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Antes de que se marchara -antes de que el mandamiento judicial lo echase-, mi padre había reparado el tejado de nuestra casa, muy empinado, porque había una gotera en el ático; también había cambiado algunos cables de la instalación eléctrica en el sótano, además de reforzar los escalones que subían hasta la puerta de atrás. Había sido carpintero de profesión, y muy competente; por entonces trabajaba de capataz en una empresa constructora de Sparta.

En todos los pisos dentro de la casa había pruebas del trabajo de carpintero de papá, de su interés por la casa. Cualquiera estaría tentado de pensar que Eduard Diehl sentía devoción por su familia.

Pero no entró por el camino de grava: se limitó a detenerse en la carretera.

Casi le oí murmurar Maldita sea, no lo voy a hacer.

Porque de lo contrario se habría acercado demasiado al escenario de su vergüenza. Al escenario de su expulsión. Al lugar de su dolor y de su rabia que era a veces una rabia asesina, y era demasiado peligroso para él, ya que había sido expulsado de aquel lugar por una orden del tribunal del condado y en aquel instante su aliento olía indudablemente a whisky y su rostro estaba enrojecido por el intenso fuego de su furor.

¿Les parecerá extraño que a mí, que había vivido toda mi vida en Hurón Pike Road, hija de un hombre nada distinto de otros hombres que vivían por aquellos años en Hurón Pike Road, el olor a whisky en el aliento de mi padre no me molestara sino que encontrara en él algo así como un consuelo? (Siempre que mi madre no lo supiera. Y mi madre no tenía por qué saberlo.) Un consuelo arriesgado, pero consuelo al fin y al cabo porque era familiar, era papá.

Y de repente sus mandíbulas mal afeitadas, que me rasparon y me hicieron cosquillas en la cara, se inclinaron para besarme, húmedamente, en la comisura de la boca. Sus movimientos eran impulsivos y torpes como los de un hombre que ha vivido largo tiempo por instinto y sin embargo ha llegado por fin a desconfiar del instinto igual que ha llegado a desconfiar de su capacidad de juicio, hasta de la idea que tiene de sí mismo. Incluso mientras papá me besaba, bruscamente, con un poco más de fuerza de la debida, un beso que él se proponía que yo no olvidara pronto, me estaba apartando de él porque había surgido entre los dos una avalancha de sangre caliente.

– Buenas noches, Gatita.

No era «adiós» lo que estaba diciendo, sino «buenas noches». Aquello fue crucial para mí.

No parecía que lloviera con fuerza, pero tan pronto como me apeé de su coche y eché a correr hacia la casa, comenzó una lluvia helada que me acribilló. Una increíble ráfaga de hojas mojadas se me echó encima. Corrí torpemente con la cabeza baja, me había quedado sin aliento pero sentía ganas de reír, muy consciente de mi torpeza, la mochila sujeta con una mano y golpeándome las piernas, casi poniéndome la zancadilla. Me parecía horrible pensar que mi padre pudiera estar mirándome. A mitad de camino me volví para ver -como de algún modo sabía que iba a ver- las luces traseras rojas del coche de mi padre desapareciendo en la niebla.

– ¡Papá! ¡Buenas noches!

Cualquiera pensaría ¡Pero se lo había prometido! Había prometido que esperaría hasta que estuviera sana y salva dentro de casa.

Cualquiera pensaría que me sentí decepcionada, herida. Y que ni siquiera me sorprendían la decepción y el dolor. Pero se equivocarían, porque nunca he sido una hija que juzgara a su padre, que había sido juzgado por otros con tanta dureza y crueldad y tan injustamente; y que nunca querría recordar una herida tan trivial, tan insignificante, un malentendido, un descuido momentáneo por parte de un hombre con tantas cosas más en la cabeza, un hombre al que se estaba arrastrando de manera todavía más rápida e inexorable hacia la órbita de su muerte y de su olvido más allá de la longitud del camino de grava, en el que brillaban los charcos, aquella lluviosa noche de noviembre de 1987 cuando yo tenía quince años y esperaba con impaciencia que empezara mi verdadera vida.

2

Un reproche como una flecha lanzada por el arco y dirigida a mi corazón.

Reproche en un tono de voz que casi no era de censura, que casi se podría confundir -si esto fuera una comedia televisiva y usted fuera un espectador inexperto- con picardía, con travesura.

– Estabas con él, Krista. ¿Verdad que sí?

Mi madre no subrayó el pronombre él. Con su voz apenas crítica de mamá televisiva, //era tan desapasionado como el cemento.

Ni su pregunta era una verdadera pregunta. Era una afirmación: una acusación.

– Podías haber llamado, al menos. Si no ibas a volver en el autobús. Si te hubieras molestado en pensar en alguien aparte de ti misma, y de él. Tendrías que haber sabido…

Que estaba preocupada. O si no preocupada, ofendida.

El orgullo de una madre se hiere con facilidad, no te equivoques pensando que el amor de una madre es incondicional.

Sin aliento por mi carrera bajo la lluvia e indignada, desgreñada, me quité las botas a patadas, tratando torpemente de colgar mi chaqueta en el perchero junto a la puerta, deseando a medias que se rasgara. Una chaqueta de un fantástico color morado e imitación de seda con un ribete crema que me gustaba mucho cuando estaba nueva hacía no demasiado tiempo pero de la que había llegado a pensar que parecía barata y pretenciosa. Estaba evitando enfrentarme con mi madre porque no quería tener que responder a la mirada acusadora de sus ojos, una mezcla de alivio -era verdad que le había preocupado no saber dónde estaba yo- y de indignación creciente. En la ventana cuadrada sobre la nueva encimera que mi padre había colocado al reconstruir gran parte de la cocina, nuestros reflejos parecían muy próximos por una jugarreta de la perspectiva; sin embargo, no se nos hubiera podido identificar a ninguna de las dos, ni siquiera quién era madre, ni quién hija. Con voz engañosamente tranquila mi madre dijo:

– Krista, por lo menos mírame. ¿Estabas, no es eso, con él?

Se trataba ya de él. Ahora sin confusión posible.

Un tirante de la mochila se me había enredado en los pies. Le di una patada. Me ardía la cara. Casi de manera inaudible murmuré porque no podía mentir a mi madre, que conocía muy bien mi corazón rebelde y, cuando me preguntó qué era lo que había dicho, repetí, culpable, pero desafiante:

– Sí. Estaba con… papá.

Papá era una palabra de niña pequeña. Ben llevaba años sin decirla.

– Y ¿dónde estabas, con «papá»?

– Paseando en coche. En ningún sitio.

– ¿En ningún sitio?

– Por la orilla del río. En ningún sitio en especial.

Pero sí que era especial. Porque no estábamos más que papá y yo.

La traición es lo que duele. La traición es la herida más profunda. Traición es lo que queda del amor cuando el amor ha desaparecido.

Mi madre se llamaba Lucille. Nadie utilizaba el diminutivo «Lucy». Una intensa conciencia de su autoridad -ahora de o vulnerable de su autoridad- parecía apoderarse de ella, dominarla, en momentos así, cada vez más, a medida que yo me hacía mayor; al diálogo más intrascendente le añadía siempre una misteriosa exigencia que nunca parecía llegar a ser plenamente satisfecha. Desde que el marido de Lucille, ahora su ex esposo, que era mi padre, nos había dejado definitivamente, o (eso nunca nos había quedado claro ni a Ben ni a mí) se le había obligado a dejarnos, aquella exigencia se había hecho insaciable.