se había vuelto hacia papá, alzando el glamuroso rostro enfebrecido como una flor que te desafía para que la cojas ¡Señor Diehl!¿Qué puedo hacerle hoy?
La fotografía de Zoe Kruller más utilizada -que, con el tiempo, sería también reproducida por la prensa para todo el estado, aunque nunca en publicaciones nacionales ni tampoco distribuida por la Associated Press, hasta donde yo sé- era una en la que había posado con sus compañeros músicos de Black River Breakdown, vestida de cantante, con su atuendo de lentejuelas muy escotado, y el pelo ondulado y ligero, con aspecto eléctrico, cayéndole en cascada sobre un hombro semidesnudo. Otra fotografía más informal mostraba a una Zoe más joven sonriendo a la cámara con una inclinación traviesa, como si hubiera estado burlándose del fotógrafo, con la seguridad exuberante de una animadora deportiva de instituto o de la reina de un baile de fin de curso. Cuántas veces aquéllos y otros retratos de Zoe Kruller, víctima del crimen de Sparta, volverían a publicarse, cuántas veces los contemplaría yo con el asombro de haberla conocido, de que por supuesto seguía conociéndola aún -nunca en mi vida sería posible que Krista Diehl no conociera a Zoe Kruller de Honeystone's- y todas las veces me parecía una cosa injusta, una pesadilla, un chiste cruel y provocador que en aquellas fotografías hubiera posado tan sonriente y tan llena de confianza, sin imaginar nunca que, un día, su fotografía sería publicada -y vuelta a publicar- en los periódicos, mostrada en las noticias de la televisión local, con la leyenda Zoe Kruller, víctima del crimen de Sparta.
Aunque era joven para mis once años, joven en cuanto a conocer las maneras en que funcionaba el mundo (el adulto, incluso el de los adolescentes), también a mí se me ocurrió el reproche No debería haber sonreído de ese modo.
Los primeros titulares se hicieron con letras enormes que abarcaban todo el ancho del Journal.
mujer de sparta, 34, agredida y estrangulada
La muerte de una cantante local de bluegrass
investigada por la policía.
La atención se centra en «amigos» y «visitantes».
Más adelante los titulares disminuirían de tamaño y el tono sufriría una sutil alteración:
la vida privada de la cantante de bluegrass
produce «sorpresas»
Los detectives de Sparta continúan la investigación
siguiendo «pistas».
En nuestra casa nadie hablaba de Zoe Kruller. Era una época -supongo que no era la primera vez- en la que con frecuencia papá trabajaba hasta tarde, o tenía que pasar la noche fuera de casa «por negocios», y mamá estaba nerviosa y se impacientaba con Ben y conmigo si preguntábamos por él.
– Está fuera. Está trabajando. ¡Cómo quieres que sepa dónde está, preguntádselo vosotros!
Lo que era tan ilógico que ni siquiera a Ben se le ocurría cómo responder.
El teléfono, que no sonaba casi nunca, empezó a hacerlo entonces. Y mamá, que apenas lo usaba, pasó a utilizarlo con frecuencia. Lejos de nosotros, en el dormitorio principal del piso de arriba, en el que no éramos bien recibidos excepto por invitación -cuando ayudaba a mi madre a limpiar la casa y a pasar la aspiradora, por ejemplo-, o en la cocina, pero con la puerta cerrada, algo muy extraño, muy poco natural, porque la puerta de madera de arce que papá había instalado en la cocina no se cerraba nunca.
Pero ahora sí, a veces estaba cerrada. Cuando Ben y yo regresábamos de clase en el autobús escolar y pateábamos con fuerza en el vestíbulo de atrás con nuestras botas húmedas de nieve, allí estaba la puerta de la cocina bien cerrada, y oíamos a nuestra madre hablando por teléfono en voz baja, urgente, acusadora, llena de pánico, que era una advertencia para nosotros, para que no nos acercásemos. Pero ¿qué…?¿Qué pasará?¿Qué significa eso? ¿Llegará a producirse una… detención? Pero cómo es posible una detención, si… ¿Un abogado? ¿Para qué necesitaría Eddy un abogado? Dios santo, un abogado… no nos podemos permitir un…